Wild west gold

      Murió la abuela Maruca. En un geriátrico respiró su ultimo nombre, el de uno de sus hijos, que han sido muchos, como muchos los lugares del país donde se encuentran.

      Muere una anciana de pelo rojo y cincuenta kilos de peso. La enfermera había pasado rato antes, la había encontrado enroscada en el suero y un rosario blanco, observando ensimismada la fotografía de su último marido. Habitación pequeña pero suficiente para los recuerdos de quien fuera la Reina de Ramallo durante cinco años consecutivos. Madre de once hijos. Tres esposos. Dos divorcios. Una viudez. Tortas fritas los últimos domingos en una casa antigua, emplazada en una barranca, frente al río. Cuatro perros y dos gatos. Veinte nietos. Vecinos que recordarán el olor a fileto de los sábados consagrados al último esposo. 

      Es temprano. La enfermera consigue comunicarse con el hijo más grande, primer esposo. Nito llora al enterarse y se ahoga desde el otro lado del teléfono. Marca el número de su hermana Manuela. Ella se queda callada y rápidamente se comunica con la más pequeña, Marta, que vive a unas cuadras. Y esta última siente un retorcijo en la panza, se levanta, camina hacia la heladera, abre una cerveza. Le aviso a Ramona, piensa. Ramona atiende y apenas llora. Se agarra la cabeza mientras se mira en el espejo. Los ojos negros, el pelo rubio, la misma nariz de su madre, Maruca, que ahora se transforma en otra historia del pueblo de Ramallo. Alicia también llora, incluso grita y la nombra, sin saber por qué lo hace. Amelia piensa en Maruca con una sonrisa húmeda y vacía.

      Inquietos los procedimientos para salir de Capital en el auto de Amelia, pasar por Ramallo por Nito y reencontrase con Marta, Manuela y un cadáver, en San Nicolás.

      El auto de Amelia, con Alicia y Ramona. No van los más chicos. Se enteran tarde. Ningún nieto llora.

      Se abrazan los seis en la puerta. Entran en silencio. Suben una escalera angosta, dificultosa porque hay mucha gente que se conoce, se desconoce y se encuentra. El sol cae en el salón como una piñata, sin llegar hasta la sala donde está ella, Maruca, con los labios que siempre había pedido. Labios rojos. Con una blusa de encaje crema y una pollera blanca.

      Soy tu madrina, dice una mujer alta y encorvada a Amelia. Amelia sonríe, no se acuerda de ella y tampoco identifica al resto de los hijos de Maruca. Vos trabajabas para mí cuando eras así, con un gesto que indica una altura infantil, dice una mujer a la que Alicia decide ignorar.

La cerveza de Marta se agota en un baño donde hace demasiado calor y demasiado murmullo llega desde afuera. Manuela cuenta los billetes que ganó hace un rato en el chichón, sabe dónde esconderse para evitar conocidos y antiguos empleadores. Nito llora y se abraza a cada uno que pasa. Ramona observa el cajón y a Maruca, le dice con voz pausada que la perdona, y se aleja.

      Después de varias horas, los seis hermanos, primer esposo, se dividen en dos autos.

      Más tarde se abrazan en la puerta. Fondo común, propone Amelia y los demás aceptan. Establecen un punto de encuentro. Debajo de una máquina llamada Wild West Gold. Si salen los tres vaqueros disparando al cielo es el premio mayor. Un vaquero y cualquier figura duplica el premio. Y si aparece el busto de una yegua repetido tres veces, la máquina jugará sola quince juegos.

      Se abrazan, formando una ronda, una célula que en pocas circunstancias se completa de esta forma. Seis cuerpos con la misma nariz de una mujer que seguirá despidiendo hijos, nietos, amigos, amantes, conveniencias. Por mamá, dice Nito, por mamá repiten todos al unísono. Ya saben, ahora, pueden rezar a una nueva diosa por el bingo con máquinas tragamonedas en San Nicolás, por los vaqueros, las cerezas, labios rojos, por los años, la distancia, por el hambre, por la ausencia y por el ruido de las monedas, que esperan, se repita esta noche. 





Fotografía: Pedro Luis Raota