Facsímil

 



Próximamente: ventas en Parque Centenario.




El globo aerostático

Arquímedes volaría más alto, no tan pequeño.

Creí que era un minúsculo ovni. Me emocioné bastante como mono con navaja de madera. Cayó muy cerca de mí. Pero el Parque Nacional Calilegua es un enigma de árboles tan altos, que parecen llegar al sol sin quemarse. La tierra se inflama en plantas y flores y hongos y aves. En sonidos que no puedo identificar, sin embargo, no les temo. Sí siento miedo frente a la ciudad, que parece mirarme con sus ojos cuadrados de cemento y alambre.

La mayor probabilidad era jamás encontrarlo en el ovillo que la selva jujeña ostenta. Corrí como un marinero frente a la ola indescriptible, incapaz de narrarse, esas que nos someten aún estando en tierra firme. Corrí, mi ropa de desgajó en la misma medida que mi anhelo comenzó a calibre 38. Nadie encuentra la aguja en el pajal, tampoco yo encontré la manera de no ser arrasado por los afilados dientes selváticos ni el pánico a los acantilados. Sangraban mis rodillas, mis brazos, mis muslos. No estaba en un sendero más que el de mi veloz curiosidad.

Lo encuentro. No es un ovni sino un globo aerostático. Chico. Totalmente gris. En su envoltura, en sus cuerdas, el quemador, la barquilla. Me doy cuenta de que era de aire caliente, pero, ¿y su tripulante? O quizá se trate de un ritual, como los 6 de agosto por Hiroshima y Nagasaki, cuando se lanzan al río linternas flotantes en recuerdo de la masacre de su pueblo a manos de los gringos. Tal vez es un ritual.

Pienso en la Luna, pero nunca la advertí gris sino plateada, generosa, fértil. Pero oculta una cara, bien lo dice los Pink Floyd. Meto la mano dentro de la barquilla. Algo pincha hasta sangrar uno de mis dedos, como una valiente espina que protegerá a la joven de ser cosificada por los buitres. Arde también un tanto. Arranco un pedazo de mi remera, y vuelvo a meter la mano cubierta.

Estático. Como un muñeco. De esos que solía jugar cuando nada me importaba más que las figuritas y los muñequitos. Me siguen importando los muñecos, de dinosaurios. Este es un muñeco que apoyo sobre la hojarasca sorprendida. Es completamente negro. Parece por su estampa un detective. Se nota que lleva hasta una pipa. Sombrero bombín. Traje y un delicado moño. Todo es negro en el extraño muñequito.

Salvo cuando abre los ojos. Y blanca veo su ¿pupila, esclerótica?, lo que sea, lo que se llame, lo que en este momento no estoy delirando. Porque no me deliro. Porque el orden pacifica. Porque no fume maría en todo el día. Y ahora, sin más preámbulos que una sonrisa, le veo los dientes. Vi mucho cine de muchas series de terror. Ningún ser me espantó tanto como este. Me toco las manos, me toco las piernas, volver a raíz, volver a raíz y entonces una voz gruesa e inmortal me habla.

Tu patria es de ambulantes que no se Ven en espejos ni rasgan por humildad su ropa para comerse la cara en el polvo. Porque el miedo tiene las garras y los dientes afilados para sacarles lo único contradictorio en lo que creen. Ni tan humano ni tan animal vas refregando tu sombra entre moluscos más sensatos que tu propia voz. Tambaleante, oxidado, vas comprando sueños que no son tuyos. Sos una cosa bendecida por demonios que no saben cantar sino orar por los perdidos. El error no te asombra sino que te conforma en manifiestos donde lo oculto brilla como un diamante muerto. Y la soberbia te enriquece como un mercader de libros malos, esos de personajes vacíos y simpáticos cuando la diversión los enrosca como una mamba negra. Estás jodido por tu propia mano, David.  

Lloro. Lloro con brío. En un llanto que no terminará jamás porque ese hombrecito se revela en su inmensidad, revelándome con él. Lloro. Lloro con audacia y pena por mí mismo. Por lo escondido y repetido, por lo negado y reprimido. Lloro.

Cuando abro los ojos me mira fijo. Se está evaporando, lanzando un humo negro hasta impactarse, extrañamente, en el piso. Ahora sólo veo más sombras.



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