Menta

Estoy dejando de fumar. Hay días que como diez manzanas verdes, así me lo recomendó un taxista. Los parches serían posibles si mi sueldo no fuese como el de la mayoría de los argentinos. Hay pastillas que tampoco puedo comprar. Por lo tanto, abuso de manzanas, botellitas de agua y caramelos masticables. Últimamente más caramelos masticables y agua. 

En la oficina, cuento los minutos que antes eran de invierno y soledad, o mejor dicho, de compañía junto a mi cigarro. Pero ahora los cuento, por un sorbo o un caramelo. Tengo frutilla, naranja, manzana, ananá, limón. Los que más me gustan son los de menta. Los abro con la velocidad de un escorpión a punto de hundir el aguijón en su presa. A veces en mi desesperación ni siquiera arranco todo el envoltorio. Lo llevo a mi boca y lo saboreo largo rato, hasta que que no soporto tanta espera y lo muerdo hasta deshacerlo. 

Es mi horario. Bajo. El ascensor, como siempre, atestado de oficinistas, algunos en disponibilidad lo que significa que fueron echados de la dirección que los empleaba, ahora navegan de sector en sector; de la misma manera que lo estuve yo. El Estado es letal, para quien tiene sensibilidad y el sueño de cambiar el mundo. Así lo aprendí. Ascensor que parece bajar a la velocidad de un borracho intentando caminar. Un perfume pesado lo llena todo, quizá el de la secretaria cuyo escote nos mira. Una mujer de talla gruesa y anteojos rojos mira el piso, quizá espera que se abra y un agujero de gusano le convide su misterio. Nos saludamos con el Flaco, eramos compañeros en Prensa, fue el único del sindicato que luchó para que no termine en RRHH, tiempo después dejó su cargo de militancia. El Flaco me enseñó sobre la Guerra Civil Española, o mejor dicho, los héroes que defendieron la República frente al fascismo de Franco. No conozco al resto, tampoco me interesa. Las caras en el Ministerio aparecen y desaparecen. Sólo siento el poco espacio y las ganas de mi caramelo de menta. 

El hall otra vez parece eterno, para quien intenta dejar de fumar. Y es tan sólo un caramelo. Que no disfrutaré en la oficina, entre chismes y teclados, fondos de pantallas con lugares a donde todos quieren ir, pero ninguno se anima. Necesito respirar. Salir a la superficie. A pesar de más personas, de bocinas, autos estancados en Av. Alem., publicidades en camino de crear nuevas necesidades. Es mi superficie. Mi caramelo de envoltura verde, como un tesoro que Zeus me otorga. Esta vez lo abro lentamente, no me importa tardar más en subir a trabajar. Siento el sabor envolvente de la menta. Lo hago moverse en mi lengua, en los costados para que mis cachetes se inflen. Juego con mis dientes. Baja el sabor. Fresco y adictivo. Pero no tengo paciencia. Clavo las paletas. Y no se desmenuza. Sigo saboreando. Será un caramelo vencido. Mejor lo escupo. Se pega en mi paladar. Me ha pasado antes. Es cuestión de sacarlo con un dedo. Dos dedos. Tres en la desesperación y el dolor. No sale. No cae. Parece una piedra. Intento con la lapicera. Estoy lastimándome. El caramelo está fijo en mi paladar. No sé si gritar, no sé si buscar arriba una tijera. Tal vez sea mejor. Corro con la velocidad de Speedy González. No existe ascensor, ni saludos, ni falta de aire por diez pisos. Y no existe tijera en mi escritorio. Deambulo, disimuladamente, en mi búsqueda. Un compañero, trepador e indeseable, se transforma en  mi salvador. Soy cuidadoso con el filo. Sin suerte ni alivio. Mis uñas siguen tratando de desgajar el caramelo. No puedo. Y la menta se vuelve cada vez más fuerte.