-Tomá.
-Éstas no
son.
-Si me
dijiste: las que están en el baúl verde…
-Sí, pero
éstas no son.
Fran se
aleja despacio, rengueando. Se agacha frente al baúl más grande. Revuelve pies y
piernas de plástico, telas y tules. Encuentra las piernas doradas que Graciela
le pidió.
-Tomá.
-Gracias.
Graciela
ensambla las piernas a los muslos de un maniquí. Lo para. Se trata de una mujer
dorada. En seguida es cubierta por una gaza blanca que Fran desliza por su
cuerpo, de tal manera que la tela se transforma en un vestido largo, de un solo
hombro. Un exuberante collar de piedras brillantes integra Graciela, dando
vueltas alrededor del cuello frío, para que la joya termine en un triángulo que
llega hasta el ombligo; un brazalete más dorado que la piel y un anillo de
piedra blanca, semejante a una pirámide.
-Traeme la
peluca.
El Rengo
enciende un cigarrillo. Se acuerda que antes, antes de ser tres, Víctor se
ocupaba de las pelucas. Cinco días después, piensa. Abre la caja de terciopelo
amarillo. Era de Víctor, piensa. Es el sándalo de Sai Baba, se dice con voz
baja. El mismo aroma de sus manos, siente.
-Tomá.
-Quedó
buenísima. ¿Cómo hiciste?
-Víctor me
enseñó.
-Mirá vos.
Dice Graciela y lo mira fijo. -No me vas a decir que vos también te acostaste
con mi ex. Le dice.
Fran se
aleja. Deambula entre distintos maniquíes. Elige a un hombre moreno, de ojos
azules. Luego se detiene frente a una enana con ojos
negros. Escucha a Graciela aplaudir, siempre lo hace cuando termina con un maniquí. Él camina, el hombre moreno a la cintura, la enana es llevada por una
mano. Coloca al hombre a unos metros de la mujer dorada, mueve su cabeza para
que parezca que la está observando.
-Yo a la
chiquita la pondría al lado de la mina...
-No, ya me
los imaginé apenas los vi… la chiquita le agarra una mano a él. Como en la
carta El Enamorado, del Tarot de Marsella.
-¿Eso
también te lo enseñó Víctor?
-Eso se lo
enseñé yo. Hace una pausa. Cierra los ojos.
-La escena
es como en la Carta, el enamorado puede elegir el camino del vicio o de la
virtud…
-¿Quién
sería quién? Interrumpe Graciela.
-La enana es
la virtud y la dorada el vicio, con todo ese brillo lo manda al carajo…
-Pero qué
filosófico que estás, Rengo.
Se acuerda
de la pieza de arriba. De las esterillas, las velas y los móviles de vidrios de
colores. Víctor iba los miércoles. Fran daba una hora de Tarot y recibía una
hora de Peluquería. Así era el trato. Graciela todavía no existía. Se
conocerían los tres, cinco días más tarde. Le había tocado El Enamorado, Víctor
esperaba con los ojos bien abiertos, estrujando el almohadón. Fran no sabía qué
decirle porque nada venía. No había imágenes, no había influjo que pudiese
manifestarse en verso o en prosa o en algún concepto que revelará la naturaleza
de la Carta. Entonces se acercó. Lo miró a los ojos. Le miro la boca, y lo
besó. Unos segundos después, Víctor correspondió con la misma piel.
Acomoda las
manos de la mujer pequeña y el hombre.
-Él va
desnudo. Dice a Graciela.
Buscan los
dos entre percheros.
-¿Qué te
parece?
-Gra, con
eso parece una vedetonga, se la mandamos de regalo a Jorge Rial…
-Y mirá si
arma un programa sobre ella... Ríen los dos.
Fran prueba
una tela roja sobre la mujer pequeña. Niega con la cabeza. Prueba con una piel
sintética blanca. La envuelve como si fuera una virgen. Graciela le cuelga los
aros, dos estilizadas gotas de amatista.
-Listo. Vos
pensá que con el fondo rojo contrasta perfecto.
-¡Ferpecto,
Gra!
-¿Algo más a
la chiquita?
Camina
rengueando. La observa detenidamente.
-Le voy a
pintar los labios de violeta.
Graciela
mientras acomoda las caras. La mujer dorada mira hacia arriba, invocando al
dios del amor, Eros. El hombre la mira y hasta parece enamorado. Por último, la
mujer pequeña, una vez pintada por Fran, mira al hombre, parece desesperada.
-Ayer vi los
Puentes de Madison… el forro de Víctor siempre me rompía… para que la viera.
-No da hablar de alguien que murió.
-Bueno... en fin, vi
Los Puentes de Madison.
El Rengo se
tuerce, parecería que desde abajo, una fuerza lo obligara a adoptar una joroba. Otra vez se acuerda de la pieza de arriba. El acolchado y el sahumerio rojos. Un
círculo de caricias y lenguas y dientes y gritos. La notebook, diálogos de
fondo. Y en un momento abrió los ojos, la pantalla reflejaba a una mujer sobre
un puente, sonrojada, a la espera de ser fotografiada por un hombre. La mujer
era Meryl Streep y el hombre, Clint Eastwood. Es hermosa, decía Víctor. Esa
mujer es hermosa. Fran pensaba que una de sus fantasías incluía a Clint
Eastwood. Con sombrero de vaquero, pistolas, barba tupida, sucio y fumando. O
fumado. Lo que debe ser Clint Eastwood fumado. Lo que debe ser desnudo, listo
para el baño. Una bañera antigua, Fran alborotando el agua, el héroe se
desprende de la tierra, de la sangre, en movimientos circulares que Fran le ofrenda
con una pequeña esponja. Sólo eso, pensaba el Rengo. Sólo eso. Cinco días después,
dijo en voz alta y miró a Graciela como si las flechas saliesen de sus ojos
directas al pecho de su compañera.
-¿Te gustó?
-Pensé que
me moría del llanto, boludo… ¿Vos la viste?
-Sí.
-¿Y a vos te
gustó? Pregunta Graciela.
Silencio
durante unos segundos.
-Sí. Me
gustó. Dice Fran despacio, mira al suelo, con nariz roja, ojos húmedos.