Pájaro

El timbre. Feroz como carpa de circo, al dente con sus rejas y trucos. Nadie. Cierro la puerta. Oigo pasos tormentosos. Como débiles agujas intentando saber qué hay más allá del suelo. Una suerte de cangrejo azul. Parecido a uno que he visto en sueños. El mío hablaba, el mío alertaba. Este, de izquierda a derecha. Sin pasos largos ni armoniosos. Del tamaño de un dedo meñique, de una mano hábil pero breve. No temo. Lo dejo entrar. Se dirige a mi habitación.  

Escucho sin escuchar un sonido débil, como un aleteo hambriento. Abro. Miro hacia abajo. Un pequeño pez, sin aletas, con cola. Horrible al igual que una jauría en cabeza de fama y fortuna. Lo llevo a mis manos. El agua come la pileta del baño. El pez revolotea. Lo percibo tranquilo. Regalo de un vecino con humor de sátiro, cuernos y pezuñas.

Golpean. Abierta mi puerta. Leyendo trucos de ilusionista con suerte de paloma blanca. Esta vez, algo camina con seriedad, pegajoso y despierto. Luce como un pez sin serlo. Tiene cuatro patas. Su color me recuerda a las arenas de un desierto indefinido y venturoso. Con escamas vastas para carne tan diminuta. Sin embargo, mayor que el cangrejo azul y el pez ocre. De moda que arremete para convocarlo en simpatía. Lo observo caminar hacia la cocina.

Puerta. Sorpresas de piñata con una hada dentro. No tengo miedo. Pues se trata del tamaño de un índice, descarrilado y reducido. Ruge con moda extraña. Una que jamás he escuchado, pero reconozco. Un dinosaurio. De cuello y cola prolongadas para destacarse en hierbas. Ni pánico ni paranoia. Habrá un Merlín viviendo en mi edificio. Un Mago verdadero erguido en hechizos y cantos. Con una espada capaz de herir mortalmente mi sueño. Pero estoy en vigilia. El dinosaurio elige quedarse cerca de los parlantes. Oktubre suena con la alegría salvaje de tribus, sin contar.

Nuevo rugido. Que domina con fiereza. Memorias de un tigre con sangre a libertad. Aquellos que youtube me han enseñado. Mientras humanos sin hermandad juegan a lo oculto, guerreros con gritos para la extinción y la cordura. Es similar a un tigre. Fortaleza de saberse colmillos largos, gruesos. Pienso que, grande como una mano, podría saltar a mi cara. Vengarse de una humanidad con rompecabezas repetidos, que no rompen cabezas sino que las perfeccionan, dando más mente. Elegante, se acuesta debajo de la mesa.

Silencio. Ojos y nariz amplios, como su boca. Desnudez de quien no ha comido de árbol alguno. Piel oscura, igual que la mía. Una mujer de belleza incomprendida, pero comprendida en millones de años. Una madre, un ancestro que me habita. Es hasta mi antebrazo. No existe terror, el ser que me antecede o el ser que fue extinguido, despliega un ropaje de bellos fuertes. Me mira como quien mira el espejo, dispuesto a saltar al otro lado. Pasa. Se aleja del león que no es león. Y la veo caminar hacia el balcón.

Extraño el timbre y los golpes en la puerta. Merlín ha de haberse cansado, ha de estar durmiendo mientras sueña que la Dama del Lago arroja otra bendición al Rey Arturo. Mientras la Reina Mab sueña con Lancelot. Mi departamento es patria de seres que conocí en libros, pero las verdaderas enseñanzas las otorga la vivencia. La vida que en este momento hace de mí, un mundo, una evolución. Tal vez. Aún así, sin nuevas puertas el tiempo es pesado como un volcán rebelde.

Son los golpes. Se han levantado los cetros blancos, mágicos, como la luna bondadosa que se muestra a todos, a su tiempo, a su distancia. No son las baldosas invadidas sino el techo. Un aleteo con ritmo de progreso. Abro. Un pájaro marrón. Mi brazo conserva la misma longitud que su cuerpo. Vuela. Planea. Mientras, el comedor con ojos anchos, con piel abierta a lo desconocido, con hueso y médula arrogantes por el milagro. Las alas se cierran y se abren con la velocidad de quien ha visto sus dones, sin importarle. Vuela de la misma forma en que anhelo una reencarnación fértil donde soy pájaro o mariposa. O ambos. Quién puede saber.

Convivo, al menos por lo que dicte lo Absoluto que se desconoce pero se siente, con seres que sólo los libros de historia han podido ofrecerme. La ofrenda es más fuerte. Igual que el día que nos encuentra con ojos frenéticos en alegría, todos diferentes, latiendo sobre una Tierra cambiante, a veces caprichosa, pero siempre Madre amadora. Los árboles se ven, desde el ventanal, dadores de hojas que caen en danza final. Mientras, el pájaro marrón planea cerca de mi biblioteca.


Nunca volví a verla

Como si Mercado Libre fuese el amigo de fidelidad cercada por cantos de sirena. Como si cada tienda definiera el libreto venerable. Invaden. Las veo. Distintos enunciados de colores. La misma tela. Son ellas. Como cientos de soldados arremetiendo contra cualquier singularidad. Cualquier intento de cisne negro. No hay mucho para contar. Dos aperturas, que promueven un solo bolsillo. Invaden las mochilas Jansport, taconeando por las calles. Sonrisa gorda. Un solo bolsillo. Tan inútil como un hombre pastoreado por su propio rebaño. Una vez me encontró una de ellas, cara a cara, más costosa, redes en los costados, tres aperturas, dos bolsillos. Nunca volví a verla. No les tengo bronca a las Jansport. Les tengo miedo. Esa emoción que duerme y despierta en costillas a punto de cornisa. A veces pienso que el mundo les pertenece a ellas. Que sus etiquetas intentarán mi frente. Mi boca. Que sus filas caminarán hacia mí. Y cada bolsillo me dirá quién debo ser.  


El sello

El sello no imprime sobre la receta. Ni el número de matrícula, ni el nombre y apellido. Sólo psiquiatra. Una palabra arrojada a la imprudencia de una lluvia hambrienta. El paciente observa como quien abre las puertas de un círculo donde los hombres llevan sus cabezas hacia atrás. El psiquiatra vuelve a intentarlo. Similar resultado, definido en numerosas intensiones de ahogado. El sello imprime. Una matrícula, una profesión. Un nombre femenino. Desde el otro lado del escritorio, el hombre se habita en la voz de una mujer, que solamente él descubre. El sello se imprime, nuevamente. Otra voz. Nuevo el nombre. Voz gruesa, ardiente. Sin embargo, él no alucina con voces o visiones. Su vivencia es de péndulo con frecuencia histérica. Sensibilidad siempre descarrilada. Bipolaridad de una torre a otra y otra. Cada impresión del sello es otro personaje. Cercando. Con dientes que ahuyentan a su testigo. Dientes que lo piensan a sí mismo. El psiquiatra entregado a furias que no susurran crímenes sino que mastican lo único real. Un consultorio. Aquello que no escucha. Un sello que cambia con la bestialidad de una espada dispuesta a no forjarse por fuego. Una receta fundida en mujeres y hombres sin carne sin hueso, desde un lado. Desde el otro, paciente con filas voraces que aúllan al silencio. Intentos de tinta sin suerte de naipe erguido. Demasiados intentos. Demasiados pensamientos de ilusionistas que aprenden a tragar la templanza, que va continuando en libreto feroz. Paciente padece ya sin paciencia mientras cada Plac del sello convoca otra voz en su cabeza. Ahora infantil. Ahora de joven desarmado. Ahora de mujer sin dados. Ahora, un anciano montado sobre jueces. Plac. Plac. Plac. Medallas para voces que dislocan músculos. Psiquiatra sin visión, salvo para impresiones que se fortalecen en dolor ajeno. El mundo grita podios para los fuertes. El Cosmos ofrenda la caída de una hoja otoñal en su danza final; para los débiles. Corroen las palabras. Identidades de sol sin dignidad. Balbuceos serpenteando. Plac. Plac. Plac. Desconocidos con entonaciones tímidas o feroces. El sello va desuniendo la madeja sin intención de volver a unirla. Novato en juegos sin control. Paciente sin hablar porque tal vez algo encontrará en cada Plac. Algo para qué, algo para negar. Plac. Plac. Plac. Plac. Una mujer gastada en pasado. Una mujer gastada en futuro. Un chico con ánimo de encierro. Un hombre que conoce demasiado y sabe muy poco. Y su psiquiatra, para el intento de demoler monstruos, que ahora percibe. El sello imprime sobre la receta, el nombre de su paciente.