Muñeca


        Marco se acomoda y desacomoda para que su boca recorra el pecho de ella, la panza de ella, el ombligo, el pubis. Cada tanto dice con ternura: “callate”. Cada tanto se queda quieto, porque siente que llegó alguien. Y si ese alguien es la madre de ella, mejor correr. Entre las columnas de la galería. Entre las calles del centro. Entre las chicas que caminan con sus madres y vestidos de invierno. Mejor esconderse en África.
      Cuando esto pasa, cuando él se queda quieto, ella apenas se mueve, lo suficiente para acariciarle la frente, jugar con el rulo que le cae hasta la nariz, besarlo donde el perro dejó una marca. No viene nadie, le dice. Nadie.
      Qué sentís, pregunta Marco. Ella sonríe. Se da cuenta que él se está moviendo más rápido. Siente una leve presión entre las piernas. Qué sentís, le pregunta. Ella le observa la cara tan roja como el pelo, la boca brillosa, la respiración entrecortada. Chocolate, responde. Chocolate, repite él y vuelve a esconderse con una sonrisa gorda, entre los pliegues de la jumper gris, los cigarrillos y una muñeca, que cierra los ojos cada vez le tocan un botón en la espalda.