-A
Manuel Puig-
La primera vez que
fui a un neuropsiquiátrico tenía quince años. Mi tía Alicia tenía para largo,
considerando que hacía unos meses se había tomado media botella de alcohol
etílico. No sé bien por qué fui. Quizá me daba curiosidad conocer un lugar así.
Pertenecía a la obra social de la Policía Federal. Quedaba en Mataderos.
Una reja negra que
encerraba una fachada de ladrillos oscuros, ventanas de espejo en los tres
pisos y techo de tejas azules. Entrabas en una salita con sillas de roble y más
allá, una puerta plateada que sólo se abría con un botón que apretaba una señora,
desde atrás de un vidrio. La mujer revisaba las carteras y las bolsas. Una vez
que atravesabas la puerta, un pasillo de baldosas negras y paredes amarillas
conducía a un ascensor antiguo. La Sala de Mujeres estaba en el primer piso.
Teníamos que
esperar a Alicia en la Sala de Visitas, donde había otras mujeres, mesas de
plástico y una nube espesa de cigarrillo. A los diez minutos entró. Más
delgada, avanzaba hacia nosotras con paso lento, como si hubiese hecho gimnasia
durante muchos días. Me abrazó sin ganas y se dejó caer en la silla. Mamá le
preguntó cómo estaba, ella la miró sin mirarla y estiró las mangas de su bata
gris. Yo abrí la mochila, saqué los cinco atados de Lemans, las galletitas y
los paquetes de yerba. Dejé todo sobre la mesa. Mi tía abrió los cigarrillos y
me pidió fuego. Al lado, una señora arrugada, con el pelo en un rodete blanco y
la nariz extremadamente grande. A la derecha, una mujer hablaba muy fuerte con
quien, supongo, era su hija, lo supongo porque tenía el mismo pelo negro y
ondulado y la misma gordura. También recuerdo a una señora muy flaca, daba
impresión verle las piernas más parecidas a un par de brazos. Y esa chica. Unos
años más grande que yo, me hacía acordar a la hermana de Laura Ingalls, por el
pelo rubio, que le caía en bucles hasta la cintura, la piel blanca, los ojos
claros. Estaba con el papá. Hablaba todo el tiempo, sonreía y movía las manos
como un maestro de orquesta.
Mamá le contaba a
la tía del Cholo, que otra vez le contestó mal cuando fue a ver a la abuela. La
tía escuchaba y cada tanto decía: sí. Yo no hablaba. Miraba para todos lados.
Sentí que el cuerpo me
hablaba, el terapeuta me había enseñado a darme cuenta de eso para correr al
baño. Izquierda y al fondo, contestó Alicia.
El pasillo tenía
muchas puertas, algunas abiertas, podía ver las habitaciones, pequeñas,
individuales, donde las internas dormían sin ventanas. En el baño quedaba poco
papel y no tenía bidet ni jabón, así que en vez de hacer los dos bollos, usé
sólo el bollo con agua.
Debo haber tardado
bastante porque cuando salí, muchas de las puertas que había visto abiertas
estaban cerradas. Cuando estaba llegando a la sala escuché que alguien me
llamó. Che, nena. Me di vuelta y estaba ella. La chica rubia. Al principio
sentí miedo al verla tan cerca, pero enseguida me tranquilicé. Su sonrisa tenía
esa magia que tienen las actrices del antiguo Hollywood, que sonríen y se les
marcan los pómulos y los ojos se les cierran un poquito. ¿Cómo estás?, dijo. Yo
bien, ¿y vos? Movió la mano temblorosa, haciendo el gesto del más o menos.
Pregunta tonta, pensé en ese momento, y no se me ocurrió nada mejor que hablar
del día horrible, ventoso.
- Yo no sé si hace frío… antes estaba en otro
lado, era más lindo, jardín y mi psiquiatra super lindo. - Al decir lo último
guiñó un ojo.
- Mi tía es Alicia, ¿la conocés?
- Ya sé quién es… pero yo no hablo con todas, no
quiero contaminarme.
- ¿Contaminarte?
- Es que mi espíritu necesita restablecerse,
entonces tengo que hablar cuando el instinto me dice, con quién me dice.
Le dije que
entendía y despacio, empecé a acercarme a la puerta de la sala, caminando hacia
atrás pero sin dejar de sonreírle. Le dije que estés bien y me di vuelta.
Entonces, la escuché.
- Zapatos rojos.
- ¿Cómo?- Ella volvió a guiñar y señaló el piso.
- ¿Te gustan?
Eran rojos, delicados, con una flor de terciopelo
en la punta, contrastaban perfectamente con la oscuridad del piso.
- Zapatos rojos.
- Hermosos.
- ¿¡Viste!? Me los regaló mi papá para los
domingos.
Y no sé por qué, pero le dije otra vez que eran
lindos y me di vuelta.
Mamá hablaba de la
tía Amelia, cómo se habían peleado por un viaje a San Nicolás y del tío Nito,
que no le había prestado plata a la tía Marta, que andaba más pobre que nunca.
Prendí un cigarrillo. Pensaba si el bollo de papel mojado había sido suficiente
o si, tal vez, había pisado caca. Me dio vergüenza fijarme.
Cuando salimos de
la sala con mamá, escuché: zapatos rojos. Y desde el ascensor mientras
bajábamos pude ver a la chica rubia a través de las rejas, saludando con la
mano y sonriendo, como esas actrices de Hollywood.
Fotografía: Cecil Beaton.