La dimensión del agua

El calor es húmedo. Los pájaros insistentes. Cada tanto un perro. Cada tanto un puente para cruzar el río, para seguir conociendo un territorio que por momentos parece virgen. Él se detiene. Señala el agua. A unos metros, una piedra roja. Gigante. Nos quedamos mirando porque está creciendo. Ya no es una piedra, es algo que se espesa y se vuelve más alto. Crece. Ese algo indefinido ahora es una cabeza. Una cabellera roja. Una espalda. Una mujer desnuda. Que camina sobre el agua. Lo abrazo. Corremos. Estamos cerca del hotel. Y es justamente en esa cercanía cuando otra vez, la piedra roja del río. Pero no es su cabellera lo que vemos, sino su cara, pálida, profundamente bella. Se agacha y camina en cuatro patas sobre al agua en dirección a nosotros. Trato de correr pero él me frena. Grito. Acaricio su cara y él no me mira. La mujer ya está casi sobre nosotros. Siento una puntada en mi cabeza, pierdo el equilibrio y caigo. Lo último que veo es su mano agarrando la mano de la mujer. Los dos me dan la espalda. Se hunden lentamente en el río.



Fotografía: Imogen Cunningham

Caperucita underground

Primero fueron tras las crías y las hembras. Después siguieron hasta hallar los antiguos territorios. Nadie quedó vivo, salvo los jefes que habíamos estado afuera, vigilando las regiones secretas. Cientos de lobos cayeron bajo sus armas de fuego, cientos por sus trampas de acero. Nuestros pellejos visten sus mujeres. Nuestras cabezas decoran sus casas. Nuestros dientes son recompensa. Ya no quedan vástagos de nuestra especie. En un año las poderosas manadas se volvieron un pálido recuerdo. Los pocos que sobrevivimos fuimos obligados al destierro, volviéndonos parásitos en tierras extrañas, áridas y habitadas sólo por cuervos. Pero de a poco, lentamente, comenzamos a agruparnos en páramos silenciosos, planeando. 

La niña no es tan pequeña. Es una humana de curvas profundas. La cubre una extraña capa roja, que marca su cola y sus pechos. Lleva una canasta. No debería recorrer el bosque sola. No debería hacerlo, considerando que su padre es uno de los mayores genocidas de mi pueblo.

Creí que sería más difícil acercarme. Pero ahí está, inocente, vulnerable, oliendo flores.  Ajena a las alimañas del bosque, a los murmullos oscuros que crecen cuando la tarde asoma. Quiero estar más cerca.

Su boca es grande, sus ojos oscuros. Le dije que tomaría el camino más largo y ella el más corto. Es increíble que confíe en mí. Que sea tan ingenua de contarme todo. Su abuela vive a unas millas de aquí. Y la está esperando.

La anciana clavó sus dientes en mi lomo. Una fuerza descomunal para un cuerpo tan marchito y tan pequeño. Resistió valientemente. No voy a comerla. Respeto su fuerza y valía. Me vestiré con sus ropas y esperaré a la joven en la cama. 

Entró risueña. Dejó su capa en la silla, su canasta. Me saludó dulcemente. Mi voz es gruesa, hiriente, pero no se da cuenta, ni siquiera sospecha que un cuerpo tan delgado pudiese dibujar un bulto tan grueso. Me acaricia sobre las mantas. Muestro apenas mi hocico. Dice que tengo ojos muy grandes. Le digo que es para verla mejor. Dice que tengo orejas muy grandes. Digo que es para oírla mejor. La muy tonta dice que tengo dientes muy grandes y le respondo asombrado: son para comerte mejor.

Libero a la anciana. Huyo antes de que su furia me lastime. Los cuerpos del leñador y la joven quedaron a un lado de la cama. Quiero que la anciana sepa, que comunique a los hombres, la memoria y la venganza han comenzado.  Nuestros muertos serán presente y futuro. Y que los humanos aprendan a distinguir a un lobo de una bestia. 



Hansel y Gretel van a casa

-          Dijo que ya no pueden alimentarnos, por eso nos abandonan en el bosque.
-          ¡Shuuuuu! ¡Papá te va a escuchar!
-          ¡Y que me escuche! ¡¿Te parece bien que nos hagan esto?!
-          Pero si seguimos el camino de piedras podremos volver...
-          No hay piedras esta vez, creo que ella descubrió el truco, la puerta estuvo cerrada toda la noche hasta hoy.
-          Tenemos el pan.
-          Sí, tenemos el pan.- dijo Hansel.

     El leñador continuó adelante, adentrándose cada vez más en el bosque. Y el bosque, cada vez más cerrado, la forma de los árboles enseñando caras tenebrosas, figuras de animales que existen sólo en los cuentos de horror. La noche empezaba a mostrar su grandeza a la par de la luna y sus pálidos rayos sobre la tierra. El canto de los pájaros cambiaba en graznidos violentos, los búhos con sus ojos brillantes comenzaban a invadirlo todo.

     Cuando se encontró lo suficientemente lejos, el leñador dio vueltas entre unos arbustos, se ocultó y espero que sus hijos cruzaran el último claro de la región. Cuando ya no pudo escuchar sus voces, se alejó llorando.
     Hansel y Gretel se encontraron solos y hambrientos, en un bosque oscuro, peligroso para dos pequeños. Decidieron dormir, apoyados sobre las ramas de un ombú gigantesco.

     El sol les cayó en la cara hasta despertarlos. Unos jirones de nubes cruzaban el cielo. El verde de distintos matices, las ardillas y las liebres: el bosque ya no era un ser amenazante, con vida propia, ahora parecía sereno, parecía invitarlos a recorrerlo. Así lo hicieron. Adelante iba Hansel, detrás Gretel. No tardaron en darse cuenta que las migas de pan habían desaparecido. Y que en su lugar, algunos pájaros observaban a los dos niños, como burlándose del nefasto destino, de un camino que no existiría nunca más. Hansel se puso a llorar. Su hermana lo abrazó. Le tarareó al oído una vieja canción de cuna, sin dejar de acariciarlo.  
     El mediodía los encontró exhaustos. Pero no vencidos. Ahora Gretel iba a adelante. 

      -     ¿Sentiste eso, Hansel? Huele a jengibre… ven.
     Caminaron en una línea zigzagueante. El aroma a jengibre se hizo más intenso y algo grandioso ocurrió. Vieron frente a ellos una casa. Pero no era cualquier casa: sus ladrillos eran de chocolate blanco y chocolate negro, sus molduras, de mazapán, tenía detalles que eran confites multicolores, y hasta los vidrios resultaron de azúcar. Dos enormes paletas enmarcaban la puerta rosa de caramelo. Hansel y Gretel comieron aquí y allá, un poco de esto, un poco de aquello. Hasta que una delicada anciana salió a recibirlos cariñosamente. Les ofreció servilletas y jugo de jengibre y frutilla. Los invitó a entrar, pues en la cocina podrían probar unas galletas de algarroba y coco, recientemente horneadas. Antes de que la última sílaba de la palabra horneadas fuese pronunciada por la anciana, los dos niños estaban sentados a la mesa. Sucedió rápido, la anciana se transformó en una bella bruja, joven, de pelo negro y boca roja.  Los dos niños, desprevenidos, fueron maldecidos por la mujer y luego encerrados. Hansel en una pequeña jaula y Gretel en una celda. Esa noche la bruja consultó sus libros de cocina, y advirtió a los hermanos que llegado el momento los comería, pero antes, debían engordar.
     Los días pasaron. Cada tarde la bruja tocaba un dedo de Hansel para determinar su gordura. El pequeño había logrado recoger un delgado hueso, y cubriéndolo son sus ropas, traicionaba las pruebas de la bruja, pues ésta nunca lo encontraba con el peso indicado.

     Así fue que Gretel ideó un plan, que más tarde fue comunicado a la bruja. Si su idea era comer abundante, no podría hacerlo nunca pues ellos no eran más que dos niños, en cambio, cerca de la aldea, vivían sus padres, si bien eran delgados su altura los convertía en un plato más suculento. Tras muchos intentos, la bruja aceptó liberar a Gretel para que fuera en busca de sus padres. Su hermano seguiría preso por si ella intentaba un engaño. Para poder orientarse, la bruja le dio un collar mágico: mientras se acercase a sus padres, el color de su gema cambiaría hasta volverse roja. A la vez, desde su bola mágica, la mujer podía observar la gema y controlar así a la niña.

     No tardó la niña, ayudada por el collar, en reencontrarse con su padre y su madrastra. Les contó de la maravillosa casa de dulces, en cuyo interior numerosos tesoros, suficientes para nunca volver a ser pobres, ni ellos, ni sus nietos, ni sus tataranietos. Hansel los estaba esperando allí. Rápidamente los tres salieron hacia el bosque.

     Cuando el leñador y su esposa cruzaron el umbral, una red de perlas cayó sobre ellos. Se escucharon risas, ansiosas, sedientas. Esa noche la bruja comió y quedó satisfecha. Pero como era una bruja traicionera no quiso cumplir su parte del trato. Y como era una bruja algo torpe (parecida a los villanos de Hollywood) contó a Gretel sus intenciones. La niña, que aún no había sido devuelta a su cárcel, en una ágil maniobra, empujó a la bruja dentro del horno, y antes de que esta pudiera pronunciar uno de sus conjuros, encendió el fuego. Se escucharon lamentos, solitarios y finales. La mujer se hizo cenizas.

     Gretel liberó a su hermano y desde ese momento se hicieron los dueños del dulce y sus tesoros. Bautizaron la casa y la llamaron Posada Feliz. Los niños que aparecían en sus inmediaciones, también abandonados por sus padres, eran adoptados por los nuevos propietarios. Con los años, Posada Feliz se transformó en una comunidad, donde las canciones, los juegos y los dulces nunca acababan.  



Fotografía: Pedro Luis Raota

En qué puedo ayudarlo

I

No corta más. Cuando creo que la conversación está en coma y a punto de alcanzar mejor vida, la voz de licuadora vuelve a preguntarme una idiotez. Corto. Me arriesgo. Tengo hambre de cigarrillo. Tengo sed de café metódico y tibio. Desconect. Me libero de la vincha, del micrófono. Pongo stop en la pantalla de llamados. Me paro y quedo unos segundos con los ojos fijos en el panel azul, con las manos apoyadas en la mesa del boxer.

Están Larvita, la rubia y Maxi intentando entrar en el único techito que hay en el patio. Algunos se resignan a la lluvia y fuman. Yo prefiero no hacer lugar en el techito, además, falta poco para que aparezca la pelirroja.
- ¿Fuego, amigo? - dice Pepito con la voz gastada.
Hace tiempo que compartimos la media hora de descanso, media hora que puede ser dos de quince, o tres de diez, o uno de veinte y otro de diez, o uno de diez y otro de veinte. Jamás lo vi sacar un encendedor. Jamás entendí cómo hace para tomarse ocho tés con leche si la empresa decidió dos colaciones diarias para cada empleado.
Cierra ojos al prender el cigarrillo y cae una chispa en su remera. Ahora entiendo porque tiene las remeras agujereadas.
- Es mi última semana, amigo - dice.
- ¿En serio?, ¿conseguiste otra cosa?, ¡te felicito!
- Sí. Una casa en Uruguay.
- Genial… ¿Ya presentaste la renuncia?
- No. Me van a echar. Todo me chupa un huevo.
Sus huevos deben ser gordos, pegajosos, con pelitos rubios y pestañas de mujer. 
- Buenísimo, Pepín, te voy a extrañar. Voy a extrañar que nunca tengas fuego y que siempre tengas fichas para la máquina.
Pepito guiña el ojo celeste -que no es el otro que es marrón-, se lleva el índice a la boca, como una enfermera borracha y rechoncha, y me zurrara al oído:
- La máquina del sexto piso… es una computadora… ¡una com-pu-ta-do-ra!
Vuelve a guiñar, pero esta vez, con el ojo marrón. Tira el pucho en el piso, que no cae en un charco sino a dos centímetros de su zapatilla izquierda. Pepito se evapora. Personaje, pienso con las piernas cruzadas y el pantalón mojado. El cantero es chico, más chico que el patio, y la planta resiste con cientos de colillas, con vasitos de telgopor cubriéndole la tierra. Miro el reloj. Queda poco y la colorada no aparece. 

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.
- ¡¿Hola?! ¡¿Hola?!
- Sí señora, la escucho, en qué puedo ayudarla.
- ¡¿Hola?! ¡¡Ahí está!! ¡¡Es que no se escucha...
- ¿Me llama de la línea de la cual está hablando?
- ¡¿Cómo?!
- Le pregunté si el teléfono que está usando es el que no se escucha.
- ¿¡Éste!?
- Sí señora, éste.
- ¡Ah, sí! ¡¡No se escucha...
- Aguarde en línea por favor.
- ¿¡Qué...
- Que espere.
Yo sé bien cuáles son las teclas, cuáles son sus mañas. La bautizamos “Santillana” porque el operador no tiene más que leer los pasos de la pantalla. Flecha por flecha. Palabra por palabra, que deberás decirle a la otra voz que espera. Respuesta por respuesta de la otra voz que espera, que deberás retrucar o completar con alguna de las opciones. Es gauchita la computadora, decía el coordinador en la capacitación. Dijo muchas cosas, como que su novia lo había dejado porque él no quería ser padre y que trabajaba en el Estado y se fue con licencia psiquiátrica.
¿Se escucha mal en un lugar determinado?
- ¡¡No, hijo!!, ¡¡siempre...
Informar que deberá intercambiar la SIM a otro aparato.
- ¿Usted cambió la SIM a otro equipo?
- ¿¡La que...
En el caso de que el cliente no conozca el término SIM, explicar.
- Señora, la SIM es un plástico, muy chiquito, que está dentro del equipo, usted lo tiene que sacar del teléfono y ponerlo en otro y fijarse si ahí funciona bien.
- ¡¡No entiendo nada, pará!!  ¡¡¡¡Camila!!!!  ¡¡¡¡Vení a hablar con el chico…
Corto.



II

El despertador es contundente pero siempre se puede volver al sueño, al menos por media hora, quince minutos o diez. La pelirroja vestida de tanguero camina sobre un colchón de arena violeta. Se agacha, agarra un puñado, sé que me mira aunque no puedo verme, me dice “hermoso, hermoso”. Aparece Pepito con unas pocas hojas cubriéndole el sexo, se para al lado de la pelirroja, extiende los brazos, los mueve como si estuviera nadando. La pelirroja se para y grita “hermoso, hermoso”, sale corriendo, se pierde entre los árboles.

Desayuno con un cortado y un pedazo de pastafrola.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

Me estoy meando y el tipo no entiende que ya tomé el pedido, va camino a la enorme olla, a cocinarse en su propio jugo, sin brazas, sin ruidos, sin comensales. Sin resultados. Necesito un inodoro, una trompada de agua fría, un cigarrillo.

- ¿Fuego, amigo?
- Tomá. Déjalo, es tuyo, te lo regalo.
Llegó ella. Y hoy no llueve. Y rojo. Veo todo rojo. Mi colorada hermosa, hermosa. Cómo cambió el tiempo, linda remera, la máquina hace un café horrible, tenés cara familiar…
- ¿Le gusta la pelirroja?
- Es linda.
- ¿Y por qué no le habla, amigo?
- Es que…
Me ofrece la palma con tres fichas y una pelusa gris. Tira el pucho en el piso. Deja el encendedor en el cantero. Pepito desaparece.


- Hola.
No podés ser tan linda.
- Hola.
No podés tener esos ojos.
- ¿Querés tomar un café?
- No. Gracias.
Sonríe. Y me enseña la espalda que ahora la observo como el iceberg que hundió al Titanic, como el muro que dividió Berlín.
- De nada - digo.



III

Vestida como los tipos de la Naranja Mecánica, hasta tiene un ojo delineado en negro. Camina sobre el pasto y arriba, nubes verdes. Esquiva jirafas, tigres y monos. Se da vuelta, me mira, guiña ese ojo y vuelve a estar delante de mí, con las piernas de lombriz sin tocar la tierra. Aparecen Pepitos. Pepitos desnudos. Pepitos bailando, haciendo temblar la grasa como si Nagasaki estuviera en su estomago. La colorada cada vez está más lejos, cada vez me mira menos. Se pierde cuando se hace un fósforo que entra en mi antiguo colegio.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.




- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.
- No me llega la factura.
- Dígame el número de su línea.
- 156-435-6249
Verificar si se comunica el titular de la línea.
- ¿Es usted la titular?
- No, es mi marido.
Verificar si, de no ser el titular, la persona figura como autorizado.
- Entonces tendrá que llamar él, usted no está autorizada para realizar este tipo de consulta.
- A ver nene… ¡¡¿no escuchaste que mi marido es el titular?!!
- Sí señora, pero usted no está autorizada para este tipo de consulta.
- ¡¡Quiero hablar con tu supervisor!!
- Mi supervisor va a informarle lo mismo que yo.
- ¡¡No me importa!!, ¡¡que me lo diga él!!
- Aguarde por favor.
Pepito está al lado, con la agenda electrónica, con los auriculares, tarareando una canción inexistente, irreconocible para cualquiera que tenga aunque sea algo, un poquito, un centímetro de oído musical. No es mi caso. Le aprieto el hombro.
- Pepito, te toca.
- ¿Caso?
- Esposa hincha pelotas no autorizada quiere factura.
Me cercioro de que el Teacher esté en la disciplina de acosar a la petisa. El tipo acosa tetas. Yo no sé cómo hace, dicen que es sobrino del dueño pero yo creo que es una historia que él mismo hizo correr. Cambiamos rápidamente de lugar con mi compañero. La computadora de Pepito recibe llamados en horas estratégicas. Pocos llamados. Pepito se calza mi vincha. Cambia la postura. Tose. Se frota la nariz ancha y rosa. Atiende.
- Buenos días, mi nombre es Emilio Fuentes - dice.
Emilio Fuentes era nuestro supervisor. Dejó de trabajar el día que apareció -seducido por la película, suponemos- sin pelo y sin cejas, y con la certeza de que en Tilcara lo esperaba su chamán -delirado por Castañeda, creemos-. Dijo algo sobre romper un muro, lloró, con los mocos cayéndole en la camisa, y se fue. Así terminó el paso de Emilio Fuentes por la empresa, así fue que decidí, dos semanas más tarde, ver The Wall.
- ¡Hola, como le estaba diciendo al otro empleado, no me llega la factura…
- Usted no es titular, que nos llame su marido y la ponga como familiar autorizado.
- ¡¡Pero mi marido está de viaje!!
- Su marido nos puede llamar de cualquier parte del mundo.
- ¡¡¡Quiero hablar con tu jefe!!!
Corta. El Teacher es un cadáver en el vaivén de tetas. Me pareció que nos había visto pero seguro miró a Clarita cuando fue al baño. Volvemos a nuestros lugares.
- ¿Pucho, amigo?
- A puchear, Pepín, vamos a puchear.



IV

La habitación es negra, la mesa es negra, las sillas. Emilio Fuentes, Pepito, la colorada y yo. Mueven la boca como esas muñecas que al acostarlas cierran también los ojos. Pepito sube a la mesa, salta, queda en cuclillas y otra vez salta y queda en cuclillas. Emilio abre la boca y una lengua serpentosa avanza sobre mi pelirroja. Quiero pararme pero no puedo. Quiero gritar pero mi boca no se abre.

No escucho el despertador, no elijo ropa limpia, no desayuno.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.


- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

En la pantalla Sell introducir número de paquete de mensajes. Clickear send, esperar confirmación. Una vez confirmada, la operación ha sido resuelta.

La colorada en mi piso, por azar, por destino, porque Dios es grande, porque el jean elastizado es un invento noble, porque la musculosa blanca está vieja y percudida, porque puedo imaginarle los pezones, porque no puedo despegar los ojos, al menos hasta que pueda pararme, inventar cualquier excusa, ir hasta ese Teacher sin nombre, sin señas, pero con voz de pito. Parece enojada, creo que se muerde el labio, retruca algo, frunce el seño. Sí, está enojada mi pelirroja hermosa. Me mira.
- ¿Pucho? - dice Pepito.
Me está mirando.
- ¡Bancá, bancá un segundo, Pepín!
Y la colorada se va. Y necesito una trompada de agua fría.

- Menos pregunta Dios y más sabe…
- ¡Esos dichos que ni mi abuela usa! Y no es “y más sabe” es “Menos averigua Dios y más perdona”.
- Mi último día, amigo, venga mañana conmigo a la tarde.
- Bueno. Está bien. Invítame un café.
- ¿Té con leche?
- No tengo ganas de ir al sexto piso, ¿no podés sacar de otra máquina?
- No.
- Bueno, vamos, Pepito, dale.

Indicar al cliente que: de no conocer su código postal, deberá llamar en otra oportunidad dado que es un dato requerido por el sistema.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

Leer con atención.
Informarle al cliente el plan seleccionado.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

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V

El mar está revuelto. La barca es un papel de diario que resistirá algunos minutos. La colorada llora, Pepito la mira en silencio. Mis manos son azules, es lo único que alcanzo a verme. Pepito se para, hace equilibrio sobre el borde y luego salta. Hunde la cabeza en el agua, el cuello, la panza. La colorada salta detrás de él.

Me levanto tarde. La nota de mamá avisa que hay capeletinis y Fileto en el frezer. Gracias micro-hondas. Gracias abuela por preparar tuco sin carne. Fideos, siesta, ducha. Colectivo. Casi. Baño de vuelta, el tuco era pesado.

Observo las terrazas. Es de noche. Veo cables, en realidad veo líneas que fragmentan edificios. Una rata se sostiene zarandeando, imagino la destreza de sus patas, la lucha muda y pequeña por superar el vacío. La ciudad es un collage de luces esperando una franja que indique hasta dónde.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

Informar al cliente el número de reclamo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- No tengo puchos, convídame uno.
- Tome.
- ¿Nos vas a extrañar?
- Claro.
- Yo también, Pepín, yo también. Son y cinco, tenemos que subir.
- Vaya yendo que ahora voy.
Cruzo la puerta de vidrio, la misma que una vez Pepito se llevó puesta. Me acuerdo de la risa del peruano, se agarraba la panza, casi se muere, y a la darky le salió sprite por la nariz y a Pepito le salió sangre. Me doy cuenta de que, verdaderamente, voy a extrañarlo.
- Hola.
¿Estoy soñando? Retrocedo.
- Hola.
- ¿Cómo va? - dice la colorada.
No estaba soñando.
- Bien – le respondo y pienso, morir de pie. Me animo:
- ¿Sabés? Me quedé mal porque no quisiste aceptarme ese café.
- Es que tenía que subir, en el próximo break lo tomamos.
- Dale. Diez y… No puedo. Es que se va mi amigo. El lunes, prometo.
Y la dejo en el comedor, haciendo fila para elegir las galletitas de esa máquina que siempre arroja el paquete que está más alto y entonces escuchás el ¡plock!, y tenés la certeza de que la masa y el chocolate son cenizas.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.

- Buenos días, mi nombre es Juan Pablo García Alchurrut, en qué puedo ayudarlo.
- ¡Hola! No puedo mandar mensajes.
- ¿Desde la línea de la cual me habla?
- Sí.
- Aguarde, por favor.
Consultas, Consultas, Consultas Técnicas.
El cliente no puede enviar mensajes.
A la derecha boxes. A la izquierda boxes. Detrás el ventanal, los edificios, la noche.  Adelante el monitor, la flecha que sube y baja por los títulos, la fecha que hace ruido, que presenta otro instructivo, una respuesta, y otro instructivo y otra respuesta y otro instructivo y así al infinito, hasta que la muerte nos separe. Pero no hoy. Cuando el cliente no podía enviar mensajes, el sistema me indicaba una serie de causas, para cada una, una acción distinta, que en realidad, eran lo mismo, indicarle al cliente que espere. Espere, señor. Espere, señora, anciana, joven, muchacha. Espere. Pero todo es distinto. El sistema me dice que si el cliente no puede enviar mensajes, cargue el paquete más alto en su cuenta. Me paro. Lili le dice al cliente cómo conectarse gratis a Internet. El japonés de rulos -único en el mundo, creo- le indica a su interlocutor las dos maneras de llamar gratis a Brasil. Clarita pregunta el nombre del compañero de Batman, parece que acertó, entonces, le avisa al cliente que ganó cincuenta pesos de crédito. Vuelvo a sentarme. Hablo con la clienta, sólo le digo la verdad, por una vez en la vida puedo decirle, señora, se rebeló el sistema y me dice que le cargué 800 mensajes gratis. Felicidades. Van a matarnos, dígale a mi madre que la quiero, dígale a mi abuela que es mi ídola, dígale a la colorada que me dé un beso.
- ¿Y amigo? - dice Pepito.
Pepito. Vestido con un frac negro, moño rojo, el pelo engominado, la cara más gorda y brillante. Pepito se abre el saco y muestra la remera negra con letras blancas, “en las grietas está dios que acecha”, parte de un poema de Borges: entonces: entiendo todo, Gran Pepito Sistemas al Cubo, Cerebro de la Rebelión: y me río. Como no me reí en años, como no me río desde los dieciocho, como no me río desde el kiosco, desde el lavadero, la heladería, la volanteada, el MacDonallds. Como no me río desde el shopping, la consultora, el ptro call center, la librería, el Wal Mart. Algunos chicos cierran las puertas que comunican con el resto del piso. Algunos chicos aplauden, otros siguen atendiendo con una sonrisa gorda. Los coordinadores son pocos en proporción a nosotros. Y los clientes son demasiados. Y el sistema está loco y los operadores tardaron bastante en darse cuenta de que los contenidos cambiaron. Y hasta creo oír a uno que repite los pasos, pregunta lo que la computadora indica, aprieta, responde y le carga doscientos pesos de crédito a un cliente, y todavía no lo sabe y yo me río y me aprieto con las manos la frente y Pepito se ríe y enciende un porro.
- ¡¡¡Se inunda el sexto piso!!! ¡¡¡Se inunda!!!
Grita Larvita. Le decimos así con cariño, por ese cuerpito de Sara Key adolescente. Y ni siquiera sé quién fue Sara Key, si realmente existió o es un dibujito de Disney. No importa, Larvita está gritando.
- ¿Escuchaste, Pepito?, ¡se inunda tu mejor piso!
Y Pepito desaparece. Me deja en el box un vaso de telgopor. Y Larvita sigue gritando,  parece que el sexto piso se inunda porque la máquina está incontrolable. La máquina vomita y las baldosas grises empiezan a sumergirse en té con leche.

            Dibujo sacado de Intenet, del sitio LadoB.

Nota de la Autora: yo también trabajé en un call-center, en Atención al Cliente de CTImóvil. Este cuento me sirvió para cerrar las heridas de haber trabajado allí, y surgió además de charlas con mi hermana elegida: Marilina García Alchurrut, música.

Nota 2 de la Autora: el formato cambia cuando se lee, no cuando yo lo trabajo desde blogger. No lo puedo cambiar. "Disculpen las molestias". :0)

Amnesia

      Cuando Gabriel se levantó de la silla el bar le pareció diferente. Cuando cruzó la puerta ya no sabía su nombre. No pasó mucho hasta encontrarse parado y quieto, observando a la gente, intentando reconocer una voz, algo que le indicará hacia dónde ir, a quién. Caminó hasta la esquina respirando más rápido y profundo, cada vez que contenía el aire abría bien grande los ojos en un intento por reconocer la calle. No había pistas en los bolsillos, sólo algunos billetes. No había teléfono ni angustia. Era un vacío pegajoso y suave que lo sostuvo en la caminata por un barrio que veía, ahora, por primera vez. Así llegó hasta una plaza, y allí permaneció sentado, cuando el atardecer, con las manos sobre las rodillas y una pipa que, de a poco, comenzaba a reconocer con la suerte de quien enciende por primera vez un cigarrillo. Estaba solo. ¿Quién puede saber quién soy?, ¿podré preguntar a alguien quién soy?, se dijo, cuando el frío lo devolvió a su cuerpo. Extraño cuando el reflejo de un auto le devolvió su figura, cuando las luces transformaron la ciudad sin devolverle un nombre. La gente hablaba como si fuesen de otro país, los autos parecían raros y luminosos cruzando el alboroto de la peatonal. Hasta que dio otro paso y se acordó, supo su nombre, la memoria le cayó como una nube de imágenes histéricas, y supo quién era y a dónde ir, sin volver a su cuerpo. 



Fotografía: Cecil Beaton

La sacerdotisa

     Hace su reverencia. La mujer responde en silencio, con los ojos oscuros, precisos, desde su trono. El velo detrás de ella, para acelerar los latidos de él cuando el Libro le es entregado. Ella sonríe y desaparece entre los pliegues del vestido azul. Él camina. Se acerca. Corre el velo. Círculos de agua se suceden entre las estrellas. Números y letras. Símbolos que cobran vida. Escamas, pezuñas, alas, fuego. Su carne ya no es de este mundo. Se transformó en águila ese hombre. Surca el cielo plateado, salpicado de astros y agujeros negros, cada vez más rápido, rápido, hasta hacerse tiempo.
     Ella cierra el libro, que ahora tiene un dibujo nuevo, un águila cruzando el cielo. Ella corre el velo, guarda los misterios y vuelve a su trono.  





La pequeña sirenita

Mis hermanas me revelaron que era la única manera de volver a mi mar, aquel que había dejado por él. Al observarlas me di cuenta de que ya no recordaba el gusto de la sal en mi piel, el pelo salvaje y mojado, las escamas multicolores. Dije no. Ellas se miraron entre sí. Casi no recordaba mi lenguaje, mis amigos los delfines y los peces, los pulpos y las rayas. Había cambiado mi mundo por un hombre. Y ese hombre me había cambiado por otra. La supuesta salvadora del naufragio. No, dije otra vez. Sin embargo, al contemplar el barco nupcial, los músicos, los invitados, las flores, dudé. Cuando el sol fuera vencido por la noche me volvería espuma, así había sido el trato con la Bruja del Mar. Le había entregado mi voz a cambio de las piernas. Cada paso una puntada histérica, un dolor ardiente. En sólo tres días, el príncipe debía atreverse a mí en un beso de amor verdadero. Pero perdí. Muda no podía explicarle que la extraña en la orilla no era quien había arriesgado su misterio por salvarlo. Él se había equivocado. Ningún ser de ese barco sabría quién fui, nadie preguntaría por mí. Lo peor era pensar si el príncipe me extrañaría, si era más fuerte la pasión por esa mujer que el amor silencioso por mí. Cuando el sol fuera vencido por la noche me volvería espuma y un débil recuerdo en el hombre que amé y por quien dejé todo.
         Volví a mirar a mis hermanas, ya no estaban allí, pero en mis pies, la daga.  El mango era de jade, ricamente tallado. Por primera vez pensé bien de la Bruja. Indudablemente aquella anciana espantosa tenía buen gusto.

Deambulé huérfana por la cubierta, tratando de evitar a mi príncipe. Cada tanto descansaba, aferrada a la baranda y evocaba las aguas, despidiéndome, arrepintiéndome, recordando el injusto desenlace que en pocas horas me esperaba. De la historia de princesa al terror indescriptible. Me interrumpió la orquesta, música simple, infame. En mis dominios sí hay música brillante.
 Él estaba resplandeciente. A ella prefería no pensarla, porque al hacerlo fantaseaba con arrancarle uno a uno sus cabellos o un tiburón gigantesco que se la comiese parte por parte o una ola capaz de confinarla a la oscuridad de mi océano. Él, risueño, emocionado, desconociendo no sólo lo que habría de ocurrirme sino también todo lo que había emprendido para llegar a él. No sólo me sentía devastada también me sentía una idiota. La brisa golpeaba mi cara y en cada golpe los recuerdos de mi vida pasada. La profundidad y sus enigmas revelados a mis exploraciones, Neptuno mi padre, mis hermanas, el reino donde había crecido que nunca más vería, ni siquiera volvería a ver el pálido universo humano. Chusma tan distinta, tan inferiores a los míos. 
   El sol empezaba a caer al compás del Ave María. Los invitados hablaban entre sí, formando un murmullo alegre y expectante. Él. Él en esa mueca de felicidad y cada uno de los males que tuve que pasar por él. Por él. Para él. Apreté los dientes. La novia apareció en su vestido de cuento, enlazada a su padre. Cada paso blanco una imagen distinta para mí, la espuma, la sal, la sangre, mi canto, el silencio al que me había condenado. Cuando la novia por fin llegó a sus manos, cuando el sacerdote comenzó a hablar, cuando el sol moría en el horizonte, corrí hacia mi príncipe. Fui rápida y fatal. Después de él, siguió ella, a pesar de que ella no era parte del trato, siguió ella. Y antes de que pudieran apresarme, salté a mi mar y retorné a mi cuerpo originario.



Fotografía: Annie  Leibovitz

Sombras


     Cuando volvió a decirme que eso estaba creciendo, al despertar y recorrer la casa nada se encuentra donde debería, empecé a creerle. Hice mi prueba, dejé unos libros y un cuaderno sobre el sofá. Al otro día los encontré apilados en el baño. Habían sido arrancadas varias hojas del cuaderno y dos garabatos como extrañas firmas al dorso.    
     En ese tiempo mi amiga estudiaba ciertas lecturas del medioevo que, según ella, podían imprimir energías para lograr sus objetivos espirituales. En este caso creía que algo, eso, estaba en su casa y si bien durante cada viernes un visitante distinto venía a “limpiarla”, había puesto sobre sí la tarea de echar aquello que presentía. Y no podía más que acompañarla durante unos días. 
     Pasaba varias horas ensimismada observando el Tarot de Marsella. Tenía un péndulo con el que deambulaba de la cocina al baño, del baño a su habitación, de su habitación al comedor, a la vez que cantaba una suerte de mantra en un idioma que nunca se animó a revelarme. Yo la miraba desde el sofá cama, a veces desconcertado, a veces preocupado, a veces preguntándome si eso realmente era eso, más allá de los cuadernos que había comprobado por mí mismo y de una de mis mudas que había desaparecido, o si eso era un algo que estaba siendo intensificado, alimentándose de mi amiga y de sus prácticas esotéricas. Hasta que una noche lo supe. 
     Algo me despierta. Dos sombras avanzan. Trato de gritar y no puedo. De las sombras aparece un hombre. Un hombre igual a mí junto a una mujer igual a ella. Está vestido con mi ropa. Un hombre con mi cara, mis gestos, la estatura de mi cuerpo. Una mujer con su cara, sus gestos, la estatura de su cuerpo. Lucen pálidos, lúgubres. Como una versión terrorífica de nosotros mismos. Avanzan. Se detienen. Comienzan a hacer el amor frente a mí, de una extraña manera, ni siquiera animal, extraña, de otro lugar, otro tiempo, otro infierno que no conocía hasta hoy. Ellos no me ven pero yo sí puedo ver como juegan a lastimarse, se muerden, se sangran, se arrancan pedazo por pedazo, se comen miembro por miembro. Hasta que cada uno queda inerte. Entonces lo que queda de sus cuerpos se evapora. La luz del día aparece. Pero ya nada será igual para mí.




Fotografía: Henry Cartier Bresson

Llega a mí

     Sonríe en esa mueca que me gusta. Cerrando apenas un poquito los ojos. El viento nos golpea, la noche. No hay sombras ni ruidos. Ni siquiera el eco de la calle, ocho pisos más abajo. Cada ventana es un mundo, desde acá, cada luz es un destino posible. Los edificios se comen a Buenos Aires, altos, delgados, con ojos cuadrados que nos miran. Me dice que está calmo, como nunca en estas horas. Sobre nosotros, una capa de nubes grises cubriéndolo todo.     

     Enciendo un cigarrillo. El humo forma arabescos que juegan con su pelo enrulado. La terraza tiene una serenidad de cuento, acompañada por el vino. Las luces de los autos son hormigas brillantes, van y vienen en una recta que se pierde donde ya no llegan mis ojos. Dice que escuchó algo y se aleja. 

    Rato más tarde Juan regresa. Está pálido. Dice que él se lo dijo. Me rio sin entender. Él me lo dijo. Y sin más, ágilmente, una pierna sobre la baranda, otra pierna, me mira y sonríe, abre los brazos y salta. No existe una palabra que describa esa muerte. No existen raíces para sostenerme. No puedo llorar ni pensar ni moverme y no quiero mirar hacia abajo, pero miro. Un grupo de gente rodea aquello que fue minutos antes. Aquello que era él y sus ojos oscuros, su paso torpe, su risa. Estoy sentada sin sentir el suelo.
     Por extraña inercia me levanto y camino despacio.

     Dejo la terraza y la vida que conocí. Bajo la escalera. El ascensor, con su música metálica, llega después de siglos. Abro la puerta. Aquello que fue y yacía ocho pisos más abajo está frente a mí. Inerte. Sentado contra el espejo. Ensangrentado. No es él y es. Cierro rápidamente la puerta y caigo al piso. Mi respiración se agita, haciéndose más profunda y más rápida. El ascensor baja.

     Me envuelve una quietud fría, latente, que desaparece cuando abro los ojos y me doy cuenta que tengo que salir de este edificio. La luz no enciende y casi a tientas bajo las escaleras hasta su piso. Golpeo la puerta. Alguien abre; y sin embargo, nadie en el comedor, en las habitaciones. Cruzo la cocina. Abro la puerta de su habitación sin saber por qué la abro. Y otra vez, es él pero no es. Sentado sobre la cama, con sus manos sobre las rodillas, la mirada fría. Él me lo dijo. Que no está muerto lo que duerme eternamente; y en el paso de los eones, aún la misma muerte puede morir1. Se levanta. Se acerca. Me abraza. No me muevo, no grito. Cierro los ojos. Toco sus manos y están heladas y desconocidas. Y antes de que pueda abrir los ojos, en mi pecho, agudo el trazo que me desgarra, saliendo de sus manos, que se sienten como garras. La muerte llega a mí, por primera vez.


1- H. P. Lovecraft



El otoño de la libélula

-A mis compañeros de la clínica Avellaneda-


     Es otoño. Los días pasan como quien espera salir de una cárcel. La fábrica con su boca de humo y plomo cubriéndolo todo. A veces una ráfaga, el Sol, una ráfaga de hojas amarillas donde los más valientes aprovechan y desparraman sus sueños. El sonido de las piedras. El gusto de las hojas de un árbol antiguo.

     Una libélula curiosa observa todo. Se intoxica con el humo. También con el polen, que le llega como finas hojas de oro. La libélula se aleja despacito de la fábrica, escucha gritos, dientes rubios que la reclaman, pierde una patita sobre un alambre de púas. 

     La libélula se refugiará donde los pájaros guardan su nido. Y por la mañana, cuando el amanecer, cuando los dedos de Atenea pinten de rosa el cielo, la libélula despertará a los otros: gorriones, golondrinas, mariposas, grillitos, abejas y hormiguitas.






Fotografía: Man Ray

Speedy González

El chico de la computadora, flaco como un escarbadientes. Mi prima interrumpe y dice que va al kiosco. Yo los escucho desde la pieza. La escucho a ella, a mamá. El chico apenas habla, no hace más de un mes que viene a casa para arreglar la computadora. La situación es esta: tenemos que viajar desde Flores a Paternal y encontrar a la amante de papá con su novio merquero. La espía -en clave: Susan Grace 224- llamó para avisar: la tipa está, la Chevy del novio también. Todo despejado. Velocidad.
     
Agarro mi bolso violeta, tiene una flor fucsia de terciopelo, me lo compró mamá el viernes. Mi prima guarda los cigarrillos en la mochila. El chico de la computadora se está poniendo la campera. Mamá es rápida para vestirse.
     
Rápida. Como ahora. Speedy González sería lento para subir y bajar del taxi agarrando a su hija pequeña, a su sobrina adolescente, la cartera marrón, una estampita, y bajen pronto, toco el timbre, listos todos. Speedy González no podría gritar así, con entonación de bruja Disney y Flavia Palmiero, con movimientos de danza celta y epilepsia, y hasta le salen globitos de baba cada vez que dice “puta”, y hasta la veo con humo violáceo saliéndole de los ojos. Y la mujer no dice nada. El novio se interpone para que mamá no le pegue. Mi prima también grita. El chico que arregla la computadora parado a unos metros, en silencio. Y yo, y mi bolso violeta, tiene una flor fucsia de terciopelo. Me lo compró mamá el viernes.






Fotografía: Man Ray

Flavia

     No recuerdo que edad tenía, podría decir ocho, pero no lo sé. Recuerdo la mesa de caoba cuadrada, las sillas de pana gris, la biblioteca enorme que era además la casa de la TV, en un extremo, bien pequeña al principio. Las paredes blancas, las baldosas marrones. Mamá cocinando bifes con cebolla de verdeo, papá llegando del trabajo. Y yo, mirando desde el ventanal el fondo del edificio, o mejor dicho, observando el bananero gigantesco que aparecía entre el pasto y los yuyos como un rey silencioso.
     No recuerdo bien porqué, si es que ese día no fui al cole, si es que estaba enferma o si es que solamente no fui por una de esas casualidades, que nadie entiende pero finalmente cierran. Sí recuerdo la TV, más precisamente la recuerdo a ella. Con sus polleras de campana, en esas telas que daban ganas de comer, los colores estridentes, el estallido de papelitos y seres que existen en sueños; las canciones pegadizas que me enseñaron a seguir creyendo en Papá Noel. La ola era fiesta. Definitivamente era fiesta para mí, para muchos.
     Ahora enciendo un cigarrillo, busco en google alguna imagen que me lleve a ese momento, otra vez, o quizá busco algo que me aleje de este momento que vivo ahora, no lo sé.
     La TV es ella y una instancia donde lee mensajes. El presente es ella y una instancia donde lee mensajes. La alegría, los nervios son ella en la instancia donde lee mensajes. Mi corazón pequeño más aprisa. Ella tiene entre sus manos una hoja que reconozco, si es que no me deliré. Y parece que no, al escucharla, me doy cuenta que no. Es mi carta, de marcador verde y crayón rosa. ¡Mi carta! Es Flavia mirando a cámara y yo, que siento que me mira porque es mi carta, es mi nombre, son los saludos que ella envía desde otro universo tan lejano, pero a la vez tan preciso para mí. Flavia Palmiero leyó mi carta. Flavia Palmiero me está leyendo ahora.





Fotografía: Henry Cartier Bresson

Serena allí

Serena allí. La mata de rulos se rebela y el lazo rojo lucha para evitarles la fuga. Numerosas gotitas le comen cada pliegue de la cara hasta estrellarse en los lunares de la falda. La sala está fría, cada tanto estira las mangas de la remera para devolverle su antiguo tamaño. Lo ve con esos gusanos de cobre, uno en la cabeza, otro en la pierna, y se acaricia el dedo largo, mulato, y el anillo que en él se sostiene.

Padre nuestro que estás en los cielos,

Eldrige mueve los labios como si estuviera narrando una historia. La forma circular del salón y el desnivel elevado donde se encuentra le permiten recorrer débilmente el cuerpo de Serena, el de mamá Cleo y el de los pocos amigos que asistieron. Luego, la mirada se le ahoga en las ventanas del fondo. Y ahí se queda, prendido de las migajas de algodón suspendidas en el cielo.

santificado sea tu nombre,

Cleo levanta las piernas hasta chocarse con la silla de adelante, los calambres sospechan de los zapatos pequeños. La quemadura en la mano respira y le trae a los hombres con capuchas y túnicas blancas, la regresa a la encrucijada donde era su mano o la enorme cruz de fuego en la puerta, amenazando con devorarse la madera con la velocidad de un estornudo.

ven a nosotros tu reino,

El grupo de personajes se divide, una parte envuelve el espacio como una plaga, la otra se fracciona y aparece en los huecos.  Se habla del precio del trigo y del maíz, la velocidad máxima del Corvette, la doctrina Eisenhower, el negocio de la madera blanda, aserrada. Se habla de los musicales, el desnudo de esa rubia llamada Marilyn, Burt Lancaster peligroso y apuesto en “De aquí a la eternidad”.

hágase tu voluntad,

El bordó hace a la sonrisa de Victoria Green más pequeña. Desde la primera fila lo observa amordazado por las tiras de cuero, como tentáculos de un pulpo que lo paralizan pero incapaces de cerrarle la boca. La piel hierve, mejor desprender el retazo de piel de la capa, quitarse los guantes. Mira el anillo y la gema destella iluminando su cuello pálido e inmaduro.

en la tierra como en el cielo,

María De La Beckwith, distinta de su nuera, sonríe como un pescado. Su capelina, chocolate y crema, bambolea hacia la puerta buscando otra mueca familiar. El crimen de su hijo no quedará impune, piensa mientras los dedos le resbalan por la pequeña Biblia.

danos hoy nuestro pan de cada día,

El alguacil Miller enciende el cigarrillo número veinte, esconde las manos pero se olvida y el temblor las regresa a los bolsillos. Es la primera vez, para él, el rito iniciativo de la delegación policial. Le cuesta observar la figura oscura de aquel hombre, en esa silla rígida y cuadrada, balbuceando vaya a saber qué.

perdona  nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,

Teodoro recibe la señal. Verifica las amarras y se cerciora de que los electrodos estén bien colocados. Se puso unos tapones, por el olor. Mueve la perilla para ubicar la medida: 2000 V, suficiente para dejarlo inconsciente, -sin embargo, a veces no ocurre y los escucha gritar y retorcerse- luego descenderá el voltaje hasta los 8 A.

no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal,

Samuel B. Green se entretiene haciendo círculos de humo. Saca el reloj saboneta y el reflejo de la tapa le devuelve la imagen de su padre, quizá por el corte del traje y la humilde cabellera gris. Observa a Victoria y retornan los mechones rubios escalando entre los pechos infantiles, la espalda como un pescado con las aletas enmarcándole la cola, la panza frágil anticipando su pubis, antesala de esa guarida inmaculada; alimento para las fantasías de su pasión bendecida por la mirilla de la cerradura. La evocación se interrumpe por otra. Asoma, un tanto difuso, el prometido de su joven prima: la confrontación y el forcejeo en la biblioteca, el arma en el cajón del escritorio, el cuerpo tieso sobre la alfombra, el llamado al comisario, el recuerdo oportuno del jardinero negro.


amén.







Fotografía: Pedro Luis Raota