Agua


Dijo que quería sentirme.  Primero. Después, la crudeza. Estoy de novio, amo a otra. Me quedé en silencio, tapé mis ojos con mi brazo. Así estuve largo rato. Los músculos del cuello comenzaron a tirar, endureciéndose.  ¿Cómo podés amar a una mujer si en tu cama, desnuda, está otra? Vos no sos otra, sos vos. En mí, el placer recibido mezclado de algo agrio, oscuro. ¿Por qué no me dijiste antes? Porque soy un egoísta, fue su respuesta. La historia se repetía. Otra vez compartía su vida junto a otra, que no era yo. No estaba tan distinto. Habían pasado más de tres años. Su barriga había aumentado, también su fama de escritor. Esta última se ocupó de dejarla en claro. Al verlo, me di cuenta lo diferentes que somos.  Yo no aspiro a vivir de mi poesía, sólo quiero ser yo misma, tímida, colgada, resistente a algunas posturas y caminos.  Él es su escritura. No hay nada por encima de ella, ni siquiera yo.

Fumé lentamente un cigarrillo, seguía acostada. Él iba de un lado a otro ocupándose del mate. Yo también había esperado ese momento, pero sentía que en esa batalla naval, yo daba al agua. Porque era un batalla, entre lo que pensaba, lo que sentía y el afuera que tenía una cara femenina, traicionada.

Unos minutos más tarde me fui. Mientras caminaba por San Cristóbal comenzó a dolerme la cabeza. Cuando llegué a casa, escribí un poema para él y me acosté, dolorida y sola.





Fotografía de Man Ray

Yo amé a Elizabeth Short

Era muy alta. Dijo que siempre vestía colores oscuros. La conocí en un bar en Los Ángeles. Su piel era muy blanca, sus ojos muy azules y su boca profundamente roja. Todo era muy en ella. Todo era intenso, llamativo, único. Y desde el primer momento quise besarla. El pelo negro, ensortijado, le caía sobre la frente, una flor blanca lo adornaba, como una actriz de Holywood. Vivía en hoteles y casas de amigos, al menos hasta que el papel adecuado llegara. Quería ser actriz más que nada en el mundo. En una época quiso ser esposa pero las cosas no resultaron, su prometido, un héroe de guerra, murió en un accidente en La India, terminada la segunda guerra mundial. Desde entonces se la pasaba en clubes y bares, admirada por la turba de hombres dispuestos a invitarle un trago, una cena o comprarle un vestido. Elizabeth no tenía amigos cercanos pero conocía mucha gente.

Esa noche la encontré llorando. Aún sin conocerme reveló todo, desde el amor perdido hasta el amor fingido, desde los amigos sin cuerpo hasta la familia lejos, más lejos aún su padre, con quien había discutido y dejado su casa, para comenzar esa vida errante que, lejos del glamour, la tenía mal nutrida. No soy muy bueno para dar consejos pero le dije que quizá sería mejor volver a Boston, a sus hermanas, a su madre Phoebe. Ella pidió otra copa y dijo que era imposible, no quería volver siendo Betty, no así, ella tenía talento. Su nariz estaba roja y sus ojos fríos, sin embargo seguía siendo intensamente bella y quería besarla.

Afuera la gente caminaba lentamente, como si el viento les cortase el paso. Adentro estaba cálido, las camareras en vestidos floreados con un cartel sobre el busto que decía sus nombres. Éramos pocos. Tan sólo dos parejas y más allá, un grupo de hombres, cuyas voces, gruesas y altas, ya eran reconocibles por nosotros. Le pregunté si quería comer algo y dijo no. Otra copa solamente. La acompañé. Cada tanto ella lloraba, cada tanto yo tocaba su brazo en mi manera torpe de hacerle una caricia. ¿Dónde vas a ir? No sé todavía, respondió. Imaginé decirle: ven conmigo, sé mi mujer, nada te faltará. Pero las mujeres como ellas no se quedan con el tipo pobre del bar. A la larga aparecen en una película o terminan casadas con un empresario. Entonces seré quizá un recuerdo, el del tipo que la contuvo en un bar de mala muerte.

¿Crees en Dios?, preguntó. Sí, creo que hay una fuerza superior que nos protege, nos auxilia, nos reúne. Como por ejemplo, esta noche, aquí, con la Srita. Beth. Ella río. Hubo un tiempo en el que no creí en dios, dijo. Veía a mi mamá haciendo muchas cosas, cuidando de nosotras, sola, con los chismes alrededor y la pobreza comiéndole las piernas. Creo que siempre escape de eso. Todos escapamos de algo,  dije. ¿De qué escapas tú? De morir viejo y solo, dije. A ver, te leo la mano. ¿Sabes leer la mano? No, pero lo intento. Veo una vida larga, vas a tener una esposa y muchos muchos hijos. Wow, que buen pronóstico. ¿Puedo leer la tuya, Beth? Sí. Es una mano suave, revoltosa. Tu vida será larguísima, suficiente para cumplir lo que deseas. Perseverancia, Beth, perseverancia, casi diría que serás eterna.

Cuando éramos niñas con mis hermanas jugábamos a la escondida, yo siempre elegía el mismo sitio, trepaba un árbol gigantesco, ninguna se daba cuenta que de entre las hojas las observaba. Siempre ganaba. Cuando nos hicimos más grandes jugábamos a las madres, cada una con su muñeca de trapo, somos cinco hermanas, cinco mujeres. Pobre padre, respondí. No tanto, fingió su muerte cuando éramos pequeñas y reapareció hace unos años. ¿Y a qué más jugabas? A las princesas, a las actrices, algunas veces al volley. ¿No extrañas tu casa? A veces. Pero estoy aquí porque soy actriz. Yo sé que no va a ser fácil, pero soy paciente. Rocé su brazo y esa sensación me pareció  irreal, como si tocara una muñeca. Estaba a un paso de besarla. Quería escucharla por siempre. Quería abrazarla. Quería desvestirla. Quería amarla y decirle que al fin llegó, no hace falta partir porque hay quien te espera, quien te cuida, quien te acompaña. Pero no lo hice. Sólo temblé un poco y la transpiración empapo mi camisa. ¿Estás bien, Rick? Sí, sí, estoy bien, es sólo… que… a veces transpiro. Se acercó y me dio un beso en la frente. ¿Volveremos a vernos? ¡Claro! Me escuchaste más que cualquier persona que conozco. Espero no haber sido una pesada. Para nada, Beth, para mí fue hermoso compartir, compartirnos. Esta es mi dirección, si algún día estás de paso, no dudes en visitarme. ¡Gracias! Tengo que seguir ahora. Hay una audición.

Nos abrazamos largo rato, como dos amigos que no se verán en mucho tiempo. Le regalé un anillo que era de mi padre. Le pedí que me escriba, que no se olvide de mí cuando fuera famosa. Sonrío como una estrella de Holywood, la vi brillar opacando a los caminantes, la calle, los edificios, el cielo y sus astros. Era enero de 1947.


Días después llegó a ser muy famosa, tristemente famosa en las páginas policiales, aquella mujer de pelo negro, boca roja y ojos celestes quedaría en mí como un recuerdo, el de la mujer que amé en un bar de Los Ángeles.