The Red Carpet

Entre flashes que queman. Perfiles escogidos. Mujeres en vestidos vaporosos o corte de sirena. Entre el brillo y el murmullo. Las carcajadas apenas audibles. Los paparazzi consagrados a la moda. Iso no entiende.

El frack es azul como la noche que caerá mientras los premios pujen por los mejores de Hollywood. Cuando la alfombra roja, desierta como horizonte sin astros, decaiga dando espacio al salón donde el talento se gana y el encanto se aprende. 

La corbata también es azul. Un poco más clara que el chaleco. Las sonrisas se acrecientan en un enjambre de hombres y mujeres preparados para la maratón de periodistas de espectáculos. Uno, dos, tres, largada; diría Iso. Pero no puede hablar con la misma voz que ha cautivado a millones de adolescentes. El nudo de la corbata se está ajustando cada vez más. No lo suficiente para lastimarlo, pero sí exactamente para negarle una entrevista. 

No sabe de nudos, sin embargo intenta, sin laurel ni cetro, desarmarlo. Cuando las manos cansadas piden liberación, hace señas a su asistente. Ahora se da cuenta que la tela está cediendo. En amagues frenéticos que no alcanzan para desatar. Y algo, más grande, más agresivo, comienza para Iso. La corbata está creciendo.

Su asistente lo observa con la boca abierta, los ojos de un pescado herido en red. Está llegando a la entrepierna, mientras el ancho cubre casi la totalidad de su pecho y de su panza. Aun así, nadie está mirando. La Alfombra Roja late en miles de dólares de tendencias, de cámaras, de live from, de sueldos siderales que han sabido donar donde se siente y gastar donde se piensa. Pero la corbata está avanzando velozmente. El asistente arroja un grito hiriente, señala el azul y cae. Simplemente. Para maleficio de Iso, el asistente cae y un puñado de directores se acerca.

Alguno piensa que sería un buen guión mientras otro se compadece del joven y su corbata, que a esta instancia ha llegado a las pantorrillas. Podría tratarse de un vestido; dice uno de ellos. Otro sonríe para evitar el humor, o la ironía como una torpe agresión encubierta. La mayoría lo palmea, lo auxilia, con las palabras que salen como en una película surrealista. Verdaderas y originales. Todo está permitido, pues todo se orienta a ayudar al joven Iso. 

El azul está cubriendo parte de la alfombra, apenas unos metros. Son los suficientes para que la curiosidad de los asistentes devore a pasos ásperos, duros, primitivos. El compañero vuelve en sí sólo para volver a perder consciencia y expectativa. Iso empieza a caminar, con pasos pegajosos, pero elegantes, fruto, a fin de cuentas, de un género refinado. 

Otra vez las cámaras son suyas. Otra vez es el centro de cada respiración. La corbata recorre cuatro metros desde sus pies a lo largo de la alfombra. Nadie entiende ni pregunta. Porque ahora es Iso quien no quiere palmadas ni palabras de apoyo, caras de abracadabra, dientes perfectos que no pueden ocultar lo insólito ni los halagos forzados. 

Como puede, llega hasta la salida trasera. La alfombra roja parece gritar, invadida por un parásito azul de siete metros. Está trabada, la puerta no abre, grita Iso. Es que se da cuenta; se trata de tan sólo un decorado.




Otra porción

La torta nunca termina. Sirvo otra porción y vuelve a su forma originaria. Completa, firme, hasta puedo imaginar sus ojos grandes, amarillos y traviesos. El bizcochuelo tiene vida, no aquella que nutre, pues la esponjosa vainilla, el relleno de mousse de limón, la cubierta de azúcar impalpable: poco alimentan. 

El cumpleaños está en su instancia final, algunos tan borrachos como yo. No es una ilusión, caminaría erguida para bailar lo que sea que mis amigos disponen. Zorba, el griego. En otra circunstancia sonreiría de cara a la danza, me levantaría con el mismo envión que cuando llegó el hombre que me gusta. Pero ahora no puedo.

Nadie se da cuenta salvo yo. No preparé el pastel, lo compré en una tienda donde venden todo lo que me hace mal, engorda y alucina. A esta altura me acuerdo de los panes y los peces; acá no hay estampita de Jesús, solamente una imagen de OSHO, que hasta dónde sé nunca hizo milagros. 

Podría terminar el hambre en Haití, cuna del Vudú, el país más pobre de América. Aún así, ya lo dije, nada en este pastel alimenta, verdaderamente. Aún así, puedo bajar, recorrer las honduras de las calles y dar una porción a cada hermano que vive sin techo. 

A esta altura me siento Lucrecia Borgia custodiando un secreto mortal. El bullicio aumenta, las luces de navidad hacen lo propio, las risas se intensifican. Es mi cumpleaños. Mi verdadero año, la energía que hoy se configura me acompañará hasta el día de mi próximo natalicio. Una torta eterna me seguirá durante 364 días. No sé si reír, no sé si llorar; dice un dicho o tal vez lo estoy diciendo mal, porque cada vez me importa más el vino blanco que la torta. 

Siento que me observa con capricho, que dentro de unos segundos, una lengua saldrá para besarme con gusto a mousse, dará un silbido de vainilla y aplaudirá derramando azúcar. Y yo, sin poder gritar, sin pedir ayuda, sin tener explicación para un prodigio absurdo. Lisa Simpson había creado un tomate gigante. Yo no pude más que comprar un pastel que nunca acaba. 

Me pregunto si se romperá el hechizo al salir de casa, aunque no creo en hechizos. Hasta ahora. Tal vez se trate de la vecina del quinto, aquella que me odia por ruidos molestos; como si fuese mejor una pelea que el sexo. Quizá fue la pastelera, que lloró tanto por su tierra, el Chaco, que su dolor quedó impregnado, al igual que las paredes retienen la risa o el llanto, la cumbre o el abismo. Como cada objeto que conserva el recuerdo de su hogar, de quien lo toca, las paredes sabe gritar los numerosos o pocos años que se han vivido junto a ellas. 

No lo sé. Simplemente, no sé. Ni por qué, cómo y lo más importante: para qué. Pienso en éste último y vuelvo a las calles plagadas casi de ausencia y luces que no sé hasta dónde llegan. Otro vaso de vino, otro cigarrillo, otra duda como púa en mi cabeza. Una migraña que avanza lenta pero con la fuerza del rayo de Zeus. 

Quiero otra porción, dice mi amiga. La misma que creo ha devorado, si tuviese, hasta el esqueleto de vainilla y limón. Por supuesto, respondo. Aferrada a la bandeja, cortó una nuevo trozo. La llevo al pequeño plato y la miro con tanto asco, como nunca he recordado o como no quiero recordar. 

No quiero saber. Como en una película de terror, cierro los ojos durante unos segundos. El monstruo ya habrá pasado, pero no, el pastel es el mismo de siempre. Incorructible, sereno, expectante tal vez por el pedido de una ración más. 

Que Dios o el Diablo me condenen, que integren o quiebren la solidaridad a la que no me atrevo. No saldré de casa. No cuando la marihuana me pone paranoica, lo cual ocurre pocas veces. La uso sobre todo para relajarme y dormir. Ya no elijo drogas legales para abultar la panza de la industria farmacéutica. Mis hermanos en la calle seguirán durmiendo mientras seguiré vil, incapaz de hacer frente a una torta que ha empezado para nunca terminar. Un cero, sin principio ni fin. Al igual que mi inercia a levantarme y afrontar lo que sea que está pasando y podría acontecer.

¿Me das un poco más?, dice mi amigo. Pero esta vez agarro un bollo con la mano, con la violencia de quien ha descubierto un cuarto secreto que no abre. Otra vez mi función de cine. Al abrir los ojos, la torta sigue igual, con su vainilla invicta, su mousse, su azúcar, su entereza. La torta nunca termina. Sospecho que quizá ni el tiempo la corrompa o la corrompa tanto que será un fósil. Incapaz de ser comida pero capaz de maldecirme.  



La palabra repetida

En vez de olvidate decía siempre olvidafter, quizá para evocar el After habitual, la terraza donde el sol y la alegría y la música eran el final de una noche de sentidos hondos, para recibir el talento de músicos, las imágenes detrás del protagonista, las luces revoltosas bañando cuerpos. Una fraternidad donde la cortesía y el compartir eran otra pieza del boliche. El mismo donde llevaba a sus pocas conquistas. La primera cita lluviosa de impresión por bailarín y popular, por momentos estratégicos: el desaparecido, pues la ausencia tal vez seduce; pensaba y decía a cada quien: olvidafter. Sin embargo, no le extrañó la palabra repetida.

Pero esta vez no habría terraza. La madrugada prometía la amistad entre el hombre y la mujer, la misma en la que nunca había creído, ni cree ahora. Mañana le tocará una mujer, conocida en un casino virtual, para seducirla y virtualizar sexualidad; su esposo así se lo había pedido, saber. Si Alice le era infiel. Y pagar con Bitcoins al joven, por la valentía.

Olvidafter, dice otra vez. La joven, sorprendida, sonríe. Olvidafter, vuelve a decir. No se trata de efectos secundarios de una medicación. No es el vodka ni la cocaína. 

El teléfono avanza con su melodía desquiciada, contesta la llamada. Olvidafter, olvidafter. Corta con los ojos de pez confundido, la boca cerrada, como un novato espectador de Pink Flamingo. Jhon Waters seguramente haría una película llamada Olvidafter. Pero sus personajes no son planos. Ni tienen esos detalles, tan usuales, como la remera que el joven viste con orgullo: buen intento. Nice try. 

Quiere aclarar que ama eternamente a su exnovia, y en vez de la oración sugerente, sólo se oyen cinco olvidafters. En ésta histeria, ésta Luna tan Llena que la realidad se percibe como un estanque, cualquier instinto vulgar emerge, incapaz de dominar por él, para luego, transmutar en belleza y eje. Las verdades tienen forma de cangrejo; y está saliendo del agua. Al menos para olvidafter. Como una Carta de Tarot invertida. 

El pene se enciende sin gemido, un olvidafter hiriente lo cubre todo. Recuerda a Alice, quien se hace llamar Lorilori. También recuerda a la joven. 

La notebook, amada aliada, para regresar a los casinos virtuales, para comprobar en los chats que no es un olvidafter; sino un líder exitoso, de triste fama y fines que han justificado medios que la Luna Nueva jamás aceptará. Hi to all, pero no teclea hola a todos ni buena suerte: olvidafter, olvidafter, olvidafter. Olvidafter. Ni Alice ni su esposo James pueden corresponder. 

Mamá duerme, sus dos amigos no lo sabe, aunque siempre se ha sentido solo, como una víctima de un destino amargo, que bajará con gusto blanco y rocas de una montaña maldita. Olvidafter y se lleva el índice a la boca. Un papel, una birome. Intenta hacer su firma refinada pero el azul del trazo es olvidafter. Tantas veces como lo intenta. 

Las manos cubriéndole la cara. Llora y lo único que se escucha es olvidafter en vez de alaridos. 

Él ha contado, es brillante con los números y los dados del monitor, más de trescientos olvidafter, quizá aún más. El terror paraliza como el miedo cuando no es límite que preserva, sino una sombra que detiene. 

Olvidafter, olvidafter, olvidafter, olvidafter, olvidafter. 

Quizá es mejor ir a dormir. Creerse un dios solitario que mañana romperá el hechizo. Y volverá con laurel y cetro. Entonces la revelación: olvidafter, piensa. Olvidafter, grita. Olvidafter seguirá pensando. La palabra repetida, el lenguaje de un olvidate convertido en un cangrejo, cuyas tenazas desgajan su voz, su letra y finalmente, su mente. 

Quizá se trate de no olvidar. No comprende y no se lo preguntará. Olvidafter.   



-los personajes y hechos son producto de la ficción, cualquier parecido: real vulgaridad-