El pólipo

 Arde Troya. Arde mi garganta. 

Cuando trago. Cuando fumo. El alimento grueso se atasca, no puedo ir más allá. Fritz Perls y Laura, su compañera, decían que el modo de comer de un individuo daba cuenta de aspectos de su personalidad. No sé qué intento decirme ni sé para qué digo lo que estoy diciendo. 

No me asusta. Aún. Soy parte de un legado materno donde cada garganta fue a la horca. Se le llaman pólipos. Tejidos que crecen para desconfigurar la armonía del órgano donde se encuentren. No son, generalmente, cancerígenos. Al menos nunca he sabido de esa peste a través de mi madre. Mis ancestros siempre alojaron pólipos siniestros, que alquilan faringes, laringes. Gargantas, a fin de cuentas. 

Inútil gatillar a un pólipo. Utilidad ortodoxa de ver a un otorrino. Que se disuelva, que se extirpe, que se ausente para volver a sentir lo que tomo del afuera para nutrirme. Se dice que cuando la ausencia, te das cuenta de lo que tenías. Una garganta feliz, en un organismo sabio y amoroso, a pesar de sus crueles mensajes. 

Cargo la dejadez propia de un ermitaño frágil y sin sabiduría. Hace un mes de mi síntoma. Puedo decir lo obvio, lo más difícil de ver, pero no en este caso. El signo Tauro rige mi órgano herido, el Toro, sobre saliente en la perseverancia que jamás tuve. Chakra Laríngeo, la comunicación. Lo que digo y lo que no. Extraño pues casi no tengo vínculos debido a mi franqueza. 

Me gusta el juego de luces provocado por los autos. Caminan sobre la avenida donde vivo. Lamento sus sonidos, sin embargo, contemplar el techo desde la cama y ese juego de ventana, cortina y calle me gusta. Nunca observo desde el vidrio. Por los muchos. Disolviéndose en esperanzas de cartón y madera. 

Hoy arde más. Hoy apenas puedo tragar. Ojalá pudiera rumiar. Y no iré a una guardia pública un domingo. La pandemia, tal vez un grito de la Madre Tierra, acecha. Siempre lo hace. Imagino que los domingos han de ser de pasta y medicina. Pacientes en la espera de imaginar o de saber o lamentarse. 

Si se rompe un espejo, siete años de mala suerte. ¿Mala suerte?, ¿buena suerte?, como en un relato chino. Quién puede saber hacia dónde. El baño es minúsculo pero su espejo es muy grande. A veces parece hambriento, con el intento de comerse todo lo que hay a su alrededor. Incluyéndome a mí. El escenario es tétrico. Gris, cada azulejo. Podrían arribar fantasmas orientales o cualquier ser amorfo con un hacha o una motosierra. Ya no les tengo miedo. El horror tiene la forma de un pólipo feroz. 

Abro bien la boca. Saco la lengua. Convertido en un detective de naufragios y desolaciones. Lo veo. Lado derecho. Pequeño y audaz. Verde y rosa. Entiendo. Un secreto familiar que se revela con tendencia de calibre 45. Un árbol genealógico torcido. Tan enfermizo como una pitonisa que no es escuchada. Árbol con la panza llena de secretos. Abro más la boca. Lo reconozco. No trata de un pólipo. Un pequeñísimo dragón occidental esparce fuego en mi garganta.   




  


La espalda

Siempre detesté a los tipos que curten y luego, en la cama, te dan la espalda. Sea la cita número que sea. Siento la misma bronca que ha de haber sentido una sirena frente a Ulises. Primera cita. Podrían ser pelos. Granos. Ronchas. No. Ninguna de ellas. La patria de su espalda otorga miedo. 

Mientras miro a la luna, que desde la ventana, me enseña su grandeza. Y le pido ayuda. En su espalda, pequeñas puertitas de piel. No sé si él sabe, no sé si alucino. Sólo el tacto me dará mi respuesta. El genio de Aladino sería benévolo, todo volvería a la normalidad, y el cocainómano a mi lado sería salvado por mi amor. Mi amor ignorante. Mi amor de apego. Mi amor de no aceptación. Mi amor que no se cambia a sí mismo sino que pretende cambiar a otro. 

Toco. Es piel, al igual que el picaporte, una puerta que mide el largo y ancho de mi miedo. Y de mi terror. Abro. Lo veo a él rodeado de mujeres o mejor dicho, de jovencitas, casi parecen colegialas. Imagino por qué. Mi amante no tiene mucho para decir más que las veces que se drogó, “se fue de gira”. Los Anunnakis han de estar en rebelión. Los poetas, como yo. Todo aquello que nutre y dignifica. Pero el rombo gira por un tiempo, luego regresa en su totalidad a la tierra. O no.

Ya no es asco sino curiosidad por una peculiar espalda que me está enseñando aquello que desconozco. Y quiero saber más. Veo una mesa con cuatro hombres, él está allí. Un plato con cocaína rueda entre ellos. Esnifan con fuerza. Un trueno que no ilumina sino que trae más oscuridad al cielo. 

La tercera. Lo escucho. Babear, como siempre. Mientras habla. Pero ahora con cada palabra una nueva agitación de saliva. Ahora sí es asco. Cierro la puertita con la velocidad de Hermes. Pues recuerdo; babea cuando habla durante frases. Haciendo un sonido como si el agua y el viento comulgasen en extraña maldición. 

La cuarta es la vencida, es la última que me observa desde una espalda que no puede mentir. Él sí, pero se olvida y cambia la versión. Yo lo veo con ojos grandes. Río hacia dentro. Asiento como aprendiz y vuelvo a mi cerveza negra. Nos veo. Él arroja unas llaves cerca de mi cara, grita, con una voz emancipada de refinamiento y compasión. Puerta cerrada. 

Mientras ronca, como aguijones tentando a mis sienes, me visto lentamente. Lo despierto. Absorbo su mal humor como quien absorbe Chernobyl. Balbucea en tono bestial. 

Salgo del departamento. Cierro yo misma, la puerta del edificio.





Cuentos desactualizados.

Estarán, próximamente en:



Por Editorial Casa.Varsovia

El hongo

Me lo contagié hace tres años. En la ducha del hospital donde estuve internado. Por delirio místico. Probé cremas, pastillas, ungüentos y todo lo imaginable para quien tiene imaginación de esfinge y de loco. Para quien se abre al desagrado de una uña rígida, dura, imponente como un zigurat babilonio. Imposible de cortar. Imposible de no alertar, en ojotas, al mundo que el hongo crece con la misma intensidad que mi desesperación. Uña del dedo gordo. 

Pero hoy. Hoy. Está distinta. La uña ya no se abre y cierra en un hongo sino en un minúsculo espejo. En el cual no soy el más bonito. Sino el retrato de un pintor que sólo desparrama los ojos de sus modelos, dicen, cuando veía su alma, Modigliani, su nombre. La uña-hongo-espejo apenas me permite observarme. Es pequeña como una salamandra. Misteriosa como una hormiga, que trepa y trabaja, para preservar su reino. 

Sin embargo, está creciendo. Se moldea en la uña por completo. Ni aseveraciones ni curiosidad por saber cómo se hacen los espejos. Siento miedo del que me está habitando. Si crece, si llegara a dolerme, si es perpetuo.  Soy preso en la incapacidad de volver a delirarme, las drogas legales hacen su magia y su condena. 

Miro la uña con sutilidad, aquella que parece embarcar a hombres temerosos. Veo. Veo. ¿Qué ves? Una uña desagradable. Que refleja la cara de mi hermano. El preferido, el más chico. Mientras yo, el mayor, hacia desmadres con la cocaína y la poesía. El menor, cuya esposa, cuyos hijos, cuyo auto, cuya hipoteca siguen corriendo en la rueda del maldecido hámster.

Veo. Veo. La oficinista correcta, una extraña poeta, tan funcional al afuera como cuando las papas fritas se visten de mayonesa. Yo me despedí de ese trabajo enviando a la mierda a todos, incluso a los del sindicato. Ella, agradeció por el amor. Cuando las papas fritas se visten de mayonesa. Aprendí: no es lo mismo escribir buenos poemas que vivir siendo poesía. Otra medalla más a mi falta de cordura. Mis cebras saben volar. 

Veo. Veo. Banderas celestes. Ondeando con bestialidad. Contemplo bocas cocidas por el odio, a pesar de ciertos dibujos que llevan. Luego, marea verde. Llantos, aplausos -aunque no puedo escucharlos-, sonrisas, puños en alto. Verde que te quiero verde, diría García Lorca. Es Ley. 

¿Qué ves? Mi ex–jefa. La católica. Cuya ambrosía en el almuerzo era razonar y enunciar chismes por cada empleado de la Dirección. Una bruja con manto moralista. Al desnudarse, quizá una estrella de cinco puntas, dos hacia arriba, le quedarían mejor. 

Una cosa bien desagradable. La mujer que sonríe todo el tiempo. Yoga para principiantes. New Age en cajita de lata. Conocimiento de botella arrojada al mar, sin mensaje. Porque todo está perfecto. Todo es ilusión. No puedo sentir dolor por el hambre y por la guerra, o sí puedo, pues no alcancé su nivel de evolución espiritual.

Veo. Veo. ¿Qué ves? Mi escándalo. Mi tragedia y mi cobardía. Rehusarme a jugar, verdaderamente. Aún así, la uña hongo espejo abre mi portal. Mi comprensión y mi vergüenza. Cada personaje es “una herida que no he sanado en mí mismo”. Eso es lo que ahora, veo, veo.