Whisky

No cambia. No termina. Es una foto tonta y maldita. Un gesto de publicidad. El cartel de un banco, una tarjeta de crédito, un all-inclusive. La pasta dental que promete los dientes más blancos del sistema solar. Su sonrisa permanece desde hace horas. No es resultado de una cirugía plástica. De un remedio con efectos adversos. Las cirugías son del año pasado. Remedios no toma. Ser relaciones públicas implica muchas horas. Y justamente, muchas sonrisas. Estar despierta y ágil. Dar palmadas o abrazos o tocar con estrategia alguna parte del cuerpo que sea capaz de rendirse. No tiene oratoria brillante ni modos verdaderamente refinados. Sin embargo, sabe qué decir. Una oración que siempre comienza con el nombre y sigue con un conocido, una anécdota, un halago, la insistencia de un lugar reservado para unos pocos con privilegio. Cada noche es la misma. Sólo el vestuario cambia. Está prohibido repetirse. 

Ahora es el pánico. La sonrisa permanente. Se mira en el espejo una y otra vez. No quiere saber del celular, del Twiter, del Facebook, del Instagram, del Telegram. Tampoco del marido. El tesoro que le faltaba para un apellido lujoso y ascendente. Al igual que una secretaria intentando con un escote la promesa de un jefe misterioso. 

No le parece la misma sonrisa de siempre. Aquella de las fotos con el grito de whisky. Las instantáneas son muchas, sin embargo la palabra whisky no le gusta. Ahora cree que es vulgar, así lo dice su marido. Pero es divertido y algunos lo eligen. Sabe posar. El perfil favorable para la cámara y las luces. Es la anfitriona alegre, feliz porque la vida es fiesta, porque todo es perfecto en un mundo maravilloso. Donde la gente baila con estilo y moda. Las billeteras abultadas, que se gastarán en una noche y volverán a colmarse mañana. Para copas, para pastillas con dibujos que demandan estructuras sólidas, materiales y exitosas. Como se tiene que ser en el sistema capitalista. Ella quizá lo sabe o lo niega. O juega a su favor sin consciencia. Nadie lo sabrá nunca. Como tampoco su sonrisa será resultado de abrazar un árbol, de encontrar a Marte brillando en el cielo, de una pluma en la vereda, una pequeña planta luchando por crecer en el cemento. La cordura de la sonrisa fija y nocturna no se lo permite. Y ahora tal vez seguirá por años sonriendo. Porque el mundo es maravilloso. 



Inteligencia

Era una lámpara común. Inteligente le llaman. Con un control remoto, cuyo botón permite no salir de la cama para apagar la luz. Inteligente como una calle abarrotada de negocios y torres sin alma ni peculiaridad. La lámpara de la habitación es parte del alquiler, intenta hacerme creer que estoy en mi casa. Fellini, el director italiano, en la película Amarcord fue claro: “…mi abuelo era albañil, mi padre fue albañil, y albañil también soy yo; pero mi casa, ¿dónde está?..”. No soy albañil, tampoco accionista de una multinacional. 

Llego de mi jornada con el cansancio de un zombie hambriento desde hace años. La cama refugia y prepara para las revelaciones que el sueño ofrece. La lámpara y su control me vuelven vago como un débil Saturno astrológico, el sabio anciano, que pierde la disciplina y el orden. 

Aprieto el botón. La luz sigue encendida. Las paredes son otras. La imagen de cada una me hacen creer o me hacen estar en la superficie de la Luna. No soy astrónomo ni astrólogo, pero amo a Carl Sagan y su Cosmos. Algo he aprendido. Mis mejores sueños han sido en planetas. Donde me siento en un delirio de belleza y respeto por el Creador. 

Estoy en la Luna, despierto y consciente. Sus cráteres me observan, la superficie gris que han pisado pocos hombres. Brechas y cuencas misteriosas. Luna bondadosa en su gesto de mostrarse a todos. Pero yo estoy más cerca que cualquier ser humano en este momento. Mi Luna en Sagitario, revelada por mi Carta Natal, se expande y sostiene que la flecha debe apuntar al firmamento. 

Cambian las paredes. Mercurio, pequeño. El más cercano al sol. Estoy en su lado iluminado. Recibo también cráteres, dibujados en vastedad y armonía. Algunos con más intensidad que la superficie lunar. Su cuenca, llamada Caloris, provoca vértigo. Mercurio era Hermes para los griegos, dios de la comunicación, el intercambio, veloz e inteligente, protector de comerciantes y bandidos, aquel que a veces cumplía las encomiendas más difíciles que los dioses querían. 

Rápidamente, ahora, me doy cuenta: estoy en Venus ardiendo. Llamas y montañas. Volcanes y lava antigua. Nada puede impactar en la sequedad y el calor de este planeta. Aún así, me resulta bello. Siento pasión en cada una de sus llamas. 

En la Tierra sólo se me muestran selvas, desiertos y agua. La vida nació acuática. La Tierra respira a la distancia justa del Sol, con su satélite vital, en un brazo, de tantos, de la Vía Láctea. Giramos, se especula, alrededor de un agujero negro. Somos un enigma que nadie puede resolver, pero, para quienes creemos, es custodiado por el Ojo de la Providencia, el Ojo de Dios que todo lo ve. 

Rojo marciano. Una tormenta impide respirar. No veo con claridad durante unos minutos. Es un desierto. Profundo y movedizo. Veo rocas, grietas. Soy Aries. Marte es mi planeta. La conquista y el avance, como el viento solitario y poderoso. Digno de un guerrero. 

En un instante el escenario es completamente diferente. Los planetas rocosos se han ido, es el momento de algo indefinible. El mayor, el benéfico. Júpiter, de helio e hidrógeno. Nubes. Mayor que la Tierra, tal vez once veces. La magia de la lámpara inteligente impide que muera aplastado en la piel de Zeus, otro de sus nombres, al menos para los griegos. Es original con su gigantesca mancha roja. Soy dirigido hasta una aurora. La reconozco sin haber visto jamás una en mi propio hogar. Satélites por doquier, me detengo en la magnética Europa. Completamente de hielo. Es probable que sus aguas oculten vida. 

Me enfrento a Saturno, que me contradice para afirmar que no ha perdido orden, así lo demuestra la armonía de sus anillos. Inconmensurables en comparación a los de Júpiter, conformados por agua gélida. Son cuatro los cuerpos celestes con anillos: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Saturno, descubierto por Galileo Galilei. Custodiado por una gran cantidad de satélites. 

Cielo profundo, abismal. Llego a Urano. Pincelado por verde y azul que se combinan en una paleta simétrica, los colores se desgastan hasta una peculiar unión. Excéntrico, tanto en Astronomía como en Astrología. Con su eje inclinado parece viajar casi acostado. Para el lenguaje de los astros, se lo conoce esencialmente como el gran revolucionario, la mente abstracta, el genio en soledad. 

Gas y vientos enérgicos. Siento estar parado sobre nubes tan veloces que pierdo la estabilidad. Se trata de Neptuno. Tan lejos del Sol, tan poco brillo que sin embargo no le quita misterio ni particular fulgor. Quizá por la sutilidad de sus anillos. Una tormenta más. Piel, si podría decir, de gas. Hielo. Lo veo azulado. Quizá por su nombre, Neptuno, Poseidón, el dios griego de las aguas. 

Plutón, el último astro. No se considera en la actualidad un planeta. Es pequeño, al igual que sus pocos satélites. Planeta enano. Pero el más poderoso en la Astrología, dios que lleva a la profundidad, el reto desgarrador y luego la transformación, si se elige, para regresar a la superficie con la perla. No comprendo su color, me cuesta identificarlo. Gris, plateado, no lo sé. Simplemente, no sé. A esta altura vivo en un lsd constante. No hay miedo sino fascinación. 

Quiero seguir. Pero la lámpara no lo permite o considera que es suficiente. Aprieto el botón una y otra vez. Pero las mismas paredes blancas, el escritorio, la cama, el placard. Inquieto me pregunto si volveré. 

Celebro, la lámpara verdaderamente es inteligente. 








El Nono dice rain

Una vez que le hablo en el chat. Lo menciono y el mensaje es visto por los treinta jugadores. Los dados del casino virtual están vaciando billeteras y diversiones. En mí puedo sentir aburrimiento. Un aburrirse que me convierte en un robot, haciendo clic constantemente. Pero llevo mi estrategia. Sé cuándo subir o bajar la apuesta. Cuento los dados. Hablo lo necesario en el chat para recibir una lluvia de fichas o monedas virtuales. Se le llama rain. A veces son grandes o son una miseria. Como las posibilidades que tengo de ganar con mi crédito. Pero le hablo. Sólo una vez. Y su rain es gigantesco. Tanto que puedo sacar y convertir en dinero la generosidad de quien se hace llamar El Nono. No lo había visto antes. En su perfil, el avatar es Mahatma Gandhi pinchando una bandeja. Es decir, es un Dj. Con zoom puedo darme cuenta de una inscripción, arriba dice: quiero ver esa puta paz en el aire. Me cuesta imaginar cómo será El Nono. Su edad, nacionalidad, su cara. El ser humano detrás de la pantalla. El tono de su voz, la velocidad de sus manos. El hogar que construye, la tradición y transmisión que carga. El estado psíquico en el que se encuentra. O la locura que configura una bondad inesperada. Me doy cuenta que es para mí y para todos. El chat anuncia cada vez que un jugador regala a otro fichas o bitcoins o litcoins o las diferentes monedas que el juego permite. Todos le hablamos. Todos recibimos. El Nono no para de brindarnos la oportunidad de seguir jugando a los dados, los tragamonedas, la ruleta. Y cada vez que le escribimos su bondad es firme y decidida. El Nono dice rain. Rain. Rain. Rain. Canto con Fatboy Slim. Ahora dice: “Fat Boy Slim está cogiendo en el cielo”. Yo me siento coger con los dados. No estoy ganando. Pero El Nono ayuda constantemente. Hasta que la pantalla se vuelve amarilla. Nada más que amarillo. Pienso si será mi pc. O el destino que reclama dejar las apuestas, las charlas de nada, el inglés forzado. Entonces el chat se abre y el mismo reclamo compartido. Solamente el chat. Estamos en amarillo. El Nono desapareció. La pantalla empieza a quebrarse. Siento a mi costado el sonido de cachetadas. Un anciano de toga negra. Aspecto de la bruja que ofreció la manzana a Blancanieves. Un holograma asentado a mi izquierda, tal vez tres metros de alto. Riéndose como un nene. Sacando la lengua. Abriendo las palmas y mostrando monedas. Que tira sobre mí. Golpean. No puedo moverme. El Nono dice rain. Rain. Rain.  



Único

Es el primero. Quizá el único. Esperado durante toda la noche. Desde su entrada la fiesta fue otra. Vertiginosa y expectante. Lunática. En cámara lenta, cada vez que mi mirada correspondía con la suya. Una desconocida capaz de lograr que mi sangre galope. Una boca pequeña, precisa para la mía. Tal vez suave, como la imagino. Violeta, al igual que la capa del Hermitaño del Tarot Marsellés, color de transmutación. La que busco después de besarla. Aunque sea una idiota o la mujer de mi vida. Nunca anhelé tanto una boca como la de ella. El miedo en cada costado, los nervios carcomiendo mi autoestima. Pero siento fe en mi discurso. La capacidad de lograr aquello que me propongo. Tartamudeando o no. Con un nuevo tic. Con un hilo de baba impactando sobre mi barba. Me acerco. En pasos que darían gracia a un hombre en zancos. Despacio como una araña, observando con ocho ojos, la presa que en unos minutos será cena. La gente se parece a conos amarillos que debo sortear para llegar. Ahora se trata de su espalda. Sale. La pierdo. Donde el murmullo de los participantes pierde ritmo y fuerza. El balcón está desierto, será discreto al igual que Marte, la estrella roja arrojada al cielo. Planeta de avance, conquista. Impulso sexual. El mismo que me otorga la confianza para tocar su hombro. Y lo toco. El azul profundo que nos envuelve se volvió rojo. Así observo todo. Aunque me importa su cara solamente en este momento. O mejor dicho, sus labios. Sus pequeños dientes. La sonrisa que recibo como un revólver, el disparo que espero, el humo que será la estela del cometa que impacte sobre mis bosques. Que todo lo destruya con fuego y voracidad. No alcanzo a hablar. Sus manos se inyectan en mis cachetes. Ella es de Marte. Yo soy de Venus. Atraigo. Abro. Caigo en el abismo de la mujer que me arrasa. Lengua áspera. Extraña. Da círculos que me lastiman. Crece. Está creciendo. Apenas cabe en mí. Quema. La transformación le corresponde. Ventosas. Pequeños filos que me doy cuenta por el gusto, estoy tragando mi sangre. No se detiene. No hay tregüa. Bandera blanca para terminar con el beso que me destruye. No tengo retorno. Mi carne se desgaja. Eterno el beso y la agonía. 


Quisiera ser un pez

En Buenos Aires no existen cocodrilos en las alcantarillas, no existía absolutamente nada hasta hoy. Tan simple como levantar la tapa del inodoro. Miles de veces en nuestra vida. La misma agua estanca, apenas coloreada por la versión del retrete. El vacío preparado para lo que disponga el organismo. Pero no esta vez. Cuando la tapa asciende, el agua es el hogar de un pequeño ser. Un hombre con cola de pez. Sireno, creo que le llaman. Pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño. Pregunto su nombre, cómo llegó hasta acá. Responde pero no puedo entenderlo. Me acerco tanto como lo permite el espacio. Sin embargo, su voz, aguda y un tanto hiriente, no me otorga las respuestas que busco. Sé que tampoco podría hablar con un delfín, una ballena, una medusa; soy incapaz de descifrar el enigma del mar y sus criaturas. Se trata de sentir su canto, que me ofrenda como un tesoro oculto, dominado por Neptuno. Caudal y color de voz que hipnotizan cada célula, cada vacío. Si se trata de esto, si su aparición es el regalo de una divinidad que desconozco y me bendice con su canto; cuyo fulgor invade mis honduras. No creí que ésta belleza era posible, a pesar de los números de los antiguos, de los pentagramas de los virtuosos, de la modernidad y sus genios. Caigo. Le pregunto y responde. Sonríe y sonrío. Mis piernas han desaparecido para amanecer en escamas multicolores. Soy pequeño como un dedo índice. Grueso como un puño. 


Desierto de arenas grises

No se trataba de las usuales con dibujos. Ni de una pastilla azul o roja. Era negra. Algunos dicen, el color del inconsciente. Sabía pero sin esperar el asombro o el maleficio. Tambores magnéticos. De a poco, tiempo sideral. Y de a poco, uno por uno desfilando. La mujer cuyas piernas son cáscara de huevo. La anciana ojos de madera quebrada. El hombre torcido. Ancianos tragando diarios. Torres pequeñas escupiendo sangre. Dioses pálidos, sin cetros. Guitarras que devoran hombres. Mamá apunta con su dedo. Igual que los televisores. Muros que intentan abrazar. Papá se caga encima. Una visión que atormentó a Dalí por años. Las cartas pierden sus reinas y sus reyes. Un espejo donde su reflejo es hembra y macho, cuernos, escamas, alas y falso trono. Seres con piernas de elefante y altura de peces. Pequeñas mujeres amarradas a cintas de baba. Siente miedo. Tres puertas quizá alejando del peligro. Elige la primera por el número 1, la unidad, lo Penetrante según el I Ching, el Mago en el Tarot. El escenario cambia. Un pasillo angosto colmado de oscuridad. Al tocar las paredes siente tentáculos, ventosas que intentan recibirlo. Otra puerta que abre a un desierto de arenas grises. Una tormenta que quiebra la vista y los huesos. Pero hay animales a lo lejos. Se acercan. Sirenas arrastrándose, que abren la boca con sus lenguas de serpiente. Criaturas sin cara. Piernas humanas que caminan solas. Igual que las manos gigantescas con platos que ofrecen cocaína. Se acerca a ellas. El plato elegido se vuelve más grande. Esnifa con fuerza y determinación. Freud lo observa y se ríe hasta desaparecer. Escucha música clásica. A un costado advierte a la banda, vestidos ceremonialmente, cubiertos de piezas de hielo, parados sobre un círculo elevado, sostenido por un pequeño iceberg. La música se detiene. Ahora solamente aullidos. Tragamonedas que vomitan dedos. Danzarines. Sonrientes. Al igual que los jueces cuyas togas son rosas. Los avaros mordiendo monedas de plomo. Jinetes montados en caballos invisibles. La ansiedad lo domina, la velocidad lo invade. Quiere regresar pero no sabe. No hay asombro ni maleficio. Es el horror latente en cada poro. Ya no quiere ver. Tambores magnéticos. Tiempo terrenal. El hombre lo observa con una sonrisa gorda. Limpia la transpiración de su frente. Él se incorpora. Vomita unos minutos. Registra el espacio, el mismo que antes lo contuvo en la apuesta de una búsqueda honda. Porque era negra. La píldora era negra.