La pierna de Hortensia

                                                                                                -A Felisberto Hernández-



      Se mira. Atrás, adelante, hasta que el espejo aguante. Hasta que Horacio se despierte en el sofá y empiece a gritarle que es muy tarde, las mesas no están listas, el vestido es feo, los mozos son unos holgazanes. 

      Y es cierto. Es tarde. Los invitados comienzan a llegar. Hortensia se mira por última vez. El vestido turquesa bordado con piedras, la estola, los zapatos blancos y perfectos para la pierna de madera. Madera es la consigna de esta vez. Horacio lleva una mano, que el artesano le diseñó especialmente. La pequeña Cleo, el maxilar oscuro, de ébano, los rulos rojizos, los moños, el vestido y la puntilla, todo siempre rosa como le gusta a Horacio. Hasta los camareros, rigurosamente escogidos, tienen una funda de madera en el brazo izquierdo.

      En el pueblo se habla de ellos. Ellos lo saben. Las habladurías se intensifican una vez al mes, cuando Horacio y Hortensia despliegan una carpa gigante en el jardín de la casa y los autos lujosos se acomodan y las parejas con smoking y vestidos Belle Epoque desfilan por una alfombra gris, rodeada de pétalos.

      Los invitados ingresan en la carpa, tres damas de rojo, con un parche de madera en el ojo, los acomodan en cada mesa, mesas redondas, con adornos florares que son flores de madera y manteles de terciopelo rojo. Los músicos en el escenario vestidos de azul, tocando piezas de Stravinsky y Horacio y Hortensia en el medio de la pista, abrazados, contorneándose con elegancia y vacío. 

      Los invitados aplauden cuando llega el primer plato. Hongos rellenos de calabaza. El segundo plato es un panache de verduras con salsa de crema y manzanas.

      No se puede fumar en la carpa. Los hombres forman rondas en el jardín. Hortensia está con ellos cuando se acerca Walter y con disimulo le dice que un hombre necesita verla. La cara de Hortensia se vuelve pálida, enferma. Se levanta, acomoda la cola del vestido y se aleja, hacia la verja de entrada.

      Está cambiado, más viejo. Pero más viejo está el moño. Se acuerda de ese moño gris. Y de un traje a lunares azules, una vez en la rambla. Otra vez el recuerdo de sus manos, saber que nadie volverá a tocarla así, como si la madera de su pierna estuviese viva, como si fuese terciopelo.

      Se abrazan. Él dice que está distinta, el pelo corto le queda horrible y el turquesa la hace ver demacrada. Ella ríe y le recuerda aquel sombrero turquesa que usaba para las giras. Era un regalo, tu regalo, responde. Ella mueve las manos como si tuviera un papelito entre los dedos. Se miran y se quedan en silencio.

      Ella sabe que los invitados esperan, que Horacio la estará buscando, que Walter es discreto. Sabe, además, que él está loco y el rechazo no lo hizo violento. Margarita se lo había dicho. Margarita quería que volvieran y ella, señora Hortensia, ahora vive en una casona de un pueblo opaco, escribe poemas que rompe sin que nadie los lea, señora Hortensia, señor Horacio, pequeña Cleo, que le salió de la panza sin que pudiese darse cuenta, que se ríe como Horacio, con la baba acumulándose en los costados y es tan inteligente como un conejo. 

      Querés quedarte, pregunta ella. No, dice él.

      El rechazo no lo hizo violento, lo hizo suave, como acaricia sus manos, baja por su panza, llega hasta su pierna. Y otra vez la rambla, Montevideo, y otra vez es reina, con su pierna viva de madera dorada, con él que le sonríe y hasta puede sentir que llora, extraña, lamenta. 

      Escucha pasos que reconoce. Es Cleo. Ella la mira a los ojos. En seguida le da la espalda para estar frente a él. Para besarlo como besó a nadie, salvo a él, ese escritor, pianista y loco, tan pobre como soñado. Un beso largo, fragmentado por la voz de Cleo que dice “helado”. Un beso largo, fragmentado por los pasos que se alejan, los voladitos rosa. Montevideo en el pasto y la noche, la música y los invitados, las luces y la madera.