Iguana


No son veinte ni diez. Solamente cuatro pisos. Que Horacio recorre intentando llegar a planta baja. El corte de luz es voraz para quien intenta escapar de lo desconocido. Horacio sigue. La sorpresa no lo atraviesa. Tampoco el horror. Se trata de voluntad, de salir, de bajar y de subir. Desde el cuarto piso hasta el primero que al bajar, se transforma en el cuarto nuevamente.

Las ventanas entre pisos resumen la luz de una luna menguante. Horacio ya no la mira. Después de incontables escalones ahora siente miedo. No por la iguana, no tan pequeña, que lo observa con su sonido profundo; a esta altura no puede distinguir si es la misma o son cuatro. Toca la puerta de un vecino. Nadie responde. Todas las puertas, la misma ausencia. No se oyen ladridos ni gente. Tan desierto y recurrente como una duna a punto de ser pulverizada por el viento. Salvo por la iguana.

Se lleva las manos a la boca para ahogar el aullido. Desde el cuarto piso al primero y otra vez, en el cuarto. Entra en su departamento. La calle está poblada de árboles y pequeñas plantas que crecen entre las baldosas. No hay locos ni cuerdos. No hay quienes puedan saber que Horacio está atrapado entre el cuarto y el primer piso, con una iguana o con cuatro.

Sale. Tercero, segundo, primero y otra vez, cuarto piso. No intenta silenciar el aullido. Pequeño como una salamandra y ágil como la iguana deambula. No toca las puertas, las patea a la espera de algo que ya no sabe qué es. El pantalón gris está manchado con la sangre que baja de su nariz. Sentado en la escalera, encuentra su silencio y más tarde, su llanto.  

Podría esconderse en su departamento del cuarto piso. Pero tiene que salir, pero el afuera, pero el Clonazepam que no hace efecto ni salvación. Horacio, confío en vos. Repite. La confianza en la planta baja se desvanece como la noche lo está haciendo. Pero el portero comenzará su rueda en unas horas.

Adentro el calor de la estufa y de saberse uno con su hogar. Sin embargo, quiere salir. Llama sin cansancio a su mejor amigo. Llama a los más próximos, a los más lejanos, pero han de estar durmiendo. Raro que nadie responda, se dice. Ni siquiera el portero. Pinza en mano, pantalón limpio y Horacio sale.

El tercer piso, el segundo, el primero y el cuarto, una vez más. El día es una mata de nubes expandidas. La iguana es un gesto de un creador burlón.  Ve las nubes y pide al sol que eche luz sobre la salida. La pinza en cada picaporte de vecino, en lo insólito y lo maldito. Se queda en el primero, tal vez será más fácil que el día escuche desde abajo.

No sigue escalón por escalón. Sentado, se toca los brazos con fuerza. Comienza con palmas. Horacio sonríe. No tiene reloj ni respuestas. Tampoco piensa en misterio sino en castigo. Por algo que no sabe, que nunca supo, que no sabrá. Que no se revelará porque no se esconde en esta vida. Se suena dedo por dedo. Lo impredecible está temblando como Horacio. Mientras la iguana con su cuerpo verde y negro, a unos metros.

Segundo piso, tercero y cuarto. Abre su puerta. Abre la ventana. El portero está limpiando baldosas. Le grita. El portero lo mira y trata de entender lo que Horacio trata de explicar. Desaparece de la vereda. Unos minutos y el timbre suena. Horacio, con la velocidad de un escalofrío, atiende. El hombre lo escucha mirando el piso.

Bajan. Cada pasillo, cada iguana. Tercero, segundo, primero. Y otra vez, el cuarto piso.



Ireneo

Se dice que algo nublado para encontrar formas en las nubes. El pronóstico decreta veintiocho grados. Adentro está frío. Abre la cortina. Pero no durmió de más. Pero ve la noche honda, iluminada por una luna que crece. Como una moneda arrojada en el cielo, piensa. Son las diez de la mañana. Diez y ocho, lee en el reloj azul. Y no vive en Alaska. Y ningún noticiero aventuró eclipse o noche prematura. Aun así no se preocupa. El afuera puede despejar lo inesperado. También su abuela al regresar.     

Abajo, apenas el sol cae sobre su remera gris, donde en el pecho el mensaje con letras amarillas, Nice Try. El portero lo observa. Irineo se toca las piernas para comprobar que es parte de este mundo. Sus ojos parecen achicarse en líneas tan delgadas como el hombre que lo inspecciona sin comprender demasiado. Sin comprender por completo. Sin simpatías ni auxilio.  

Arriba, el frío se vuelve más intenso. Tiene miedo. Pero abre otra vez la cortina, esperando el día que en el palier lo encontró. Y es la luna hipnótica y profunda. Llama a su novia. No lo atiende, a pesar de un domingo de enamorados. Insiste con el teléfono como si un brote violento nuevamente hubiese llegado. Se saca la remera. La piel le cuelga no por viejo sino por cansancios a fuerza de vodka.   

Baja otra vez y el mismo horizonte diurno. Una nube con carne de dragón, otra como un koala, dice un nene. La luz escurridiza, el calor, la calle, los desconocidos que nunca sabrán que arriba es de noche. Camina, fumando con rapidez un cigarrillo. Buscando taxis o supermercados. Sin anteojos negros se busca diferente.   

No cerrará más la cortina. No escapará de lo indecible, lo inevitable, lo oculto. Señora, dice a la luna. Dame mensaje, ordena. Pero no hay símbolos ni palabras. Ceguera y silencio de hueso cubren el departamento del octavo piso. Mientras, la oscuridad abre los telones. Sus imágenes pueriles, violentas, absurdas. Sus palabras de siempre. 

Ireneo tiene otra idea. Antes mejor el palier para comprobar o lamentarse. 

Necesita el dinero y tal vez le guste. Primero lo primero, el cansado Facebook. Luego, Twitter, Instagram. Las redes de conquista mejor no tocar. Los casinos virtuales son de Tailandia o algún lugar que jamás conocerá. La mayoría no lo cree. Algunos curiosos, bromistas, ingenuos comienzan a llamar. Los amigos se fueron junto a la secundaria. 

El departamento atrapado en voces que se refuerzan, aplausos cuando la cortina del comedor y las cuatro habitaciones se abren. La luna lee abrazos y copas. Las pupilas dilatas de Ireneo. Son pocos. Él es selectivo como quien le dio su nombre, Ireneo de Lyon. Aunque no sabe quién fue. 

Ríe Ireneo. Asiente mirando a la luna. No le agradece pues se lo merece, se trata de buena suerte. No necesita el misterio que ostenta pero sí el ilusionismo de anfitrión, que al mirar a sus clientes reconoce. El público sube y baja y sube al edificio. La remera gris es un recuerdo que no desea, ahora una camisa negra igual que el pantalón y las botas francesas. Un anillo en el índice derecho, preciso para sus gestos fuertes. 

Falta bastante para que el sol se apague. A pesar de la hora y la conquista, la incertidumbre temblorosa camina por sus rodillas. Una anciana aparece. Su abuela, Selene. La mujer lleva una vela blanca encendida. Un naipe en el pecho. Una cadena plateada con una amatista. El pelo suelto, vivo y gris hasta los hombros. Se acerca al ventanal. Él comprende. Intenta evitarlo sin discreción ni prudencia. La mujer lo mira a los ojos. Ireneo se detiene. Ella cierra la cortina. Él llora con la boca abierta y lentamente, la abre. El sol lee la cara de Ireneo. Las pupilas dilatadas.