Cuando Gabriel se
levantó de la silla el bar le pareció diferente. Cuando cruzó la puerta ya no
sabía su nombre. No pasó mucho hasta encontrarse parado y quieto, observando a
la gente, intentando reconocer una voz, algo que le indicará hacia
dónde ir, a quién. Caminó hasta la esquina respirando más rápido y
profundo, cada vez que contenía el aire abría bien grande los ojos en un
intento por reconocer la calle. No había pistas en los bolsillos,
sólo algunos billetes. No había teléfono ni angustia. Era un vacío pegajoso y
suave que lo sostuvo en la caminata por un barrio que veía, ahora, por primera
vez. Así llegó hasta una plaza, y allí permaneció sentado, cuando el atardecer,
con las manos sobre las rodillas y una pipa que, de a poco, comenzaba a
reconocer con la suerte de quien enciende por primera vez un cigarrillo. Estaba
solo. ¿Quién puede saber quién soy?, ¿podré preguntar a alguien quién soy?, se
dijo, cuando el frío lo devolvió a su cuerpo. Extraño cuando el reflejo de un
auto le devolvió su figura, cuando las luces transformaron la ciudad sin
devolverle un nombre. La gente hablaba como si fuesen de otro país, los autos parecían
raros y luminosos cruzando el alboroto de la peatonal. Hasta que dio otro paso
y se acordó, supo su nombre, la memoria le cayó como una nube de imágenes
histéricas, y supo quién era y a dónde ir, sin volver a su cuerpo.
Fotografía: Cecil Beaton