También prohibieron Help


-Te dije que no la cantes cuando vamos por la calle.
-Es que me olvido… igual es inglés…
-¿De Pancho también te olvidaste?, ¿de Cristina?
-¡No seas cínico, Javier, cortala!
-Pero te lo tengo que decir ochenta veces, loca… no la cantes en la calle, no la escuches en casa, ¡importa una mierda que sea en inglés, no se puede!
-¿Casa?
-¿Y qué querés que diga?

Ella mira el suelo. Las baldosas rojas de la habitación. La cortina de plástico a medio cerrar, que por la tarde, proyecta formas oblicuas, luminosas, sobre la piel de Ana y su compañero. Ana se dirige a la cocina-comedor-living. Todo es pequeño. Todo está casi vacío en esta casa.

Prepara el mate, apenas un poco de agua para que la yerba no se lave. Un poco de azúcar.

-¿A qué hora viene? dice Javier.
-A las siete.
-Son las siete.
-¡¿Ya?!
-Sí. Dice Javier. Y ahora es él quien se queda mirando el suelo, las baldosas blancas.
-Voy a dormir una siesta.
-Javier, desde que llegamos dormís todo el tiempo.

Él finge no escucharla. Vuelve a la habitación. Se tira en la cama como si fuera un muñeco arrojado al agua. Siente frío cuando lo piensa. Se tapa.

Ana moja la yerba con el agua caliente. Inserta la bombilla de plata. Es de mamá, siente. La mira durante unos segundos. Gurruchaga y Corrientes queda tan lejos, dice con voz alta. Él finge no escucharla.

Ella mira el reloj. Eran las seis, no las siete, murmura con bronca, son las seis, son las seis.

No es cierto que desde hace tres días Javier duerme todo el tiempo. Sólo se tira en la cama. No piensa, canta con su cabeza. Joan Manuel Serrat. Joan Baez. La Negra Sosa. León Gieco. Canta todo lo que recuerda. Los Beatles. Sobre todo Help. Y cuando lo hace, cuando esa canción lo irrumpe, llora, llora sin que Ana se entere.

Enciende un cigarrillo. El agua está muy caliente todavía. Siente hambre, pero no quiere abrir las galletitas hasta que Raúl llegue, hasta que Jorge llegue, se rectifica. 


Son las seis y cuarto.

Ella abre su cuaderno, forrado en papel madera, del tamaño de un puño. En el baño busca la tijera. Regresa a la mesa. Inhala profundamente, con ojos cerrados. Abre los ojos. Toma un mechón de su pelo negro. Lo acaricia. Lo corta. Con una bandita elástica lo amarra. Se lo lleva al pecho. Cierra los ojos otra vez. Y en un ritual, donde cada movimiento es consciente, lento, ofrendado: lo guarda entre las hojas de su cuaderno, donde está el último poema que escribió. Agarra la pluma. Es de mamá. Firma la última hoja con su verdadero nombre y apellido.

Son las seis y cuarenta grita el reloj.

Aprieta, con el cuchillo, haciendo fuerza para que la baldosa roja vuelva a ceder. Sin hacer ruido para que Javier no se despierte. Finalmente cede. Coloca su cuaderno. Lo toca con la mano izquierda. Sonríe mientras las lágrimas le van cayendo por los cachetes.

Son las siete.

Ana se come las uñas. Mueve apenas las cortinas. Mira la calle, los caminantes, los perros, los árboles. ¿Qué estarán pensando? ¿Sabrán? Observa a una madre y a su hijo, se acuerda de las veces que lo fue a buscar a Javier al colegio. Al profe, se dice, y ríe.

Son las siete y media.

Se rasca los brazos. Mueve apenas las cortinas. Mira las casas y los edificios. Pone a calentar agua para el mate.

Cuando son las diez, Ana se acuesta junto a Javier. Lo abraza. Se abrazan. Te amo, dice ella. Te amo, compañera, dice él.

Cierran la persiana, cierran la ventana. Con voz baja, en la cama, cantan Help



-¡Nunca Más!-

Nota de la Autora: la imagen del mechón de pelo en el cuaderno la tomé del documental "Mala Junta" de Eduardo Aliverti. 

Nota 2 de la Autora: no sé por qué se abre un enlace sobre la palabra azúcar. A propósito, invito a los lectores a que conozcan la historia de la familia Blaquier, dueños de Ledesma, quienes provocaron el "gran apagón" y secuestraron con los camiones de su empresa a obreros y a estudiantes en el pueblo jujeño Libertador General San Martín: esos obreros y estudiantes son desaparecidos. Investiguen por Pedro Blaquier, asesino. 

Dos microrelatos: una historia. Ciencia Ficción.


La mujer que espera

     Los espaciales habían llegado a 50 mundos, era lo último que Bruno le había dicho, antes de Andrómeda. Después no había vuelto a recibir noticias. Pero era casi imposible. Cualquier ser humano y no humano que pensara en saltar hasta Andrómeda iba a ser atraído por fuerzas gravitacionales que convertirían su máquina en chatarra. ¿Sería posible que Bruno y su equipo hubieran saltado a la otra galaxia, lejana Andrómeda? Se preguntaba mientras cortaba verdura para los animales y observaba desde la ventana el afuera. En estos años la Tierra había cambiado mucho.  Para ellos y para los otros. Para sí misma.
     Terminó las tareas cuando ya era la tarde.  Se sentó en la entrada de la casa y pensó en él. Como lo hacía desde la última vez que se vieron, en la misma entrada, despidiéndose, ocultos en el amor y  en el silencio de una tierra verde y lejana al pueblo.  Volvió adentro.
     Alguien  golpeó la puerta. Se levantó. Un hombre de estatura baja y bigote gris dijo ser capitán de la Guardia Galáctica. Traía noticias de la nave Pequeña Sirena.
     Ofreció un café que el capitán no aceptó. Lo escuchó expectante. Habían encontrado restos de la nave en una franja de selva en Argentina. No había pistas de sus ocupantes y los registros de la nave indicaban que habían intentado saltar hasta Andrómeda. Ella quedó en silencio, los ojos húmedos. El capitán se paró y dijo que había otro motivo para su visita. Sabía que el Dr. Bruno Belastegui había realizado experimentos que desafiaban las reglas de la Tierra, sobre todo ahora, que a partir de la experiencia de los 50 mundos la humanidad ya no quería humanoides con las características que Ud. tiene, dijo el capitán. Ella no lo miró. Se levantó de la silla y se dirigió a la cocina. El capitán la siguió. Supo qué crimen estaba pensando el capitán, por eso le fue fácil convertir su mano en revólver y darle al hombre. Nadie escuchó el disparo. Pero sabía: ahora sería peligroso quedarse.
     Unas horas más tarde, envuelta en telas y turbante, atravesaba otra franja enorme de tierra deshabitada. Argentina y la selva no quedaban tan lejos para una mujer, como ella.



Andrómeda

     Amanecimos bajo un sol nuevo, que dibujaba arabescos en una tierra de hielo, desconocida, donde las montañas blancas y mudas mostraban su grandeza. No sabíamos cómo, pero en el último salto habíamos logrado arribar a una estrella, convirtiéndonos en los primeros seres humanos en llegar a la otra galaxia, la lejana Andrómeda. Había restos de Pequeña Sirena sobre la nieve, faltaban tres miembros de la tripulación. Éramos sólo Esteban, Carlos y yo.
     Pasamos la noche. Al igual que en la Tierra, una luna brillante, pero era dorada. Dormí pensando en mi mujer y soñé, también, con ella.
     Otra vez el sol, la inmensidad blanca. Caminamos horas, aunque en ese extraño mundo nadie sabía de qué forma era el tiempo. Escalamos con dificultad. Tuvimos que hacer varias paradas y alimentarnos con las píldoras que había diseñado, una por día. Así estuvimos veinte días entre la nieve y la altura, la profundidad que enseñaban las rutas y el viento helado. Hasta que empezamos a ver a la distancia nuevas montañas, pero estas eran de color negro. Al acercarnos la nieve desaparecía y presentaba a la tierra. Más allá, los primeros árboles. Tan altos como nadie ha visto, de colores brillantes, verdes, violetas, rojos y celestes. Los primeros animales que vimos eran pájaros, parecidos a los de la Tierra pero tres veces mayor su tamaño. ¡Vimos agua! Lagos de agua transparente, piedras, sapos extraños. Seguimos recorriendo… Y más allá: una extraña construcción de piedra con una chimenea de donde salía un humo violáceo.
     Golpeamos una puerta de madera. Para nuestro asombro, una voz reconocible nos dijo que ya abriría. Cuando la puerta se abrió, un hombre pequeñito y calvo apareció.
     Ahora escribo este relato. Hace cuarenta años que no regreso a la Tierra. Quise regresar por ella, regresar para traerla a este mundo donde no existe la violencia ni la propiedad privada, tierra donde se envejece lentamente. Todavía quiero hacerlo, pero no puedo volver, aún, a la mujer que espera por mí.




Microrelatos escritos y publicados para el tema propuesto por la Revista Digital MiNatura -de Ciencia Ficción y Fantasía-: el Universo Asimov.

Dos microrelatos: una historia; género Ciencia Ficción: Steampunk.

Agua repetida

     Hace tres días que lo veo desde mi ventana.  Las válvulas se abren, la combustión del carbón comienza y la casa se desplaza, acercándose al río. Es por la noche cuando aparece. No he visto su cara. Sino su espalda desnuda, su cola, sus piernas. Cumplir el ritual escalofriante. La caminata lenta hasta el río, el agua que llega a su cintura, los minutos donde queda inmóvil y luego, la sumersión. Final, definitiva, asfixiante para mí que soy su espectadora. Sin entender por qué a mí se revela. En su repetición pareciera abrirse y mostrarse cada vez más.
     No está solo, por primera vez: un hombre a cada lado. Vestidos de oscuro impermeable, sombrero de aviador. Parecen gemelos. Debajo de sus goggles de cuero, bigote inglés, boca pequeña. La misma estatura corta. La misma sonrisa perversa cuando toman al visitante del cuello y lo sumergen.
     Ahogo mis gritos en los pliegues del vestido, desajusto los lazos del corsé. Siento algo en mi pecho, asfixia. Me acerco a la ventana. Desde el agua, los dos hombres me miran.



El origen de la repetición 


     Se retuerce en la alfombra. Sus raptores se miran entre sí. Le dan unos minutos para que se incorpore. No se lamenta ni grita, transita los tormentos con entereza y la mirada viva, como si planeara algo.
     Lo dejan sin ropa y dormido, en el asiento del coche. Los caballos son dos figuras de acero y madera, que relinchan con el sonido de tic tac, tic tac. Avanzan en la noche hasta llegar al pueblo de las nubes, un territorio que bordea el río, cuyas casas voladoras, pequeñas y escasas, dibujan una capa espesa de humo. La brisa apenas es un murmullo entre los árboles gigantescos, interrumpida por los conjuros de la víctima. 
     Lo llevan despacio hacia el agua. Sólo una casa frente a ellos, comida por la oscuridad, es testigo cuando los hermanos lo toman del cuello para sumergirlo. Oyen un grito. Esperan impacientes, ya liberados del cuerpo. Una cara femenina aparece, desde el otro lado del vidrio. Rápidamente ingresan en la casa. No tardan mucho en dar con la mujer y su revólver. Uno de ellos cae herido, el otro hiere a la mujer en el pecho y luego cae, también inerte sobre el piso. Se oye el hechizo de un hombre.  

    




Fueron escritos y publicados para el subgénero propuesto: Steampunk, de la Revista Digital MiNatura.

Plato del día


Se choca con un hombre. Cae su paquete y lo recoge temerosa. La calle está abarrotada y caliente, los mercaderes infectan el aire con pescado y verduras. Camina con su paquete sobre el pecho. Se mueve sigilosamente, se pierde en un callejón. Una puerta angosta se abre. La mujer avanza por un corredor oscuro, otra puerta, una sala que habrá gozado de tiempos gloriosos y ahora asoma deshabitada y polvorienta. En un extremo hay una enorme tela, que la mujer levanta para darse paso y llegar al otro lado. Se oye una voz fresca detrás de unas rejas. Es una niña de pelo negro, con un vestido verde, desalineada, que saca los brazos por entre los barrotes. Su madre abre el paquete. La niña come las entrañas de algo, manchándose la cara, los dedos. Lanza un gemido, que retumba en la sala, y sigue comiendo.
-          Los policías invadieron la ciudad, se dieron cuenta... fue mucha gente, mi niña… yo no podemos cazar… hoy la luna está menguante, dios gracias.
La pequeña, los ojos fijos en su madre. La mujer acaricia los brazos ennegrecidos por el encierro. Llora en silencio. Reza en voz baja. La niña observa su comida.
-          Tenès que comer lo que traje. Ser obediente lo que se pueda… después no sè… ya vas a curarte… ¡¿qué haces?! Dejame el brazo... No… déjame… ¡El cuello no! ¡No! ¡¡Basta, por favor!! ¡¡No!! ¡¡¡No!!!
 Se oye un cuerpo caer. Se escucha a una niña llorando. Una puerta de rejas se abre completamente y un monstruo de frágil figura y vestido verde desaparece en la noche.




Microrelato publicado en la Revista Digital de Ciencia Ficción y Fantasía MiNatura.

Júpiter

La vimos pequeña, frágil a la luz de los cometas que la rodeaban, completamente azul, ahora era solamente agua y nosotros extranjeros en busca de una nueva tierra. Cada nave tomó su rumbo, cada explorador fijó su horizonte. Marte estaba superpoblado. Debíamos ir más allá, llegar hasta Júpiter. El tiempo se mide distinto en el espacio, todo parece más lento, la añoranza por el día es algo pegajoso que se extiende lentamente hasta teñir el ánimo.

Pasaron meses hasta llegar a Júpiter. Descendimos donde había otras naves, sin rastros de humanidad. Caminamos por las enormes dunas, desiertas e imponentes bajo una luna violeta, gigante, y otras numerosas, rodeando. No encontramos ningún ser humano o alienígena. Más allá del gas, por debajo la capa de arena, como serpientes esperando. 

En uno de nuestros recorridos hallamos un pequeño lago. Cerca de él, un insólito bajorrelieve, casi escondido en la arena, con una secuencia de extrañas figuras, mitad pez, mitad ave.

Los días siguientes fueron iguales: arena y más extrañeza frente a un paisaje que sólo ofrecía silencio. Sí encontramos más bajorrelieves, ocho en total.

Una noche desperté por unos ruidos guturales. Salí de la nave. Una espesa niebla arrasaba la superficie. Llamé a mi familia. Nadie respondió. Seguí caminando hasta sentir que la arena bajo mis pies se ponía pesada, tanto, que estaba descendiendo. Lo último que vi fue el cielo estrellado. Me encontré en un espacio reducido, oscuro y asfixiante. De repente una lluvia de arena abrazó mis piernas, mis brazos, mi cuello y por último, mi cabeza. A lo lejos el sonido de extrañas criaturas, defendiendo lo propio. 



Microrelato publicado en la Revista Digital de Ciencia Ficción: MiNatura

ET heavy metal


Sí, finalmente había vuelto a su planeta­. Ayudado por sus amigos humanitos, con esa bicicleta mágica que voló cruzando la luna brillante. Así lo creyeron.

Pero lo que nadie supo es que la nave espacial donde viajaba ET sufrió un desperfecto técnico, en simples palabras, algo pasó, un engranaje o un mecanismo maldito que los obligó a un descenso inesperado. En una tierra muy diferente a los Estados Unidos. Una tierra sin la Asociación Nacional del Rifle. Pero con Mac Donalds y Starbucks, como lo supo después.  

Otra vez ET estaba solo. Sus compañeros alienígenas perecieron en el desafortunado aterrizaje. La nave quedó hecha fragmentos, luces titilantes y una llama que, lentamente, devoró su esqueleto metálico.

Otra vez ET estaba solo. A metros del desastre, cerca de un baldío, que cruzó despacio, pues estaba infectado de plantas pinchudas. Claro que no salió ileso. Cada paso era el paso de un faquir atravesando una alfombra de alfileres. Se sentía débil, cansado y hambriento.

A lo lejos pudo divisar una casa antigua, venida a menos. Reflexionó largo rato antes de iniciar algún movimiento. Pero las entrañas le rugían del hambre y sus pies comenzaron a sangrar. No volvió a pensar. Se acerco despacio. Tocó la puerta y esperó. Abrió una mujer grandota, de ojos profundos y verdes, con una remera negra que decía: Almafuerte. La mujer no tardó en reaccionar como era esperable. Cayó de bruces al piso mientras ET abría los ojos como dos piñatas. Se arrodilló junto a ella. Sacó su famoso dedo, cuya yema se asemejaba a una luciérnaga, pero no de esas que habitan cada tanto en la ciudad, sino de esas que viven en la selva profunda, redondas y visibles a varios metros. Tocó a la mujer en el sexto chakra durante unos minutos hasta que los ojos verdes volvieron a brillar. Ella se levantó como pudo. Se refregó los ojos para cerciorarse si era la marihuana o estaba teniendo una alucinación psicótica. Pero por mucho refregarse, por mucho cuestionarse el estado de una grave neurosis o de un brote psicótico, el extraño ser seguía allí. También recordó que el día anterior había visto nueve horas del Señor de los Anillos. ¿Sos Gollum?, le preguntó. ET respondió: Toddy. La mujer, que se hacía llamar Pinky, comprendió perfectamente el mensaje. Con ademanes de ritual invitó al extraño a pasar.

La verdad es que ET no entendía nada de lo que Pinky le decía. Como por ejemplo, somos seis los que vivimos en esta casa, El Rengo, Raúl, Matías, Drácula, Lía y yo, Pinky. Tenemos una banda de heavy metal llamada Cirse, como la hechicera que mantuvo cautivo a Ulises en la Odisea.
-Toddy. Volvió a decir.
-Bueno, hagamos una cosa… en casa tenemos las Toddy… esas que tienen altas chispas de chocolate, con eso bajoneamos de lo lindo… en fin, si estoy soñando, ya despertaré o iré al Moyano directamente… pero vení, sos bienvenido.

Y ET cruzó un pasillo. Con pasos lentos pero firmes. Siguiendo siempre la espalda robusta de Pinky, que lo llevó hasta una pequeña sala, con unos sillones maltrechos, mesa ratona de los setenta y posters por todos lados. ET señalaba las imágenes y decía: Toddy. Pinky reía con las manos enlazadas sobre la panza.
-No es Toddy, chabón… es Ricardo Iorio. Alto bajista, alta voz, alto mensaje, loco… “Sé vos”
ET miraba con extrañeza.
-Che, Gollum, vamos a la cocina.
-¡Toddy!
Esta vez Pinky encerró la risotada en una botella de vidrio, recordando quizá a Druppy y al Lobo Feroz.
-Ponete cómodo. Ahora en un rato va a caer alguno… igual acá somos veganos y vegetarianos… así que no te asustes, Gollum.

La noche fue a puro chocolate, cerveza negra, helado y por último, papas fritas de paquete. Cuando ET se dio cuenta que un bocado más significaría la muerte, intentó con señas manifestarle a Pinky que necesitaba dormir. Extrañamente, Pinky le entendió.
-¿Sabés por qué te entiendo? Porque además de ser baterista, tiro las cartas, el Tarot de Marsella, chabón, no sabés cómo te abre la percepción… mañana si querés te las tiro, si es que todo esto no es un sueño.
-¡¡Toddy!!
-No chabón, te vas a intoxicar y no da que llame a una ambulancia. Te voy a dejar en la pieza de los chicos… a ver, repetí conmigo…
-Toddy.
-No, Toddy, no. Los chicos son: El Rengo, Raúl, Matías y Drácula. ¿Entendiste?
-ET go home.
-Uy, no, yo de inglés, boludo, no sé un carajo. Mejor habla con Raúl que sabe.

La habitación era espaciosa. Aunque algo desprolija. En el suelo, pantalones, bóxers, botellas de cerveza, forros, corpiños... Pero claro que ET no comprendía que era cada cosa, por eso se extrañó que al hacer un globito con lo que había encontrado Pinky gritara de ese modo y rápidamente le secase los labios con un trapo húmedo.
-¿Te va el sofá?
-Toddy.
-Todo bien, pero ya basta de Toddy por favor, acóstate tranquilin… mañana será otro día…
Le dio un beso en lo que ella creyó era el cachete, dejándole una marca de ruge rojo intenso.

-¡¡¡Pinky!!!
-¡¿Qué querés, Rengo?!
-¿Es un muñeco para asustarnos, garca?
-No. Y por lo visto no fue una alucinación. ¿Vos fumaste pinito también?
-¿Me estás cargando, boluda? ¡Si sabés que yo no fumo! ¡Soy Bipolar!
-Ya te dije ochenta veces, Rengo, que te saqués de la cabeza lo de Bipolar. Todos somos bipolares, multipolares, la sociedad misma es Bipolar. Éxito o fracaso, lindo o feo… ¿tengo que seguir?
-No, gracias, Licenciada Pinky, muuuuchas gracias. ¿Me explicás lo del muñeco?
-No es muñeco, es un extraterrestre. Y sólo sabe decir “Toddy” o “ET go home”.
-¿Es un chiste, no?
-Dale tiempo a que se despierte y vas a ver.

Se oyó un grito abismal. Bajó corriendo las escaleras Drácula. Pinky lo observaba y se reía.
-Al final… puro bla bla lo tuyo. Dijo Pinky.
Drácula se dio cuenta de que estaba desnudo. Se tapó el sexo, roja la cara.  Se puso de cuclillas en el comedor y lloró. Sus amigos lo consolaron. Es inofensivo, Drá, lo único malo es que se comió todas las galletitas Toddy, dijo Pinky. Drácula lloró con más fuerza, hasta caer rendido sobre el sofá verde­.

         Por la tarde bajaron Raúl y Matías. Lía, como siempre, la bella durmiente.  También bajo ET ataviado en una bata roja, que tenía bordada en la espalda “Cirse”.

Los tres se sorprendieron frente a la reacción de Raúl y Matías. Sobre todo porque Matías creía que los ovnis eran malos y que en cualquier momento dominarían la Tierra. Aunque siempre decía: prefiero que nos invadan los extraterrestres y no los yanquis. Y en ese punto, los seis estaban de acuerdo.

-Dale, ET, mostrá lo que te enseñé. Dijo Raúl.
El pequeño ser, panzón, de ojos celestes, piernas cortas y cara de Lita de Lazari (después de una aguda cirugía) tenía las manos detrás, en la espalda.
-Dale, amigo, que es groso lo que hacés. Volvió a recargar Raúl.
Por primera vez ET se sonrojó y luego, se puso bordó cuando apareció en el comedor la bella durmiente, Lía, haciendo alarde del mote por su larga cabellera rubia y las facciones de una muñeca de porcelana. ET la miró con ojos hambrientos y una extraña sonrisa que no dejaba ver sus dientes.
-¡Dale, amigo! Insistió Raúl.

         Como si fuera un nene, despacito, sacó las manos de su espalda y les enseñó una flauta dulce de madera, pintada de fucsia y con dibujos guaraníes. ET se sentó en un banquito. Tomó aire. Y a continuación, el silencio del comedor fue invadido por un torrente melodioso con gusto norteño, sin embargo, ET nunca había estado en el norte de Argentina. Pero cada músculo de su cara exótica acompañaba el tema, mientras sus ojos se abrían intensamente y se cerraban de la misma manera. Sus dedos ágiles se convertían en madera, con sus piernas daba pequeños movimientos cuando la  melodía lo ameritaba y daba a veces también patadas con dureza sobre el piso, como en un intento de ser raíz, en un mundo que no le pertenecía pero que aún así le estaba revelando la belleza. Así lo comprendió ET. Se olvidó de las guerras libradas por los yanquis, se olvido de los numerosos homeless que vivían en túneles, de la deforestación de los bosques, de la televisión y los créditos para volverse cada vez más idiota, se olvido de los científicos capaces de destripar un alma en función de una investigación que no lograría nada, porque el cáncer, porque el sida, no eran parte del mundo de ET. Y si hubiese alguna cura sería patrimonio de unos pocos. Con cada aliento en su flauta, se llenaba de imágenes, que pasaban como nubes, porque él sólo observaba mientras tocaba el instrumento, y las imágenes se fueron  convirtiendo en seres que él no conocía, un águila, un puma, una liana, una liebre, un grillo.  

Cuando terminó, los seis tenían los ojos como Sailor Moon, la boca abierta para que cualquier mosca encontrara su lugar en el mundo. Finalmente llegaron los aplausos, los abrazos, las palmadas de “vas bien”. Y empezó la propuesta, cómo combinar el heavy metal con la flauta dulce. Lía tiró el ejemplo de la banda Sphongle, aclarando que era una banda de música electrónica y psicodélica. Bien lejos del Heavy  Metal. Matías mencionó que muchas bandas heavy utilizan gaitas para lograr un sonido más sofisticado, entonces, ¿por qué no hacerlo con la flauta? Los siete asintieron en simultáneo. Digo siete porque para esa altura ET ya sabía más palabras y expresiones del castellano, gracias a la paciencia de Raúl.

Los ensayos duraron alrededor de tres meses. Cirse se presentaría en el teatro Vorterix. Lo único que preocupaba al grupo era pensar de qué manera ET podía camuflarse, sabiendo que si caía en manos equivocadas, no sólo no volvería a su hogar sino que sería confinado a una pecera sin agua, como esa de la película Splash, donde la sirena era presa de científicos que la observaban morir lentamente en la pecera de agua salada. Nadie se atreva a tocar a mi ET, le cantaba Raúl al extraño ser. Éste sonreía. A veces lloraba porque Lía le contaba de la corrupción, de la codicia de algunos, de los hermanos que morían de frío en la calle. -Todos los países tienen hambre y miseria, pero al menos la Argentina no está en guerra con nadie ni aspira a estarlo, no somos imperialistas y eso es mucho decir. Dijo Lía. 

Durante ese tiempo, ET no volvió a decir Toddy sino Faso y en vez del típico ET go Home, decía ET es heavy metal.  Y así fue que la noche del 9 de julio, en el Teatro Vorfterix, encontró una nueva Cirse, con siete integrantes y uno de ellos, disfrazado de extraterrestre. Un virtuoso de la flauta dulce, con dosis exactas para cada acorde de la guitarra principal y de las guitarras rítmicas, cada seducción del bajo, cada golpe de batería, cada grito de Lía.  

Definitivamente: ET es heavy metal.




Clint Eastwood



-Tomá.
-Éstas no son.
-Si me dijiste: las que están en el baúl verde…
-Sí, pero éstas no son.

Fran se aleja despacio, rengueando. Se agacha frente al baúl más grande. Revuelve pies y piernas de plástico, telas y tules. Encuentra las piernas doradas que Graciela le pidió.

-Tomá.
-Gracias.

Graciela ensambla las piernas a los muslos de un maniquí. Lo para. Se trata de una mujer dorada. En seguida es cubierta por una gaza blanca que Fran desliza por su cuerpo, de tal manera que la tela se transforma en un vestido largo, de un solo hombro. Un exuberante collar de piedras brillantes integra Graciela, dando vueltas alrededor del cuello frío, para que la joya termine en un triángulo que llega hasta el ombligo; un brazalete más dorado que la piel y un anillo de piedra blanca, semejante a una pirámide.

-Traeme la peluca.

El Rengo enciende un cigarrillo. Se acuerda que antes, antes de ser tres, Víctor se ocupaba de las pelucas. Cinco días después, piensa. Abre la caja de terciopelo amarillo. Era de Víctor, piensa. Es el sándalo de Sai Baba, se dice con voz baja. El mismo aroma de sus manos, siente.

-Tomá.
-Quedó buenísima. ¿Cómo hiciste?
-Víctor me enseñó.
-Mirá vos. Dice Graciela y lo mira fijo. -No me vas a decir que vos también te acostaste con mi ex. Le dice.

Fran se aleja. Deambula entre distintos maniquíes. Elige a un hombre moreno, de ojos azules. Luego se detiene frente a una enana con ojos negros. Escucha a Graciela aplaudir, siempre lo hace cuando termina con un maniquí. Él camina, el hombre moreno a la cintura, la enana es llevada por una mano. Coloca al hombre a unos metros de la mujer dorada, mueve su cabeza para que parezca que la está observando.

-Yo a la chiquita la pondría al lado de la mina...
-No, ya me los imaginé apenas los vi… la chiquita le agarra una mano a él. Como en la carta El Enamorado, del Tarot de Marsella.
-¿Eso también te lo enseñó Víctor?
-Eso se lo enseñé yo. Hace una pausa. Cierra los ojos.
-La escena es como en la Carta, el enamorado puede elegir el camino del vicio o de la virtud…
-¿Quién sería quién? Interrumpe Graciela.
-La enana es la virtud y la dorada el vicio, con todo ese brillo lo manda al carajo…
-Pero qué filosófico que estás, Rengo.

Se acuerda de la pieza de arriba. De las esterillas, las velas y los móviles de vidrios de colores. Víctor iba los miércoles. Fran daba una hora de Tarot y recibía una hora de Peluquería. Así era el trato. Graciela todavía no existía. Se conocerían los tres, cinco días más tarde. Le había tocado El Enamorado, Víctor esperaba con los ojos bien abiertos, estrujando el almohadón. Fran no sabía qué decirle porque nada venía. No había imágenes, no había influjo que pudiese manifestarse en verso o en prosa o en algún concepto que revelará la naturaleza de la Carta. Entonces se acercó. Lo miró a los ojos. Le miro la boca, y lo besó. Unos segundos después, Víctor correspondió con la misma piel.

Acomoda las manos de la mujer pequeña y el hombre.

-Él va desnudo. Dice a Graciela.

Buscan los dos entre percheros.

-¿Qué te parece?
-Gra, con eso parece una vedetonga, se la mandamos de regalo a Jorge Rial…
-Y mirá si arma un programa sobre ella... Ríen los dos.

Fran prueba una tela roja sobre la mujer pequeña. Niega con la cabeza. Prueba con una piel sintética blanca. La envuelve como si fuera una virgen. Graciela le cuelga los aros, dos estilizadas gotas de amatista.

-Listo. Vos pensá que con el fondo rojo contrasta perfecto.
-¡Ferpecto, Gra!
-¿Algo más a la chiquita?
Camina rengueando. La observa detenidamente.
-Le voy a pintar los labios de violeta.

Graciela mientras acomoda las caras. La mujer dorada mira hacia arriba, invocando al dios del amor, Eros. El hombre la mira y hasta parece enamorado. Por último, la mujer pequeña, una vez pintada por Fran, mira al hombre, parece desesperada.

-Ayer vi los Puentes de Madison… el forro de Víctor siempre me rompía… para que la viera.
-No da hablar de alguien que murió.
-Bueno... en fin, vi Los Puentes de Madison.

El Rengo se tuerce, parecería que desde abajo, una fuerza lo obligara a adoptar una joroba. Otra vez se acuerda de la pieza de arriba. El acolchado y el sahumerio rojos. Un círculo de caricias y lenguas y dientes y gritos. La notebook, diálogos de fondo. Y en un momento abrió los ojos, la pantalla reflejaba a una mujer sobre un puente, sonrojada, a la espera de ser fotografiada por un hombre. La mujer era Meryl Streep y el hombre, Clint Eastwood. Es hermosa, decía Víctor. Esa mujer es hermosa. Fran pensaba que una de sus fantasías incluía a Clint Eastwood. Con sombrero de vaquero, pistolas, barba tupida, sucio y fumando. O fumado. Lo que debe ser Clint Eastwood fumado. Lo que debe ser desnudo, listo para el baño. Una bañera antigua, Fran alborotando el agua, el héroe se desprende de la tierra, de la sangre, en movimientos circulares que Fran le ofrenda con una pequeña esponja. Sólo eso, pensaba el Rengo. Sólo eso. Cinco días después, dijo en voz alta y miró a Graciela como si las flechas saliesen de sus ojos directas al pecho de su compañera.

-¿Te gustó?
-Pensé que me moría del llanto, boludo… ¿Vos la viste?
-Sí. 
-¿Y a vos te gustó? Pregunta Graciela.
Silencio durante unos segundos.
-Sí. Me gustó. Dice Fran despacio, mira al suelo, con nariz roja, ojos húmedos.