Reptando

Reptando. Me atrapan. De manos y de pies. Son cables. Los mismos que antes eran herramientas solitarias. En este momento tienen vida. Tienen fuerza. Como serpientes avanzan sin lentitud ni delicadeza. Sin la belleza de un reptil. Mi ropa está desgajándose. 

Respiro fuerte. Siento que el horror subirá hasta mi cuello. La vida huirá en desgarro, inmóvil, con sorpresa y ridiculez. Se parece a la película de Stephen King, La Rebelión de las Máquinas. Pero son tan sólo los cables. Los artefactos siguen en su forma habitual. Es su voracidad la que me quema. No pueden mis manos. Sangran mis manos. Grito cuando la desesperación es más fuerte que la esperanza. Nadie escuchará. Las ventanas observan desde un piso 18. La calle es ausencia, en una hora donde el sueño o el televisor lo son todo. 

Tres. A esta altura no puedo sentirlas como cables. Las recibo como víboras delgadas. Pero sin embargo, jamás he visto una en la selva jujeña ni en la talada Misiones. Sí en documentales. En películas de aventura, terror, crímenes. En pensamientos que me invaden como visiones y en pesadillas que me hacen abrir los ojos con curiosidad. No sé qué representan. Las serpientes son símbolo de transformación. El mágico Uroboros, la serpiente mordiéndose la cola, el ciclo eterno. Aún así, no son serpientes sino cables comportándose como fieras. 

Una sube hasta mi cuello. Mis manos otra vez escupen sangre. Mi respiración se traba, el horror crece. Soy ateo, pero pido a la belleza que quizá esconde un Creador por salvación. Por valentía. Por luchar en justa ley. No se destruye, como los monstruos de la canción de Silvio Rodríguez. Persisten para demostrarme que a pesar de todo no son animales sino cables. De ficha usb y terminación según la utilidad. 

Mis ojos se cierran por impulso. La tos casi perceptible conquista el departamento. Serán segundos para conocer el enigma que espera más allá del presente. Entonces el aire, vasto, limpio. La presión terminó. Al igual que el enrosque pegado a mi cuerpo. Los cables se retiran con rapidez. El timbre suena, es la canción que elegí y mis amigos se ríen de ella. Una suerte de sampler, una música breve pero suficiente para recordarme El Flautista de Hamelin, en una versión entre oriental y electrónica. 

Los veo correr y regresar al cajón de siempre. Aquel marrón antiguo digno de un estreno de James Wan. Pronto a desaparecer. Junto a cualquier cable. Cualquier pc, notebook, televisor, celular. Contemplo mi biblioteca, ansiosa por despertar a Historia y Literatura, Arte y Magia Blanca. 

Más tarde, el círculo que contiene a la marmita y a mí, el ritual que empezará cuando vea arder los cables y las serpientes de mis visiones.   


"La literatura es siempre una exploración a la verdad", Kafka. 


La grúa

Amarilla. Imponente. Con brazo largo, donde un gancho espera por la dificultad de un nuevo reto. El Rafa sabe maniobrar. Es veloz y preciso. Sea el peso que sea. A pesar del cansancio, de la vista que lentamente se consume, sin que él quiera admitirlo. Aunque la nieve atraviese la ruta y la luna no se muestre. Las poleas son fieles al Rafa. Que disfruta cuando un requerimiento nocturno, temido por cualquiera de sus compañeros. 

El viaje es largo, la ruta angosta y ondulante.  Desconocida en su rutina. Por momentos congelada. Se sacude entre el polvo y el peligro. Tal vez fantasmas intentan el horror. La grúa se mueve perezosa. Temerosa de cada piedra. El muñeco perro cuelga del espejo bailando frenéticamente. 

La calefacción no funciona y la campera gris está gritando. El vaso con vodka intenta el alivio.  Aún así, los borcegos verdes sostienen el calor, la funda del asiento de tela gruesa, con lunares azules y rojos. Las calcomanías en el vidrio delantero dicen los nombres de sus sobrinos, Ismael, David y Daniel. Uno pequeño del Pato Donald, quizá para recordarle el casino virtual; cuyo slogan, un patito; lo dejó sin mujer ni hogar. 

Faltan pocos kilómetros. Faltan pocos metros. Ve la banquina quebrada por el choque. Baja. Camina. Inspecciona los alrededores sin hallar nada. Abre los ojos como globos a punto de estallar. Algo brilla a lo lejos, un potente violeta parpadeante. La aridez blanca del espacio arremete. Lo lejano y singular, provoca el trote hacia la luz.

Es una caja, del tamaño de un juego de mesa. Ha dejado de alumbrar. Parece un regalo, envuelto en papel plateado y un moño del mismo color. Todavía no la toca. Las manos esperan por los minutos que fracturarán el miedo. Vuelve el violeta a brillar. Quizá es momento, dice con voz temblorosa. El moño será lo más fácil. A la caja se dirige. 

Regresa el plateado opaco. Al contacto de las yemas y las cintas, se quema. El ardor exagera cubriéndole cada poro. Se tira en la nieve. Acostado da vueltas, como lo hacía de nene en la arena. Siente alivio. Se levanta. Las piernas buscan la venganza y la resolución. Recuerda los guantes. No son su talle pero servirán. Un ser humano es cetro y espada frente a una caja. 

Nervios que le comen las tripas. Castañea los dientes al igual que cuando duerme. Saca la tapa. Salta hacia atrás. Aunque podría tratarse de una broma. Sin embargo, esa posibilidad se quiebra rápidamente. Observa tapándose la nariz. El humo asciende hasta perderse tan arriba que no puede seguirlo. Putrefacto y extrañamente sólido, dibuja una columna perfecta, propia de un templo macabro. Va más allá del horror. Dentro de la caja hay una dentadura solitaria.  Con sutileza la agarra. Se da cuenta que está desgajándole los guantes. Ya no le importa. Si es de plástico o de hueso. Si es tinta roja o sangre. Pero se da cuenta: no es plástico ni tinta. Cuatro colmillos grandes como dioses griegos. La dentadura es del mismo color que sus dientes. Cerrada, ya no pulveriza la tela de los guantes. Se abre. Él no cae. No la tira, no se aleja. Se ríe. Infantil y fuerte. El Rafa es curioso. Y, vitalmente, al Rafa ya nada le importa. La lleva a su boca. Los dientes filosos se integran, moliéndole los propios. Toca su panza. El hambre comienza a instalarse. 


Fotografía de Ansel Adams. 



Hombre Picor

Podrán pensar que su poder es inútil. El superhéroe cuya arma es el picor. Breve. Pero lo justo para un ataque efectivo. Picor en los testículos o la vagina. Tan intenso que el villano pierde consciencia y movimiento, es la frenética necesidad de rascarse. Y el Hombre-Picor rescata al empleado de la tienda, a la dama, al anciano, al perro. Podrán reírse de su atuendo ajustado. Color piel. Cuello de media polera. Una P gigantesca y negra en el pecho. Botas más allá de las rodillas, negras y peludas. Durante el día, al igual que Superman, es periodista. Pero no lleva anteojos. Sin embargo, cuando la justicia lo reclama y deja de ser Alan para transformarse en Hombre-Picor, nadie puede reconocerlo. Tal vez se trate de un poder oculto. Nadie lo sabe. 

La noche se come a Buenos Aires. 

Alan escucha la música de un Dj novato, que sin embargo, pincha con dos vinilos y un mizer. Estalla en dedos como tentáculos. Desde hace media hora, el joven transpira con la velocidad de un estornudo. Sus gestos son extraños, incómodos. No observa más allá de sus bandejas, perillas, botones. Alan siente, baila. Es la música sideral, elegante, capaz de traer imágenes, una serpiente con alas, el pico de una montaña embriagado de nieve, David Bowie en Marte, un Pac-Pan amante de la música clásica, la llegada a Lalaland y el despertar de Marilyn Monroe, entre tantas. Son ojos cerrados y células voraces por más, un estallido, un agujero negro comiéndose las luces, el boliche, la mente. 

Alan percibe. A pesar de la distancia. Ese joven esconde algo. No puede aún identificar qué, pero su sentido innato justiciero lo obliga a acercarse. Así lo hace. Sigiloso entre el público. Pasaron cuarenta minutos. La gestualidad del Dj empeora, como el lenguaje de su cuerpo. Sin embargo, su obra sigue latiendo con el mismo talento que antes. Cada vez Alan está más cerca. Tanto que el Dj lo mira de frente, con ojos de drama. Son pocos escalones. Suficientes las palabras. ¿Cómo te ayudo? El joven con voz histérica le dice: me estoy cagando. 

Alan sabe que el baño debe estar abarrotado. Entonces el vip, un sillón gigantesco apoyado en la nada. Donde dos hombres asienten con la cabeza y mueven las manos formando círculos. Se escabulle para entrar, se escabulle para su transformación, detrás del sofá. 

Hombre-Picor a la acción. No será fácil. Causará su propio dolor, pero el joven Dj lo vale. Cinco, diez, quince minutos. La agonía se vuelve más fuerte. Siente sus piernas quemar, en una hoguera que va atravesando cada músculo hasta la cabeza. Y cuando ya el dolor parece consumirlo, la liberación, el super poder expansivo, como un Júpiter benéfico, cada mujer, cada hombre, comienza a rascarse, a doblarse, a aullar. Pero esta vez no será por poco tiempo, sino el necesario para que el joven pueda escapar. Tal vez un set completo. El super poder ahora parece ajeno a Hombre-Picor, pues sigue su propio crecimiento y cauce. Cuando termine, el boliche quedará vacío e inexplicable. El joven Dj será victorioso, en su huida y en su baño. 


Juan y los dedos

El humo espeso en el patio. Adentro, el ruido de combinaciones. Algún que otro ganador. La promesa de un auto o miles de pesos. Vasos llenándose o agotándose. Filas en las cajas. Vestimentas con brillo. Pequeñas carteras. Camisas elegantes. Promociones en cenas. Un show que comenzará en pocas horas. A nadie le importa. Tres pisos que alojan cientos de tragamonedas. Y otros juegos reservados a unos pocos. Día y noche dan lo mismo. Los relojes enloquecen a la par de cada jugador. Aunque se llaman Tragamonedas, los concurrentes del casino intentan. 

Magios, como se hace llamar, tanto en los casino virtuales como en los casino reales, tiene suerte. En uno y otro espacio. Le gusta hablar con simpatía y encanto, además de algunas expresiones del inglés. Siente que le da estilo, una peculiaridad que sólo los que tienen apellido añejo pueden llevar. Juan siempre es el divo de cualquier casino. Juan es famoso, con numerosos seguidores que lo adulan. 

En este escenario real, camina con una copa en la mano y un anillo que brilla como la estrella de Belén. Su paso es lento y solemne. Sonríe a todo lo que se mueve, incluso a lo inanimado. Saluda apenas. Explica a los novatos de qué va. También la recomendación del casino virtual donde es un líder popular, de avatar pictórico, aunque no sabe el nombre ni el autor de la pintura elegida.

Le invade el aburrimiento. Luego, la ansiedad. Se sienta en la misma máquina tragamonedas de siempre. Aquellas que respetan la antigua estética, los siete, los bar, bar, bar. El ticket de $2000 pesos en el lector. La magia del crédito en la pantalla. Ya van cincuenta tiros sin suerte. La sorpresa se une a la bronca. Pero en el próximo tiro: siete, siete, siete en la línea de pago. Ya no existen monedas, aún así permanecen las cuencas metálicas donde tiempo atrás caían las ganancias. Juan gana. Siente que algo cae. Un sonido extraño, como débiles aplausos. Al mirar, son dedos. Que van llenando todo, que van rebalsando. Mientras la gente mira. Lejana y con asco. Juan no entiende, a Juan le da vergüenza. Y tal vez creeríamos que no jugará más. Pero lo cierto es que no volverá a pisar un casino real. Siempre será la estrella de los casinos virtuales. 




Casas VIII y XII

Se hunde en el colchón. Ni siquiera es el refinamiento de seguir a un conejo o pasar a través de un espejo. Un colchón, de una plaza. Hasta ayer una cama tibia, preparada para alojar Quetiapina. Sin sueños ni interrupciones. Diferente ahora, decidió no tomar su medicación. El mundo, casi inerte, que su psiquiatra propone no lo elije esta noche. El colchón la atrapa en pocos segundos, la traga como una boca blanda y sin dientes.  

Es un escenario indefinido, nebuloso. Avanza sin miedo. 

Son lechuzas. Suena Rhiannon, de Fleetwood Mac y la voz de Judy Garlad preguntando por el Mago de Oz. Ve una mujer. Es ella misma, con un vestido azul, austero y largo. Está dentro de un círculo. Seres como sombras no pueden entrar en él. Lleva una vara para reforzar el círculo, mientras el caldero arroja humo violeta que asciende hacia las copas de los árboles. Las hojas cambian su marrón por dorado, el oro de los alquimistas. Se da cuenta al verse que está libre de sentimientos, imágenes, voces que sabe: no son propias. Aquellas que la atormentan en vigilia; cuando la intimidad de un otro o un grupo o una multitud la alcanza. Su equipo terapéutico no le cree. Sin embargo, la Astrología supo explicar, por sus planetas en las Casas VIII y XII, los dioses en sus moradas de magia y de Karma. Pequeñas lagartijas de fuego la envuelven, convirtiendo su vestido azul en rojo. No es su reflejo, en este momento es ella misma, protegida por su círculo. Al ardor de la marmita. Se agacha, besa la tierra. Susurra algo a la piel de la prosperidad. Mira al cielo, se lleva las manos al pecho. 

Se acercan hombres. Aún están lejos pero puede oírlos. Sabe. Son aquellos que llevan togas blancas y capas negras. El pelo corto. Pesados rosarios que apenas se mueven. Manos que apresan aquello que desconocen, temen y por lo tanto, lo exterminan. Ella es la misma de siempre, comprende que no ha cambiado en siglos. Las confusiones en su identidad son la maldición de una intuición añeja, que ha crecido para finalmente bendecirla, a pesar de cualquier desgarro. Ve hasta cuándo será compañera de la humanidad. Sabio su organismo, sin desesperación espera la ceniza. Los hombres que construyeron el templo son los mismos que encienden la hoguera, que buscan agua, madera y acero para torturar. Los perdona. Quizá como la luna nueva que observa sin ser vista. 

No fue un conejo blanco o un espejo. Tampoco un sueño. Sólo un colchón de una plaza. Que la devuelve a la noche. Los ojos húmedos en la Carta La Luna, de su Tarot Marsellés. La intuición a veces maldice, pero a veces recuerda, bendice, como el oro de los alquimistas. 



7

7 es uno de los números que más se repite, al menos así lo recibí. En la Torá, los cuatro evangelios y el Apocalipsis. Al igual que el 40. No sé si es cierto pero una vez me dijeron que 7 en hebreo significa juramento. No sé hebreo, no tengo la certeza, sin embargo lo creo. 

En Tarot la Carta VII es el Carro, el mago triunfador, que avanza en talento y progreso, efecto de la causa que sembró: seguir a Dios y el camino de la virtud. 

7 son los planetas que observaban los antiguos, parándose en la Tierra, tomando el Sol y la Luna también como planetas. Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Saturno, Júpiter. En Astrología, a grandes rasgos, son: la identidad, el inconsciente, la mente concreta, la forma de amor, la manera de conquista, la estructura y la expansión de la consciencia. 

Al 7 se lo conoce, según algunos autores, como la unión del cuerpo y el alma. 

Un cuadrado, representante de la materia, y un triángulo, el espíritu. Dos figuras que convocan siete puntos. Y tanto más que no sé.

No diré que veo el 7 en todos lados, no es una madeja instalada en mi mente. 

Despido a un amigo del aeropuerto, gente de bullicio constante y fuerte, sonrisas gordas, valijas como gnomos, respetuosos mochileros. Al irme saludo a su avión. Siempre saludo los aviones que cruzan el cielo, me pregunto hacia dónde se dirigen. 

Camino por la avenida Corrientes, que siempre late en sus librerías, pizzerías, teatros. Cada tanto, observo a Marte, como una estrella roja arrojada en la noche o la Luna, a veces, grandota y brillante, inspiración de trovadores. 

Me detengo. Quizá como Don Juan enseñaba a Castaneda. Detenerse donde la energía se percibe nutricia. Extraño pues se trata de una parada de colectivo. Del 40 y el 7. Nunca había pensado en un transporte número 7. Nunca había pensado en números de transportes, salvo en los que tomo a diario. 

Veo la proximidad de su cartel. Número negro y cuerpo azul. La curiosidad en mí como algo pegajoso y envolvente. Subo. Está desierto como una calle en navidad. El conductor con su música voraz. Necesaria para un destino que desconozco. Se trata de Pink Floyd. Una de las canciones más famosas: Shine on your crazy diamond. Por ahora, calles familiares. 

Sube un pasajero. Un joven albino, de camisa y pantalón verde. Más tarde, una mujer, que disimula con un vestido negro, una pierna peculiar. Al observarla más de cerca me doy cuenta que esconde madera y unas medias de red rojas. En la próxima parada, una pareja. Ancianos con remera blanca. Veo sus espaldas. En la de él dice: sólo el amor permanece. En la ella, sólo el cambio permanece. Más tarde, un nene. Lleva micrófono y un pequeño parlante. Se para en el medio y comienza a rapear, pide a cada uno una palabra. Su nueva canción incluye todas. Aplaudimos con fuerza y alegría. 

La ventanilla da cuenta de un túnel. En sus paredes, dibujos. Las tortugas ninjas meditando, mientras el maestro lee un libro. No identifico demasiado, creo que es Cumbres Borrascosas. Se termina el túnel. 

El paisaje es insólito. Mi reloj habla de quince minutos de viaje. Es el campo, que recibe el calor y el fulgor del Sol. Vacas comiendo, vacas descansando. Caballos negros. Cada vez más numerosos. 

Montañas ahora. Altas, enseñando sobre el aquietamiento, al igual que el I Ching, la quietud necesaria para después la acción precisa. Duran lo suficiente las montañas para que no entienda, no crea lo que veo. Sé que no es un sueño. Recuerdo cada escalón que me ha llevado hasta acá. 

La selva que siento casi tocar, la ruta angosta, un precipicio nos amenaza. Sin embargo nadie demuestra miedo, pues se trata de un pulmón bondadoso, dador de oxígeno y de infinita belleza. Árboles trepando por la luz. Abro la ventanilla. Olores y sonidos vírgenes. Entiendo, la magia se encuentra donde la Madre Tierra conserva su piel. No quiero que termine. 

Y entonces el mar. Misterioso y penetrante. Alfonsina Storni eligió su grandeza. Destinatario de intenciones. Neptuno escondido en sus entrañas. Estamos moviéndonos sobre la orilla. Olas que nacen, para volverse gigantes que después se quebrarán en espuma. Mi remera está húmeda. 

Pronto se secará pues atravesamos un desierto. Dunas inmóviles hasta que una tormenta les devuelve la vida. Dos serpientes. Imagino la gracia de vivir aferrado a la arena. Increíblemente les crecen alas. Dioses, serpientes emplumadas. Alzando vuelo. Alejándose de la intimidad de las dunas. En órbita que nunca sabré. 

La apuesta es aún mayor. Mis huesos tiemblan. Planetas, satélites, asteroides, estrellas, brazos que se mueven alrededor de un agujero negro. La Vía Láctea. Soy nada. Una mente dominante que me fractura el presente. Tan insignificante. Plagado de preocupaciones, que a fin de cuentas, no importan. Cualquiera de estos asteroides podría impactar en la Tierra. La era de los humanos se extinguiría al igual que la cumbre de los dinosaurios. Soy nada. “Polvo de estrellas”, como decía Carl Sagan. Pero al seguir en mi sorpresa, con los ojos bien abierto y el pecho abierto a la gracia, también digo: soy todo. Un microcosmos con la potencia y las cualidades de lo macro. “Como es arriba es abajo”, una de las máximas del Kybalion. Lo que he conocido en mi planeta, en el incognoscible universo, habita en mí. En cada uno. El agujero negro está más cerca. Nada puede traspasarlo. Se sacude el colectivo, se apagan las pocas luces. No hay miedo sino valentía. Estamos entrando en la inseguridad profunda. Tal vez la muerte. No sabemos. 

Pasamos el túnel. Es Cumbres Borrascosas el libro que lee el Maestro de las Tortugas Ninja. 

Las mismas calles conocidas. 

Avenida Corrientes. 

Bajamos del colectivo 7. Sonreímos. Quizá nunca nos veremos otra vez. La pareja de ancianos, el amor y el cambio que sólo permanecen, se alejan hasta volverse una pequeña estrella blanca de siete puntas. Así la veo. 



Menta

Estoy dejando de fumar. Hay días que como diez manzanas verdes, así me lo recomendó un taxista. Los parches serían posibles si mi sueldo no fuese como el de la mayoría de los argentinos. Hay pastillas que tampoco puedo comprar. Por lo tanto, abuso de manzanas, botellitas de agua y caramelos masticables. Últimamente más caramelos masticables y agua. 

En la oficina, cuento los minutos que antes eran de invierno y soledad, o mejor dicho, de compañía junto a mi cigarro. Pero ahora los cuento, por un sorbo o un caramelo. Tengo frutilla, naranja, manzana, ananá, limón. Los que más me gustan son los de menta. Los abro con la velocidad de un escorpión a punto de hundir el aguijón en su presa. A veces en mi desesperación ni siquiera arranco todo el envoltorio. Lo llevo a mi boca y lo saboreo largo rato, hasta que que no soporto tanta espera y lo muerdo hasta deshacerlo. 

Es mi horario. Bajo. El ascensor, como siempre, atestado de oficinistas, algunos en disponibilidad lo que significa que fueron echados de la dirección que los empleaba, ahora navegan de sector en sector; de la misma manera que lo estuve yo. El Estado es letal, para quien tiene sensibilidad y el sueño de cambiar el mundo. Así lo aprendí. Ascensor que parece bajar a la velocidad de un borracho intentando caminar. Un perfume pesado lo llena todo, quizá el de la secretaria cuyo escote nos mira. Una mujer de talla gruesa y anteojos rojos mira el piso, quizá espera que se abra y un agujero de gusano le convide su misterio. Nos saludamos con el Flaco, eramos compañeros en Prensa, fue el único del sindicato que luchó para que no termine en RRHH, tiempo después dejó su cargo de militancia. El Flaco me enseñó sobre la Guerra Civil Española, o mejor dicho, los héroes que defendieron la República frente al fascismo de Franco. No conozco al resto, tampoco me interesa. Las caras en el Ministerio aparecen y desaparecen. Sólo siento el poco espacio y las ganas de mi caramelo de menta. 

El hall otra vez parece eterno, para quien intenta dejar de fumar. Y es tan sólo un caramelo. Que no disfrutaré en la oficina, entre chismes y teclados, fondos de pantallas con lugares a donde todos quieren ir, pero ninguno se anima. Necesito respirar. Salir a la superficie. A pesar de más personas, de bocinas, autos estancados en Av. Alem., publicidades en camino de crear nuevas necesidades. Es mi superficie. Mi caramelo de envoltura verde, como un tesoro que Zeus me otorga. Esta vez lo abro lentamente, no me importa tardar más en subir a trabajar. Siento el sabor envolvente de la menta. Lo hago moverse en mi lengua, en los costados para que mis cachetes se inflen. Juego con mis dientes. Baja el sabor. Fresco y adictivo. Pero no tengo paciencia. Clavo las paletas. Y no se desmenuza. Sigo saboreando. Será un caramelo vencido. Mejor lo escupo. Se pega en mi paladar. Me ha pasado antes. Es cuestión de sacarlo con un dedo. Dos dedos. Tres en la desesperación y el dolor. No sale. No cae. Parece una piedra. Intento con la lapicera. Estoy lastimándome. El caramelo está fijo en mi paladar. No sé si gritar, no sé si buscar arriba una tijera. Tal vez sea mejor. Corro con la velocidad de Speedy González. No existe ascensor, ni saludos, ni falta de aire por diez pisos. Y no existe tijera en mi escritorio. Deambulo, disimuladamente, en mi búsqueda. Un compañero, trepador e indeseable, se transforma en  mi salvador. Soy cuidadoso con el filo. Sin suerte ni alivio. Mis uñas siguen tratando de desgajar el caramelo. No puedo. Y la menta se vuelve cada vez más fuerte. 




Whisky

No cambia. No termina. Es una foto tonta y maldita. Un gesto de publicidad. El cartel de un banco, una tarjeta de crédito, un all-inclusive. La pasta dental que promete los dientes más blancos del sistema solar. Su sonrisa permanece desde hace horas. No es resultado de una cirugía plástica. De un remedio con efectos adversos. Las cirugías son del año pasado. Remedios no toma. Ser relaciones públicas implica muchas horas. Y justamente, muchas sonrisas. Estar despierta y ágil. Dar palmadas o abrazos o tocar con estrategia alguna parte del cuerpo que sea capaz de rendirse. No tiene oratoria brillante ni modos verdaderamente refinados. Sin embargo, sabe qué decir. Una oración que siempre comienza con el nombre y sigue con un conocido, una anécdota, un halago, la insistencia de un lugar reservado para unos pocos con privilegio. Cada noche es la misma. Sólo el vestuario cambia. Está prohibido repetirse. 

Ahora es el pánico. La sonrisa permanente. Se mira en el espejo una y otra vez. No quiere saber del celular, del Twiter, del Facebook, del Instagram, del Telegram. Tampoco del marido. El tesoro que le faltaba para un apellido lujoso y ascendente. Al igual que una secretaria intentando con un escote la promesa de un jefe misterioso. 

No le parece la misma sonrisa de siempre. Aquella de las fotos con el grito de whisky. Las instantáneas son muchas, sin embargo la palabra whisky no le gusta. Ahora cree que es vulgar, así lo dice su marido. Pero es divertido y algunos lo eligen. Sabe posar. El perfil favorable para la cámara y las luces. Es la anfitriona alegre, feliz porque la vida es fiesta, porque todo es perfecto en un mundo maravilloso. Donde la gente baila con estilo y moda. Las billeteras abultadas, que se gastarán en una noche y volverán a colmarse mañana. Para copas, para pastillas con dibujos que demandan estructuras sólidas, materiales y exitosas. Como se tiene que ser en el sistema capitalista. Ella quizá lo sabe o lo niega. O juega a su favor sin consciencia. Nadie lo sabrá nunca. Como tampoco su sonrisa será resultado de abrazar un árbol, de encontrar a Marte brillando en el cielo, de una pluma en la vereda, una pequeña planta luchando por crecer en el cemento. La cordura de la sonrisa fija y nocturna no se lo permite. Y ahora tal vez seguirá por años sonriendo. Porque el mundo es maravilloso. 



Inteligencia

Era una lámpara común. Inteligente le llaman. Con un control remoto, cuyo botón permite no salir de la cama para apagar la luz. Inteligente como una calle abarrotada de negocios y torres sin alma ni peculiaridad. La lámpara de la habitación es parte del alquiler, intenta hacerme creer que estoy en mi casa. Fellini, el director italiano, en la película Amarcord fue claro: “…mi abuelo era albañil, mi padre fue albañil, y albañil también soy yo; pero mi casa, ¿dónde está?..”. No soy albañil, tampoco accionista de una multinacional. 

Llego de mi jornada con el cansancio de un zombie hambriento desde hace años. La cama refugia y prepara para las revelaciones que el sueño ofrece. La lámpara y su control me vuelven vago como un débil Saturno astrológico, el sabio anciano, que pierde la disciplina y el orden. 

Aprieto el botón. La luz sigue encendida. Las paredes son otras. La imagen de cada una me hacen creer o me hacen estar en la superficie de la Luna. No soy astrónomo ni astrólogo, pero amo a Carl Sagan y su Cosmos. Algo he aprendido. Mis mejores sueños han sido en planetas. Donde me siento en un delirio de belleza y respeto por el Creador. 

Estoy en la Luna, despierto y consciente. Sus cráteres me observan, la superficie gris que han pisado pocos hombres. Brechas y cuencas misteriosas. Luna bondadosa en su gesto de mostrarse a todos. Pero yo estoy más cerca que cualquier ser humano en este momento. Mi Luna en Sagitario, revelada por mi Carta Natal, se expande y sostiene que la flecha debe apuntar al firmamento. 

Cambian las paredes. Mercurio, pequeño. El más cercano al sol. Estoy en su lado iluminado. Recibo también cráteres, dibujados en vastedad y armonía. Algunos con más intensidad que la superficie lunar. Su cuenca, llamada Caloris, provoca vértigo. Mercurio era Hermes para los griegos, dios de la comunicación, el intercambio, veloz e inteligente, protector de comerciantes y bandidos, aquel que a veces cumplía las encomiendas más difíciles que los dioses querían. 

Rápidamente, ahora, me doy cuenta: estoy en Venus ardiendo. Llamas y montañas. Volcanes y lava antigua. Nada puede impactar en la sequedad y el calor de este planeta. Aún así, me resulta bello. Siento pasión en cada una de sus llamas. 

En la Tierra sólo se me muestran selvas, desiertos y agua. La vida nació acuática. La Tierra respira a la distancia justa del Sol, con su satélite vital, en un brazo, de tantos, de la Vía Láctea. Giramos, se especula, alrededor de un agujero negro. Somos un enigma que nadie puede resolver, pero, para quienes creemos, es custodiado por el Ojo de la Providencia, el Ojo de Dios que todo lo ve. 

Rojo marciano. Una tormenta impide respirar. No veo con claridad durante unos minutos. Es un desierto. Profundo y movedizo. Veo rocas, grietas. Soy Aries. Marte es mi planeta. La conquista y el avance, como el viento solitario y poderoso. Digno de un guerrero. 

En un instante el escenario es completamente diferente. Los planetas rocosos se han ido, es el momento de algo indefinible. El mayor, el benéfico. Júpiter, de helio e hidrógeno. Nubes. Mayor que la Tierra, tal vez once veces. La magia de la lámpara inteligente impide que muera aplastado en la piel de Zeus, otro de sus nombres, al menos para los griegos. Es original con su gigantesca mancha roja. Soy dirigido hasta una aurora. La reconozco sin haber visto jamás una en mi propio hogar. Satélites por doquier, me detengo en la magnética Europa. Completamente de hielo. Es probable que sus aguas oculten vida. 

Me enfrento a Saturno, que me contradice para afirmar que no ha perdido orden, así lo demuestra la armonía de sus anillos. Inconmensurables en comparación a los de Júpiter, conformados por agua gélida. Son cuatro los cuerpos celestes con anillos: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Saturno, descubierto por Galileo Galilei. Custodiado por una gran cantidad de satélites. 

Cielo profundo, abismal. Llego a Urano. Pincelado por verde y azul que se combinan en una paleta simétrica, los colores se desgastan hasta una peculiar unión. Excéntrico, tanto en Astronomía como en Astrología. Con su eje inclinado parece viajar casi acostado. Para el lenguaje de los astros, se lo conoce esencialmente como el gran revolucionario, la mente abstracta, el genio en soledad. 

Gas y vientos enérgicos. Siento estar parado sobre nubes tan veloces que pierdo la estabilidad. Se trata de Neptuno. Tan lejos del Sol, tan poco brillo que sin embargo no le quita misterio ni particular fulgor. Quizá por la sutilidad de sus anillos. Una tormenta más. Piel, si podría decir, de gas. Hielo. Lo veo azulado. Quizá por su nombre, Neptuno, Poseidón, el dios griego de las aguas. 

Plutón, el último astro. No se considera en la actualidad un planeta. Es pequeño, al igual que sus pocos satélites. Planeta enano. Pero el más poderoso en la Astrología, dios que lleva a la profundidad, el reto desgarrador y luego la transformación, si se elige, para regresar a la superficie con la perla. No comprendo su color, me cuesta identificarlo. Gris, plateado, no lo sé. Simplemente, no sé. A esta altura vivo en un lsd constante. No hay miedo sino fascinación. 

Quiero seguir. Pero la lámpara no lo permite o considera que es suficiente. Aprieto el botón una y otra vez. Pero las mismas paredes blancas, el escritorio, la cama, el placard. Inquieto me pregunto si volveré. 

Celebro, la lámpara verdaderamente es inteligente. 








El Nono dice rain

Una vez que le hablo en el chat. Lo menciono y el mensaje es visto por los treinta jugadores. Los dados del casino virtual están vaciando billeteras y diversiones. En mí puedo sentir aburrimiento. Un aburrirse que me convierte en un robot, haciendo clic constantemente. Pero llevo mi estrategia. Sé cuándo subir o bajar la apuesta. Cuento los dados. Hablo lo necesario en el chat para recibir una lluvia de fichas o monedas virtuales. Se le llama rain. A veces son grandes o son una miseria. Como las posibilidades que tengo de ganar con mi crédito. Pero le hablo. Sólo una vez. Y su rain es gigantesco. Tanto que puedo sacar y convertir en dinero la generosidad de quien se hace llamar El Nono. No lo había visto antes. En su perfil, el avatar es Mahatma Gandhi pinchando una bandeja. Es decir, es un Dj. Con zoom puedo darme cuenta de una inscripción, arriba dice: quiero ver esa puta paz en el aire. Me cuesta imaginar cómo será El Nono. Su edad, nacionalidad, su cara. El ser humano detrás de la pantalla. El tono de su voz, la velocidad de sus manos. El hogar que construye, la tradición y transmisión que carga. El estado psíquico en el que se encuentra. O la locura que configura una bondad inesperada. Me doy cuenta que es para mí y para todos. El chat anuncia cada vez que un jugador regala a otro fichas o bitcoins o litcoins o las diferentes monedas que el juego permite. Todos le hablamos. Todos recibimos. El Nono no para de brindarnos la oportunidad de seguir jugando a los dados, los tragamonedas, la ruleta. Y cada vez que le escribimos su bondad es firme y decidida. El Nono dice rain. Rain. Rain. Rain. Canto con Fatboy Slim. Ahora dice: “Fat Boy Slim está cogiendo en el cielo”. Yo me siento coger con los dados. No estoy ganando. Pero El Nono ayuda constantemente. Hasta que la pantalla se vuelve amarilla. Nada más que amarillo. Pienso si será mi pc. O el destino que reclama dejar las apuestas, las charlas de nada, el inglés forzado. Entonces el chat se abre y el mismo reclamo compartido. Solamente el chat. Estamos en amarillo. El Nono desapareció. La pantalla empieza a quebrarse. Siento a mi costado el sonido de cachetadas. Un anciano de toga negra. Aspecto de la bruja que ofreció la manzana a Blancanieves. Un holograma asentado a mi izquierda, tal vez tres metros de alto. Riéndose como un nene. Sacando la lengua. Abriendo las palmas y mostrando monedas. Que tira sobre mí. Golpean. No puedo moverme. El Nono dice rain. Rain. Rain.  



Único

Es el primero. Quizá el único. Esperado durante toda la noche. Desde su entrada la fiesta fue otra. Vertiginosa y expectante. Lunática. En cámara lenta, cada vez que mi mirada correspondía con la suya. Una desconocida capaz de lograr que mi sangre galope. Una boca pequeña, precisa para la mía. Tal vez suave, como la imagino. Violeta, al igual que la capa del Hermitaño del Tarot Marsellés, color de transmutación. La que busco después de besarla. Aunque sea una idiota o la mujer de mi vida. Nunca anhelé tanto una boca como la de ella. El miedo en cada costado, los nervios carcomiendo mi autoestima. Pero siento fe en mi discurso. La capacidad de lograr aquello que me propongo. Tartamudeando o no. Con un nuevo tic. Con un hilo de baba impactando sobre mi barba. Me acerco. En pasos que darían gracia a un hombre en zancos. Despacio como una araña, observando con ocho ojos, la presa que en unos minutos será cena. La gente se parece a conos amarillos que debo sortear para llegar. Ahora se trata de su espalda. Sale. La pierdo. Donde el murmullo de los participantes pierde ritmo y fuerza. El balcón está desierto, será discreto al igual que Marte, la estrella roja arrojada al cielo. Planeta de avance, conquista. Impulso sexual. El mismo que me otorga la confianza para tocar su hombro. Y lo toco. El azul profundo que nos envuelve se volvió rojo. Así observo todo. Aunque me importa su cara solamente en este momento. O mejor dicho, sus labios. Sus pequeños dientes. La sonrisa que recibo como un revólver, el disparo que espero, el humo que será la estela del cometa que impacte sobre mis bosques. Que todo lo destruya con fuego y voracidad. No alcanzo a hablar. Sus manos se inyectan en mis cachetes. Ella es de Marte. Yo soy de Venus. Atraigo. Abro. Caigo en el abismo de la mujer que me arrasa. Lengua áspera. Extraña. Da círculos que me lastiman. Crece. Está creciendo. Apenas cabe en mí. Quema. La transformación le corresponde. Ventosas. Pequeños filos que me doy cuenta por el gusto, estoy tragando mi sangre. No se detiene. No hay tregüa. Bandera blanca para terminar con el beso que me destruye. No tengo retorno. Mi carne se desgaja. Eterno el beso y la agonía. 


Quisiera ser un pez

En Buenos Aires no existen cocodrilos en las alcantarillas, no existía absolutamente nada hasta hoy. Tan simple como levantar la tapa del inodoro. Miles de veces en nuestra vida. La misma agua estanca, apenas coloreada por la versión del retrete. El vacío preparado para lo que disponga el organismo. Pero no esta vez. Cuando la tapa asciende, el agua es el hogar de un pequeño ser. Un hombre con cola de pez. Sireno, creo que le llaman. Pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño. Pregunto su nombre, cómo llegó hasta acá. Responde pero no puedo entenderlo. Me acerco tanto como lo permite el espacio. Sin embargo, su voz, aguda y un tanto hiriente, no me otorga las respuestas que busco. Sé que tampoco podría hablar con un delfín, una ballena, una medusa; soy incapaz de descifrar el enigma del mar y sus criaturas. Se trata de sentir su canto, que me ofrenda como un tesoro oculto, dominado por Neptuno. Caudal y color de voz que hipnotizan cada célula, cada vacío. Si se trata de esto, si su aparición es el regalo de una divinidad que desconozco y me bendice con su canto; cuyo fulgor invade mis honduras. No creí que ésta belleza era posible, a pesar de los números de los antiguos, de los pentagramas de los virtuosos, de la modernidad y sus genios. Caigo. Le pregunto y responde. Sonríe y sonrío. Mis piernas han desaparecido para amanecer en escamas multicolores. Soy pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño. 


Desierto de arenas grises

No se trataba de las usuales con dibujos. Ni de una pastilla azul o roja. Era negra. Algunos dicen, el color del inconsciente. Sabía pero sin esperar el asombro o el maleficio. Tambores magnéticos. De a poco, tiempo sideral. Y de a poco, uno por uno desfilando. La mujer cuyas piernas son cáscara de huevo. La anciana ojos de madera quebrada. El hombre torcido. Ancianos tragando diarios. Torres pequeñas escupiendo sangre. Dioses pálidos, sin cetros. Guitarras que devoran hombres. Mamá apunta con su dedo. Igual que los televisores. Muros que intentan abrazar. Papá se caga encima. Una visión que atormentó a Dalí por años. Las cartas pierden sus reinas y sus reyes. Un espejo donde su reflejo es hembra y macho, cuernos, escamas, alas y falso trono. Seres con piernas de elefante y altura de peces. Pequeñas mujeres amarradas a cintas de baba. Siente miedo. Tres puertas quizá alejando del peligro. Elige la primera por el número 1, la unidad, lo Penetrante según el I Ching, el Mago en el Tarot. El escenario cambia. Un pasillo angosto colmado de oscuridad. Al tocar las paredes siente tentáculos, ventosas que intentan recibirlo. Otra puerta que abre a un desierto de arenas grises. Una tormenta que quiebra la vista y los huesos. Pero hay animales a lo lejos. Se acercan. Sirenas arrastrándose, que abren la boca con sus lenguas de serpiente. Criaturas sin cara. Piernas humanas que caminan solas. Igual que las manos gigantescas con platos que ofrecen cocaína. Se acerca a ellas. El plato elegido se vuelve más grande. Esnifa con fuerza y determinación. Freud lo observa y se ríe hasta desaparecer. Escucha música clásica. A un costado advierte a la banda, vestidos ceremonialmente, cubiertos de piezas de hielo, parados sobre un círculo elevado, sostenido por un pequeño iceberg. La música se detiene. Ahora solamente aullidos. Tragamonedas que vomitan dedos. Danzarines. Sonrientes. Al igual que los jueces cuyas togas son rosas. Los avaros mordiendo monedas de plomo. Jinetes montados en caballos invisibles. La ansiedad lo domina, la velocidad lo invade. Quiere regresar pero no sabe. No hay asombro ni maleficio. Es el horror latente en cada poro. Ya no quiere ver. Tambores magnéticos. Tiempo terrenal. El hombre lo observa con una sonrisa gorda. Limpia la transpiración de su frente. Él se incorpora. Vomita unos minutos. Registra el espacio, el mismo que antes lo contuvo en la apuesta de una búsqueda honda. Porque era negra. La píldora era negra. 




Ni siquiera él

No sabía al cortarse el dedo. La sangre brotaba con prisa y la intensidad de quien se asoma, valientemente, al agua. El médico tampoco al tratar de coser. Es una yema. Simplemente. Pero es una yema que no deja de sangrar. Y con sorpresa, por efecto, vaya a saber qué línea de destino, la sangre otorga a quien apenas la roza: envejecimiento. Instantáneo. La carne descubre su ardor acabado, huesos que deliran por cansancio. Como un Midas peculiar, Nicolás cargaba la maldición del cuidado extremo, alejamientos insólitos, miedos y horrores que ninguna oscuridad puede concebir. 




Medusa

Era parecida a una hija de Afrodita. Mis hermanas, diferentes. Un día Poseidón me encontró, no me creen, no me sedujo, me violó. En un templo limpio, de sabiduría y puertas limitadas al ritual. Fui castigada, sin entender por qué, nadie escuchó mis llagas. Parecida a una hija de Afrodita y ahora castigada. Desde entonces vivo en el destierro. Mi cabellera y su fulgor es un grupo de serpientes agresivas. Mis colmillos crecen en la guerra. Al igual que mi carácter, el humor que siento frente a cada hombre, intentando matarme. Una sola mirada es acertada, suficiente. El héroe se transforma en piedra. 

Vivo entre estatuas. Cada día recorro los rasgos, algunos son muy bellos, otros, rígidos. La inmovilidad de sus cuerpos yendo a la batalla. Quisiera escuchar sus aullidos mientras la mirada se les convertía en dureza, los brazos, el pecho, las piernas. La totalidad de su piel. Su desesperación. Con sus armas incapaces de embriagarse de mis ojos, sin sufrir. 

Esta oscuridad, la soledad de ser un monstruo, ninguna mujer se atreve a mi profundidad, jamás un ser humano se adentró en mi pasado. Susurran mis serpientes. En la imaginación vuelvo a ser quien era. Pero ahora y quizá, por cientos de años, soy la monstruosidad y la muerte. Tal vez será una bendición ser mi propia creación, completamente roca. O mi cabeza redimida, por fin, del odio, la fealdad, la competencia. Aunque sé: voy a intentar vivir, soy un animal y una mujer, a pesar de todo. 

Alguien entra. Mi intuición y mis sentidos enloquecen. Me doy cuenta: está ayudado por los dioses. Voy a resistir. Pero también me dejaré caer. Aun cuando jamás alguien lo sepa. Salvo mis serpientes y mis colmillos. Imitaré la lucha y él será vencedor. No elegí este destino, pero sí puedo elegir mi propia muerte. Y quizá yo, Medusa, sea la verdadera heroína, cuando mi cabeza ruede en libertad y silencio.   





No soy un robot

No soy un robot. Dice la pantalla. Tengo que apretar en un cuadrado pequeño para que una tilde verde aparezca. Y otra vez las imágenes a elegir: vehículos, puentes, rutas, señales de tránsito. A veces es una secuencia, a veces son varias. Luego hay una suerte de rectángulo verde donde se lee Claim Faucet, eso significa que el casino virtual te da fichas gratis. Depende el nivel, la cantidad de fichas. Nivel 27: muchas fichas. Mi nivel es 1. Por lo tanto, recibo aproximadamente 150 fichas por cada vez que hago este proceso. 

Hay cinco juegos. Probé los cinco. Pruebo los cinco. Y otra vez: No soy un robot. El mismo mecanismo de siempre. A veces me pregunto si hacer lo mismo, tantas veces, tantos días, si mis dedos desparramados en las teclas de la pc no estarán enfriándose, endureciéndose. No lo sé. Lo único que sé es que no puedo parar. Tal vez gane con la ruleta, con los tragamonedas, con los dados. Algunos ganan. No pierdo la esperanza. No pierdo la constancia. Semana tras semana. Mes tras mes. No soy un robot. 


Ahora mis manos tienen una percepción diferente, como si no sintiera lo que toco. A veces tiemblo demasiado. Pero persisto. No soy un robot. En el espejo mis gestos son diferentes, como si hubiesen desaparecido. Recibo el afuera de una manera peculiar, como si nada pudiese entrar en mí. Mi curiosidad no es la misma. Ya nada me asombra. 


No soy un robot. Cuesta caminar, mis piernas están frías. No tengo apetito. Sin embargo, aún tengo la energía para sentarme en la computadora, marcar el pequeño cuadrado, el rectángulo y obtener mis fichas. 


Mi pelo cae, sin ninguna explicación. Mi corazón late despacio, sin ninguna perspectiva médica. Es raro que frente a cualquier corte no pueda discurrir mi sangre. Porque sé: la sangre es vida. Humanidad. Pero no me preocupo. Los resultados de los análisis dieron perfecto. Será estrés, serán los nervios. Será la vida que transcurre mientras busco la certeza de que ganaré. 


Pero algo crece, no puedo dominarlo, está cubriendo mi piel, son placas de metal, una enfermedad extremadamente extraña, según los doctores. No existe cura. No existe alivio. No soy un robot. 


Mi cuerpo en su totalidad es habitado por las placas de metal. No puedo salir. No puedo caminar por las calles que antes me refugiaban. Somos yo y la computadora. Mi única ambrosía. El espacio que me libera del mundo y su miseria, pero también del mundo y su belleza. Apenas puedo teclear. El metal es duro, peligroso, cuya fealdad aleja a los más cercanos. Voy a ganar. No soy un robot.