La oreja

Con un gesto delicado abrió su mano. La sangre se desparramó. Ella lo miró con ojos inquisidores. Hundió sus manos en la espesa cabellera gris, seca. Se dio vuelta, mostró su espalda, cansada de alquiler. Se acostó sobre la cama. Él pasó su oreja a la otra mano. La observó como se contempla una gema preciosa. Soy el torero y el toro, dijo y volvió a ofrecérsela. Ella fingió no escucharlo. Él se acercó despacio. Empezó a temblar. Pañuelo rojo, mojado, delineando su cabeza. Empezó a llorar. Ella se levantó y lo miró fríamente. No entiendo, le dijo. Lloró entonces con más fuerza el joven pintor. Tocó su corazón a palmadas en un intento de que la mujer comprendiese. La noche se desparramaba desde la única ventana de la pequeña habitación de burdel. Las paredes tristes contemplaban el único cuadro, una familia comiendo en la penumbra. Te amo, dijo. Eres mi mujer, te sigo donde sea. Balbuceó otras promesas y se dejó caer pesado sobre una silla destartalada. Después de unos minutos ella abrió la puerta con furia y le indicó el afuera. Un afuera donde la luna, una moneda ondulante, sin brillo, en su cabeza. Un nuevo padecimiento llegó a los huesos del enamorado, Vincent Van Gogh.