La cajita

Pequeña, parecida a las que te dan al comprar un anillo. Azul. Hace días que no puedo abrirla. El cuchillo intentó atravesar el cartón sin suerte, sin Marte. Joyeros, relojeros ostentaron bandera blanca mientras yo disloco mis dedos y mis manos.

No puedo saberme en recuerdos sobre ella. ¿Dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué? ¿Mía, realmente? O un truco malhechor de algún amigo o amiga con ganas de hechizo y maldición. Al moverla, un ruido seco, bamboleante. Mi postal de país desconocido que abre la boca para reírse de mí. Una cajita que nadie puede destrabar. Tal vez, debería orar o tirarla. Pero su misterio, en este momento, es más hondo que mi fe. Sí, es más hondo. Que no escuchen evangélicos ni católicos, no estoy listo para caminar sobre agujas o brasas o sermones de lengua compleja o simple. Siempre es depende. 

The Division Bell, Pink Floyd, extrañamente, es lo único que apaga los movimientos de un chinche o un clavo o un tornillo o mis especulaciones de ojo disuelto por el azul de la cajita. Arden mis dedos. No sé quién decía algo como que sueñas pero en verdad, recuerdas. Yo no recuerdo nada, no sé nada, busco algo que tampoco sé. 

Tengo que reconocer que a esta hora de la luna, no se trata de chinches, clavos, tornillos. Se trata de mí en una cruzada donde mis uñas son atormentadas en intentos. Una y otra y otra vez. Sin embargo, ninguna cruzada ha sido digna. La mía tampoco. Desarmándome en cuchillos, martillos, tijeras y la caja es inmune como un gato refinado a la gula. Una roca con gusto rancio. Un diamante jugando a las escondidas sin esconderse. Litio para locos. Fuego para bromas. Nada la perturba. Quizá Alejandro Magno podría con ella, declarando guerra y conquista. Persépolis en fuego y aullido. Persas en tragedia. Pero jamás lo invocaría.

Recuerdo algo del I CHING, el libro Sagrado Chino, decía que el agua es más fuerte que la piedra. Necedad de principiante, ya sin escrúpulos. La cocina pareciera distante, asustada la bacha. Quizá más que yo. 

La canilla es abierta por mis manos enrojecidas, una parte de mi cuerpo que ya no me pertenece ni me dignifica. Advierto mi sangre, herida de cabalgue sin suerte ni estrategia. La mojo y la mojo y la mojo. Lado por lado el cubo, el equilibrio perfecto para desequilibrar mi cetro. La única voluntad que conservo es contemplar el agua invadiendo la cajita azul. 

La saco. Es blanda en este momento. Y puedo sacar su tapa. Sin miedo, me digo. O con el miedo a un costado, me rectifico. Un ser. Es un ser con ojos grandes que me observa como si finalmente, hubiese sido rescatado de la cueva y de las formas. La mitad de su cuerpo es de hombre y la otra mitad, de caballo. Carga un arco y una flecha. Se prepara. Apunta. Tira. La flecha no duele, cae en mi frente como una caricia circular, delicada. Comprendo el mensaje, la ignorancia y lo elevado habitan en la misma dirección. Un punto en mi entrecejo.