Llega a mí

     Sonríe en esa mueca que me gusta. Cerrando apenas un poquito los ojos. El viento nos golpea, la noche. No hay sombras ni ruidos. Ni siquiera el eco de la calle, ocho pisos más abajo. Cada ventana es un mundo, desde acá, cada luz es un destino posible. Los edificios se comen a Buenos Aires, altos, delgados, con ojos cuadrados que nos miran. Me dice que está calmo, como nunca en estas horas. Sobre nosotros, una capa de nubes grises cubriéndolo todo.     

     Enciendo un cigarrillo. El humo forma arabescos que juegan con su pelo enrulado. La terraza tiene una serenidad de cuento, acompañada por el vino. Las luces de los autos son hormigas brillantes, van y vienen en una recta que se pierde donde ya no llegan mis ojos. Dice que escuchó algo y se aleja. 

    Rato más tarde Juan regresa. Está pálido. Dice que él se lo dijo. Me rio sin entender. Él me lo dijo. Y sin más, ágilmente, una pierna sobre la baranda, otra pierna, me mira y sonríe, abre los brazos y salta. No existe una palabra que describa esa muerte. No existen raíces para sostenerme. No puedo llorar ni pensar ni moverme y no quiero mirar hacia abajo, pero miro. Un grupo de gente rodea aquello que fue minutos antes. Aquello que era él y sus ojos oscuros, su paso torpe, su risa. Estoy sentada sin sentir el suelo.
     Por extraña inercia me levanto y camino despacio.

     Dejo la terraza y la vida que conocí. Bajo la escalera. El ascensor, con su música metálica, llega después de siglos. Abro la puerta. Aquello que fue y yacía ocho pisos más abajo está frente a mí. Inerte. Sentado contra el espejo. Ensangrentado. No es él y es. Cierro rápidamente la puerta y caigo al piso. Mi respiración se agita, haciéndose más profunda y más rápida. El ascensor baja.

     Me envuelve una quietud fría, latente, que desaparece cuando abro los ojos y me doy cuenta que tengo que salir de este edificio. La luz no enciende y casi a tientas bajo las escaleras hasta su piso. Golpeo la puerta. Alguien abre; y sin embargo, nadie en el comedor, en las habitaciones. Cruzo la cocina. Abro la puerta de su habitación sin saber por qué la abro. Y otra vez, es él pero no es. Sentado sobre la cama, con sus manos sobre las rodillas, la mirada fría. Él me lo dijo. Que no está muerto lo que duerme eternamente; y en el paso de los eones, aún la misma muerte puede morir1. Se levanta. Se acerca. Me abraza. No me muevo, no grito. Cierro los ojos. Toco sus manos y están heladas y desconocidas. Y antes de que pueda abrir los ojos, en mi pecho, agudo el trazo que me desgarra, saliendo de sus manos, que se sienten como garras. La muerte llega a mí, por primera vez.


1- H. P. Lovecraft