La grúa

Amarilla. Imponente. Con brazo largo, donde un gancho espera por la dificultad de un nuevo reto. El Rafa sabe maniobrar. Es veloz y preciso. Sea el peso que sea. A pesar del cansancio, de la vista que lentamente se consume, sin que él quiera admitirlo. Aunque la nieve atraviese la ruta y la luna no se muestre. Las poleas son fieles al Rafa. Que disfruta cuando un requerimiento nocturno, temido por cualquiera de sus compañeros. 

El viaje es largo, la ruta angosta y ondulante.  Desconocida en su rutina. Por momentos congelada. Se sacude entre el polvo y el peligro. Tal vez fantasmas intentan el horror. La grúa se mueve perezosa. Temerosa de cada piedra. El muñeco perro cuelga del espejo bailando frenéticamente. 

La calefacción no funciona y la campera gris está gritando. El vaso con vodka intenta el alivio.  Aún así, los borcegos verdes sostienen el calor, la funda del asiento de tela gruesa, con lunares azules y rojos. Las calcomanías en el vidrio delantero dicen los nombres de sus sobrinos, Ismael, David y Daniel. Uno pequeño del Pato Donald, quizá para recordarle el casino virtual; cuyo slogan, un patito; lo dejó sin mujer ni hogar. 

Faltan pocos kilómetros. Faltan pocos metros. Ve la banquina quebrada por el choque. Baja. Camina. Inspecciona los alrededores sin hallar nada. Abre los ojos como globos a punto de estallar. Algo brilla a lo lejos, un potente violeta parpadeante. La aridez blanca del espacio arremete. Lo lejano y singular, provoca el trote hacia la luz.

Es una caja, del tamaño de un juego de mesa. Ha dejado de alumbrar. Parece un regalo, envuelto en papel plateado y un moño del mismo color. Todavía no la toca. Las manos esperan por los minutos que fracturarán el miedo. Vuelve el violeta a brillar. Quizá es momento, dice con voz temblorosa. El moño será lo más fácil. A la caja se dirige. 

Regresa el plateado opaco. Al contacto de las yemas y las cintas, se quema. El ardor exagera cubriéndole cada poro. Se tira en la nieve. Acostado da vueltas, como lo hacía de nene en la arena. Siente alivio. Se levanta. Las piernas buscan la venganza y la resolución. Recuerda los guantes. No son su talle pero servirán. Un ser humano es cetro y espada frente a una caja. 

Nervios que le comen las tripas. Castañea los dientes al igual que cuando duerme. Saca la tapa. Salta hacia atrás. Aunque podría tratarse de una broma. Sin embargo, esa posibilidad se quiebra rápidamente. Observa tapándose la nariz. El humo asciende hasta perderse tan arriba que no puede seguirlo. Putrefacto y extrañamente sólido, dibuja una columna perfecta, propia de un templo macabro. Va más allá del horror. Dentro de la caja hay una dentadura solitaria.  Con sutileza la agarra. Se da cuenta que está desgajándole los guantes. Ya no le importa. Si es de plástico o de hueso. Si es tinta roja o sangre. Pero se da cuenta: no es plástico ni tinta. Cuatro colmillos grandes como dioses griegos. La dentadura es del mismo color que sus dientes. Cerrada, ya no pulveriza la tela de los guantes. Se abre. Él no cae. No la tira, no se aleja. Se ríe. Infantil y fuerte. El Rafa es curioso. Y, vitalmente, al Rafa ya nada le importa. La lleva a su boca. Los dientes filosos se integran, moliéndole los propios. Toca su panza. El hambre comienza a instalarse. 


Fotografía de Ansel Adams. 



Hombre Picor

Podrán pensar que su poder es inútil. El superhéroe cuya arma es el picor. Breve. Pero lo justo para un ataque efectivo. Picor en los testículos o la vagina. Tan intenso que el villano pierde consciencia y movimiento, es la frenética necesidad de rascarse. Y el Hombre-Picor rescata al empleado de la tienda, a la dama, al anciano, al perro. Podrán reírse de su atuendo ajustado. Color piel. Cuello de media polera. Una P gigantesca y negra en el pecho. Botas más allá de las rodillas, negras y peludas. Durante el día, al igual que Superman, es periodista. Pero no lleva anteojos. Sin embargo, cuando la justicia lo reclama y deja de ser Alan para transformarse en Hombre-Picor, nadie puede reconocerlo. Tal vez se trate de un poder oculto. Nadie lo sabe. 

La noche se come a Buenos Aires. 

Alan escucha la música de un Dj novato, que sin embargo, pincha con dos vinilos y un mizer. Estalla en dedos como tentáculos. Desde hace media hora, el joven transpira con la velocidad de un estornudo. Sus gestos son extraños, incómodos. No observa más allá de sus bandejas, perillas, botones. Alan siente, baila. Es la música sideral, elegante, capaz de traer imágenes, una serpiente con alas, el pico de una montaña embriagado de nieve, David Bowie en Marte, un Pac-Pan amante de la música clásica, la llegada a Lalaland y el despertar de Marilyn Monroe, entre tantas. Son ojos cerrados y células voraces por más, un estallido, un agujero negro comiéndose las luces, el boliche, la mente. 

Alan percibe. A pesar de la distancia. Ese joven esconde algo. No puede aún identificar qué, pero su sentido innato justiciero lo obliga a acercarse. Así lo hace. Sigiloso entre el público. Pasaron cuarenta minutos. La gestualidad del Dj empeora, como el lenguaje de su cuerpo. Sin embargo, su obra sigue latiendo con el mismo talento que antes. Cada vez Alan está más cerca. Tanto que el Dj lo mira de frente, con ojos de drama. Son pocos escalones. Suficientes las palabras. ¿Cómo te ayudo? El joven con voz histérica le dice: me estoy cagando. 

Alan sabe que el baño debe estar abarrotado. Entonces el vip, un sillón gigantesco apoyado en la nada. Donde dos hombres asienten con la cabeza y mueven las manos formando círculos. Se escabulle para entrar, se escabulle para su transformación, detrás del sofá. 

Hombre-Picor a la acción. No será fácil. Causará su propio dolor, pero el joven Dj lo vale. Cinco, diez, quince minutos. La agonía se vuelve más fuerte. Siente sus piernas quemar, en una hoguera que va atravesando cada músculo hasta la cabeza. Y cuando ya el dolor parece consumirlo, la liberación, el super poder expansivo, como un Júpiter benéfico, cada mujer, cada hombre, comienza a rascarse, a doblarse, a aullar. Pero esta vez no será por poco tiempo, sino el necesario para que el joven pueda escapar. Tal vez un set completo. El super poder ahora parece ajeno a Hombre-Picor, pues sigue su propio crecimiento y cauce. Cuando termine, el boliche quedará vacío e inexplicable. El joven Dj será victorioso, en su huida y en su baño. 


Juan y los dedos

El humo espeso en el patio. Adentro, el ruido de combinaciones. Algún que otro ganador. La promesa de un auto o miles de pesos. Vasos llenándose o agotándose. Filas en las cajas. Vestimentas con brillo. Pequeñas carteras. Camisas elegantes. Promociones en cenas. Un show que comenzará en pocas horas. A nadie le importa. Tres pisos que alojan cientos de tragamonedas. Y otros juegos reservados a unos pocos. Día y noche dan lo mismo. Los relojes enloquecen a la par de cada jugador. Aunque se llaman Tragamonedas, los concurrentes del casino intentan. 

Magios, como se hace llamar, tanto en los casino virtuales como en los casino reales, tiene suerte. En uno y otro espacio. Le gusta hablar con simpatía y encanto, además de algunas expresiones del inglés. Siente que le da estilo, una peculiaridad que sólo los que tienen apellido añejo pueden llevar. Juan siempre es el divo de cualquier casino. Juan es famoso, con numerosos seguidores que lo adulan. 

En este escenario real, camina con una copa en la mano y un anillo que brilla como la estrella de Belén. Su paso es lento y solemne. Sonríe a todo lo que se mueve, incluso a lo inanimado. Saluda apenas. Explica a los novatos de qué va. También la recomendación del casino virtual donde es un líder popular, de avatar pictórico, aunque no sabe el nombre ni el autor de la pintura elegida.

Le invade el aburrimiento. Luego, la ansiedad. Se sienta en la misma máquina tragamonedas de siempre. Aquellas que respetan la antigua estética, los siete, los bar, bar, bar. El ticket de $2000 pesos en el lector. La magia del crédito en la pantalla. Ya van cincuenta tiros sin suerte. La sorpresa se une a la bronca. Pero en el próximo tiro: siete, siete, siete en la línea de pago. Ya no existen monedas, aún así permanecen las cuencas metálicas donde tiempo atrás caían las ganancias. Juan gana. Siente que algo cae. Un sonido extraño, como débiles aplausos. Al mirar, son dedos. Que van llenando todo, que van rebalsando. Mientras la gente mira. Lejana y con asco. Juan no entiende, a Juan le da vergüenza. Y tal vez creeríamos que no jugará más. Pero lo cierto es que no volverá a pisar un casino real. Siempre será la estrella de los casinos virtuales. 




Casas VIII y XII

Se hunde en el colchón. Ni siquiera es el refinamiento de seguir a un conejo o pasar a través de un espejo. Un colchón, de una plaza. Hasta ayer una cama tibia, preparada para alojar Quetiapina. Sin sueños ni interrupciones. Diferente ahora, decidió no tomar su medicación. El mundo, casi inerte, que su psiquiatra propone no lo elije esta noche. El colchón la atrapa en pocos segundos, la traga como una boca blanda y sin dientes.  

Es un escenario indefinido, nebuloso. Avanza sin miedo. 

Son lechuzas. Suena Rhiannon, de Fleetwood Mac y la voz de Judy Garlad preguntando por el Mago de Oz. Ve una mujer. Es ella misma, con un vestido azul, austero y largo. Está dentro de un círculo. Seres como sombras no pueden entrar en él. Lleva una vara para reforzar el círculo, mientras el caldero arroja humo violeta que asciende hacia las copas de los árboles. Las hojas cambian su marrón por dorado, el oro de los alquimistas. Se da cuenta al verse que está libre de sentimientos, imágenes, voces que sabe: no son propias. Aquellas que la atormentan en vigilia; cuando la intimidad de un otro o un grupo o una multitud la alcanza. Su equipo terapéutico no le cree. Sin embargo, la Astrología supo explicar, por sus planetas en las Casas VIII y XII, los dioses en sus moradas de magia y de Karma. Pequeñas lagartijas de fuego la envuelven, convirtiendo su vestido azul en rojo. No es su reflejo, en este momento es ella misma, protegida por su círculo. Al ardor de la marmita. Se agacha, besa la tierra. Susurra algo a la piel de la prosperidad. Mira al cielo, se lleva las manos al pecho. 

Se acercan hombres. Aún están lejos pero puede oírlos. Sabe. Son aquellos que llevan togas blancas y capas negras. El pelo corto. Pesados rosarios que apenas se mueven. Manos que apresan aquello que desconocen, temen y por lo tanto, lo exterminan. Ella es la misma de siempre, comprende que no ha cambiado en siglos. Las confusiones en su identidad son la maldición de una intuición añeja, que ha crecido para finalmente bendecirla, a pesar de cualquier desgarro. Ve hasta cuándo será compañera de la humanidad. Sabio su organismo, sin desesperación espera la ceniza. Los hombres que construyeron el templo son los mismos que encienden la hoguera, que buscan agua, madera y acero para torturar. Los perdona. Quizá como la luna nueva que observa sin ser vista. 

No fue un conejo blanco o un espejo. Tampoco un sueño. Sólo un colchón de una plaza. Que la devuelve a la noche. Los ojos húmedos en la Carta La Luna, de su Tarot Marsellés. La intuición a veces maldice, pero a veces recuerda, bendice, como el oro de los alquimistas. 



7

7 es uno de los números que más se repite, al menos así lo recibí. En la Torá, los cuatro evangelios y el Apocalipsis. Al igual que el 40. No sé si es cierto pero una vez me dijeron que 7 en hebreo significa juramento. No sé hebreo, no tengo la certeza, sin embargo lo creo. 

En Tarot la Carta VII es el Carro, el mago triunfador, que avanza en talento y progreso, efecto de la causa que sembró: seguir a Dios y el camino de la virtud. 

7 son los planetas que observaban los antiguos, parándose en la Tierra, tomando el Sol y la Luna también como planetas. Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Saturno, Júpiter. En Astrología, a grandes rasgos, son: la identidad, el inconsciente, la mente concreta, la forma de amor, la manera de conquista, la estructura y la expansión de la consciencia. 

Al 7 se lo conoce, según algunos autores, como la unión del cuerpo y el alma. 

Un cuadrado, representante de la materia, y un triángulo, el espíritu. Dos figuras que convocan siete puntos. Y tanto más que no sé.

No diré que veo el 7 en todos lados, no es una madeja instalada en mi mente. 

Despido a un amigo del aeropuerto, gente de bullicio constante y fuerte, sonrisas gordas, valijas como gnomos, respetuosos mochileros. Al irme saludo a su avión. Siempre saludo los aviones que cruzan el cielo, me pregunto hacia dónde se dirigen. 

Camino por la avenida Corrientes, que siempre late en sus librerías, pizzerías, teatros. Cada tanto, observo a Marte, como una estrella roja arrojada en la noche o la Luna, a veces, grandota y brillante, inspiración de trovadores. 

Me detengo. Quizá como Don Juan enseñaba a Castaneda. Detenerse donde la energía se percibe nutricia. Extraño pues se trata de una parada de colectivo. Del 40 y el 7. Nunca había pensado en un transporte número 7. Nunca había pensado en números de transportes, salvo en los que tomo a diario. 

Veo la proximidad de su cartel. Número negro y cuerpo azul. La curiosidad en mí como algo pegajoso y envolvente. Subo. Está desierto como una calle en navidad. El conductor con su música voraz. Necesaria para un destino que desconozco. Se trata de Pink Floyd. Una de las canciones más famosas: Shine on your crazy diamond. Por ahora, calles familiares. 

Sube un pasajero. Un joven albino, de camisa y pantalón verde. Más tarde, una mujer, que disimula con un vestido negro, una pierna peculiar. Al observarla más de cerca me doy cuenta que esconde madera y unas medias de red rojas. En la próxima parada, una pareja. Ancianos con remera blanca. Veo sus espaldas. En la de él dice: sólo el amor permanece. En la ella, sólo el cambio permanece. Más tarde, un nene. Lleva micrófono y un pequeño parlante. Se para en el medio y comienza a rapear, pide a cada uno una palabra. Su nueva canción incluye todas. Aplaudimos con fuerza y alegría. 

La ventanilla da cuenta de un túnel. En sus paredes, dibujos. Las tortugas ninjas meditando, mientras el maestro lee un libro. No identifico demasiado, creo que es Cumbres Borrascosas. Se termina el túnel. 

El paisaje es insólito. Mi reloj habla de quince minutos de viaje. Es el campo, que recibe el calor y el fulgor del Sol. Vacas comiendo, vacas descansando. Caballos negros. Cada vez más numerosos. 

Montañas ahora. Altas, enseñando sobre el aquietamiento, al igual que el I Ching, la quietud necesaria para después la acción precisa. Duran lo suficiente las montañas para que no entienda, no crea lo que veo. Sé que no es un sueño. Recuerdo cada escalón que me ha llevado hasta acá. 

La selva que siento casi tocar, la ruta angosta, un precipicio nos amenaza. Sin embargo nadie demuestra miedo, pues se trata de un pulmón bondadoso, dador de oxígeno y de infinita belleza. Árboles trepando por la luz. Abro la ventanilla. Olores y sonidos vírgenes. Entiendo, la magia se encuentra donde la Madre Tierra conserva su piel. No quiero que termine. 

Y entonces el mar. Misterioso y penetrante. Alfonsina Storni eligió su grandeza. Destinatario de intenciones. Neptuno escondido en sus entrañas. Estamos moviéndonos sobre la orilla. Olas que nacen, para volverse gigantes que después se quebrarán en espuma. Mi remera está húmeda. 

Pronto se secará pues atravesamos un desierto. Dunas inmóviles hasta que una tormenta les devuelve la vida. Dos serpientes. Imagino la gracia de vivir aferrado a la arena. Increíblemente les crecen alas. Dioses, serpientes emplumadas. Alzando vuelo. Alejándose de la intimidad de las dunas. En órbita que nunca sabré. 

La apuesta es aún mayor. Mis huesos tiemblan. Planetas, satélites, asteroides, estrellas, brazos que se mueven alrededor de un agujero negro. La Vía Láctea. Soy nada. Una mente dominante que me fractura el presente. Tan insignificante. Plagado de preocupaciones, que a fin de cuentas, no importan. Cualquiera de estos asteroides podría impactar en la Tierra. La era de los humanos se extinguiría al igual que la cumbre de los dinosaurios. Soy nada. “Polvo de estrellas”, como decía Carl Sagan. Pero al seguir en mi sorpresa, con los ojos bien abierto y el pecho abierto a la gracia, también digo: soy todo. Un microcosmos con la potencia y las cualidades de lo macro. “Como es arriba es abajo”, una de las máximas del Kybalion. Lo que he conocido en mi planeta, en el incognoscible universo, habita en mí. En cada uno. El agujero negro está más cerca. Nada puede traspasarlo. Se sacude el colectivo, se apagan las pocas luces. No hay miedo sino valentía. Estamos entrando en la inseguridad profunda. Tal vez la muerte. No sabemos. 

Pasamos el túnel. Es Cumbres Borrascosas el libro que lee el Maestro de las Tortugas Ninja. 

Las mismas calles conocidas. 

Avenida Corrientes. 

Bajamos del colectivo 7. Sonreímos. Quizá nunca nos veremos otra vez. La pareja de ancianos, el amor y el cambio que sólo permanecen, se alejan hasta volverse una pequeña estrella blanca de siete puntas. Así la veo. 



Menta

Estoy dejando de fumar. Hay días que como diez manzanas verdes, así me lo recomendó un taxista. Los parches serían posibles si mi sueldo no fuese como el de la mayoría de los argentinos. Hay pastillas que tampoco puedo comprar. Por lo tanto, abuso de manzanas, botellitas de agua y caramelos masticables. Últimamente más caramelos masticables y agua. 

En la oficina, cuento los minutos que antes eran de invierno y soledad, o mejor dicho, de compañía junto a mi cigarro. Pero ahora los cuento, por un sorbo o un caramelo. Tengo frutilla, naranja, manzana, ananá, limón. Los que más me gustan son los de menta. Los abro con la velocidad de un escorpión a punto de hundir el aguijón en su presa. A veces en mi desesperación ni siquiera arranco todo el envoltorio. Lo llevo a mi boca y lo saboreo largo rato, hasta que que no soporto tanta espera y lo muerdo hasta deshacerlo. 

Es mi horario. Bajo. El ascensor, como siempre, atestado de oficinistas, algunos en disponibilidad lo que significa que fueron echados de la dirección que los empleaba, ahora navegan de sector en sector; de la misma manera que lo estuve yo. El Estado es letal, para quien tiene sensibilidad y el sueño de cambiar el mundo. Así lo aprendí. Ascensor que parece bajar a la velocidad de un borracho intentando caminar. Un perfume pesado lo llena todo, quizá el de la secretaria cuyo escote nos mira. Una mujer de talla gruesa y anteojos rojos mira el piso, quizá espera que se abra y un agujero de gusano le convide su misterio. Nos saludamos con el Flaco, eramos compañeros en Prensa, fue el único del sindicato que luchó para que no termine en RRHH, tiempo después dejó su cargo de militancia. El Flaco me enseñó sobre la Guerra Civil Española, o mejor dicho, los héroes que defendieron la República frente al fascismo de Franco. No conozco al resto, tampoco me interesa. Las caras en el Ministerio aparecen y desaparecen. Sólo siento el poco espacio y las ganas de mi caramelo de menta. 

El hall otra vez parece eterno, para quien intenta dejar de fumar. Y es tan sólo un caramelo. Que no disfrutaré en la oficina, entre chismes y teclados, fondos de pantallas con lugares a donde todos quieren ir, pero ninguno se anima. Necesito respirar. Salir a la superficie. A pesar de más personas, de bocinas, autos estancados en Av. Alem., publicidades en camino de crear nuevas necesidades. Es mi superficie. Mi caramelo de envoltura verde, como un tesoro que Zeus me otorga. Esta vez lo abro lentamente, no me importa tardar más en subir a trabajar. Siento el sabor envolvente de la menta. Lo hago moverse en mi lengua, en los costados para que mis cachetes se inflen. Juego con mis dientes. Baja el sabor. Fresco y adictivo. Pero no tengo paciencia. Clavo las paletas. Y no se desmenuza. Sigo saboreando. Será un caramelo vencido. Mejor lo escupo. Se pega en mi paladar. Me ha pasado antes. Es cuestión de sacarlo con un dedo. Dos dedos. Tres en la desesperación y el dolor. No sale. No cae. Parece una piedra. Intento con la lapicera. Estoy lastimándome. El caramelo está fijo en mi paladar. No sé si gritar, no sé si buscar arriba una tijera. Tal vez sea mejor. Corro con la velocidad de Speedy González. No existe ascensor, ni saludos, ni falta de aire por diez pisos. Y no existe tijera en mi escritorio. Deambulo, disimuladamente, en mi búsqueda. Un compañero, trepador e indeseable, se transforma en  mi salvador. Soy cuidadoso con el filo. Sin suerte ni alivio. Mis uñas siguen tratando de desgajar el caramelo. No puedo. Y la menta se vuelve cada vez más fuerte.