Todosnosdeliramosalgunavez


Caminaba, escuchando David Bowie. Vibrando en la velocidad de Av. Sante Fe. Un lunes por la mañana. Ni el tráfico ni el cemento podían interrumpir el preguntarme si hay vida en Marte.  Y entonces me detuve. Volví unos pasos atrás. Ella estaba acostada en la vereda. Miraba hacia arriba, con la cabeza sujetada por un edificio. El pelo enmarañado y gris profundo. Las manos sobre la cara, dibujando quién sabe qué galaxia; con movimientos cortos, sus dedos. Descalza.
Me agaché a poco más de un metro de ella.  Acomodé un auto pequeñito y rojo, y lo deslicé hacia su perfil. Rápidamente, ella me dio la inmensidad de su cara. Y con un movimiento ágil, agarró el autito; luego lo observó, volvió a acomodarlo y lo impulsó hacia mí.  


Rosa


La pollera de Ana sube, la bombacha es rosa. Como a él le gusta. La mano de Fran se desliza, tímidamente, por debajo de la remera de Ana. La habitación da a la calle, los invitados están en el fondo. Ana responde con la lengua, que se hace más rápida y choca contra la lengua de su novio. Ana le acaricia la nuca, la otra mano le recorre la cola hasta cambiar de ruta y llegar a la bragueta del jean. Él pasó al corpiño –también rosa- y lucha con ambas manos para desabrocharlo.

- No se abre. -Dice Fran.

- ¡No se abre! -Grita Fran.

- A ver, dejame a mí.

Entonces Ana intenta, y en menos de un segundo, sus pechos se liberan del alambre. Fran sonríe. Con el pulgar y el índice aprieta un pezón, lo mira, vuelve a sonreír y con la punta de la lengua, lo moja haciéndolo más duro. Ana cierra los ojos. Él.

- Te amo.

- Yo también te amo.

Los botones del jean de Fran se abren, el boxer verde manzana aparece. La pollera rosa sigue subiendo, ahora es invadida por una mano que juguetea por la entrepierna. Los dedos de él forcejean con el pedazo de encaje rosa. Los dedos de él se hunden en ella. La boca de Ana se abre, escupe aire, cada vez más rápido, cada vez más fuerte. 


El alumbramiento

Se despertó con un calambre en la pierna izquierda. Se sintió más pesado. Cepilló sus dientes. El espejo reflejó su cara redonda y roja, aún ensimismada en el sueño, quizá por eso no le resultó extraño, una voz infantil que dijo “hola”. Regresó a la cama. 
El dolor lo impulsó a abrir los ojos. Refregó sus manos sobre sus testículos. Demasiado esponjoso. Demasiado peludo. Se levantó. Buscó el espejo alargado. Se sostuvo la panza. Entrecerrando los ojos, como quien busca una pista, descubrió una mata de pelos marrón oscuro. Se agachó. Era una mata lisa, perfectamente delimitada de su pelo negro y enrulado. “Hola”, se escuchó. Se agachó más. Un pequeño osito de peluche, del tamaño de un dedal, acomodado entre sus huevos, lo saludaba alegremente. 







Gacetilla de Prensa

No tengo tiempo ahora, más tarde puedo; dijo. Con su roja belleza y los ojos verdes, inquietos. La voz gastada por los mates y Cristina, la secretaria, que nunca para de decir lo que se debería hacer. Daniela me miró, como mira el fondo de pantalla de su computadora, cerros de selva y casas contadas, en esa foto, como ella, Daniela, cuenta los minutos para irse. Más tarde, vuelve a decir.

Enciendo un cigarrillo. Desde esta ventana la Avenida Alem es un carnaval de formas y movimientos. En este instante tengo el tiempo del mundo para observar los peatones, las líneas blancas que dividen el impulso de los autos, los árboles atolondrados por el ruido, también por la elegancia de Buenos Aires, su polaridad de torres y acero frente a los edificios antiguos, con molduras de flores, a veces figuras humanas, a veces animales, saliendo de sus paredes.

En la Dirección nadie sabe desde cuándo está la puerta. Un día apareció en el patio. Azul. Pequeña. Apareció igual que los expedientes, que luego se acumulan sobre el escritorio de Bermúdez. Bermúdez duerme siesta de tres a cuatro. Nos damos cuenta por sus zapatos, cambia los grises por los marrones. Ni siquiera él sabe cómo ni porqué apareció la puerta.

Hace frío. Siento el olor a microondas y soltería de Miriam. Siento las carcajadas de Noelia porque otra vez se le cayó el termo. Los pasos de Francisco buscando por los tachos papel, sin que nadie haya descubierto por qué lo junta.

El piso descolorido del patio, los restos de la lluvia y la escupida de una baldosa justo en mi pantalón verde. Entra Arena para mostrarle al chico nuevo la puerta. El chico nuevo la observa sin mucho entusiasmo. Martita, cincuenta años de ministerio, habla de una mujer misteriosa y dos hombres, que nadie ha visto y seguramente nadie verá. Los hombres sonríen y se alejan elegantemente, Martita sola, cantando un tango de Tita Merello. Yo. Mi cigarrillo. El patio y una pequeña puerta azul que nunca abre y que nadie sabe hacia donde desemboca.

Vanesa no sabe a ciencia cierta la historia de la puerta. Pero sí supo que me había acostado con Mercedes. Más tarde lo supo toda la dirección. Mercedes pidió un pase y se fue a Misiones. Yo me quedé en Buenos Aires con un pañuelo celeste, femenino y perpetuo.

El jefe llega, un metro cincuenta centímetros de oscuridad, saco apretado con un botón que quizá dispare hacia la boca de su secretaria o de cualquiera que sueñe o que piense en algo más que en estrategias. A él nunca le preguntaría por la puerta azul del patio.

Florencia me dijo: no me parece, y se fue taconeando hacia el piso del Ministro, con el cable de Telam como un tesoro recién descubierto de las profundidades del océano. A mí sí me pareció ponerle dulce en el teclado, reírme de sus zapateos en búsqueda de veneno, para tantas hormigas y tantos contactos en una agenda que nunca presta. No creo que Florencia tenga las respuestas de la puerta y de tenerlas, sólo las sabría el jefe.

Con Pablo no tuve mejor suerte pero disfruté sus conocimientos sobre Pink Floyd. Campana tampoco sabía. Nico no vino porque, seguramente, estaba demasiado fumado y demasiado consciente para venir al trabajo.

               Esa tarde fumé un porro en la Plaza Roma, sentado bajo un ombú gigantesco. Más tarde regrese a la pequeña puerta azul, y como otras veces, traté de abrirla. Miré a través de la cerradura pero nada puede verse. Quizá se preserva frente a los empleados estatales, quizá se preserva frente a cualquier humano. Quizá del otro lado los seres con los que siempre hemos soñado, sirenas, duendes, centauros. Todo es una pregunta, una especulación.   

             Así pasan los días. Claudia buscando mendigos para ayudar en su barrio, haciendo la vista gorda a las ocho horas frente al teclado, una vista gorda que trabaja incansablemente. Analía yendo y viniendo, con la sonrisa pegada, asistente del jefe. Valeria como un potus brillante, oculto tras un armario. Yo redactando contenidos para la Web. Siempre sin el tiempo entre todos, entre pocos, entre algunos, el tiempo merecido para hablar sobre la puerta.

Así llegó otro verano. Belén tuvo otro hijo y se fue a vivir a Lobos. A Rodo se le cayó bastante el pelo. El jefe dividió las áreas de Prensa y Comunicaciones en dos sectores, en uno las ventanas, los más queridos, en el otro, los casi jubilados y los más chicos. Nuevas convocatorias de medios. Inspecciones, conflictos, paritarias. Nuevos paros de ATE a los que nadie salvo el delegado y una chica se adhirieron. La chica pasó a disponibilidad hace meses. Más tarde aparecieron caras jóvenes en el sindicato, pidiendo renovación de representantes. Las áreas de Diseño y Estilo Editorial son otro tema, con su propio acontecer de días, chistes y peleas. Los chicos de Diseño están más aislados, quizá por eso se juntan a cenar todos los viernes. Apareció un nuevo coordinador, una periodista, una prima del director y una chica que participó de Gran Hermano 2007. Y un día, sin que nadie sepa, sin que nadie encuentre el tiempo para decir o discutir o delirarse, un día la pequeña puerta azul del patio desapareció.


Alison not dead

Se murió Alicia. Tía Alicia. Tenía 58 años. Estaba casada desde siempre con Quique, el abogado.

No me gustan los velorios, los féretros, la procesión absurda, el primo merquero, la prima depresiva y en el bolsillo las gotas de Clonazepan. Y donde mires, a veces, algunas, lagrimas de cocodrilo. No sé a quién se le ocurrió, no me imagino un cocodrilo llorando, como tampoco me imagino un cocodrilo borracho como era mi tía Alicia.

Una vez, estábamos las dos solas en su casa de Villa Urquiza. Yo tendría catorce. La perra de mi tía, cuarenta días. Mirábamos en la cocina una de esas películas de Hallmark, donde la madre busca al hijo perdido hace años y lo encuentra ya grande y no sabe que es el hijo y es lindísimo y está a punto de comerle la boca y entonces… la propaganda de Mr. Músculo. Estábamos en la cocina, con un vino Termidor y una cerveza negra que duró un estornudo. Y otra vez la propaganda y mi tía se levanta de la silla, cierra los puños, se pone a llorar a los gritos. Y yo que la miro en silencio, sin moverme. Agarro a la perra que empieza a ladrar. Mi tía sigue llorando hasta que vuelve a sentarse. Se tapa la cara con las manos. Se ríe. Nunca me rompieron el culo, me dice, y se ríe, y yo me río con ella, y le contestó que a mí tampoco, y ella dice que va a morirse sin que le rompan el culo. Y nos reímos, y el vino sigue desvaneciéndose como ese recuerdo, como esa noche, como este día, hoy, que papá me llamó para decirme que se murió Alicia. Tía Alicia.


Fotografía: Imogen Cunningham

No humanos, no humanos, no humanos


“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción; y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.”

-Pedro Calderón de la Barca-


Desde un escritorio gris, una joven secretaria atiende el teléfono. Se apura para hacer un café expreso, pedirá ayuda al sector de capacitación, para hacer el café expreso, para acomodar los sandwchitos de miga y las masitas de La Rosseta, si el presupuesto está alegre, serán de la confitería más paqueta de 25 de mayo, Pesce. Recomendamos la primera porque es un negocio familiar, buena calidad y tardan en pagarle al pobre hombre. Con la UTN no tardan tanto. Tampoco con la Universidad de La Matanza. No sé por qué. Quizá por los cursos de capacitación. Son carísimos. Aunque no asiste mucha gente. No sé por qué. Aunque se repiten. No sé por qué. Tampoco sé porque el Instituto Nacional de la Administración Pública no se pregunta estas cosas.

Entonces la secretaria acomoda el bouquet de comestibles, también una Pepsi y un vasito de agua. En la mesa, una mujer y un director de administración de recursos humanos conversan con tres hombres. 

- Son 20 asuntos pendientes que seguiremos estudiando.

- ¡¡Son 20 personas y se está jugando su trabajo!!

La mujer, rubia y rechoncha, dice:

- Sí, ¡pero es por las ausencias!

- Entonces hay que ver cada persona, y analizar su historia clínica.

- Eso está en manos del Servicio Médico y del Nuevo Programa de Salud Mental en el Trabajo.

Un hombre de ojos claros y serenos dice:

- Sí, sí, claro… pero el Servicio Médico es parte de su Dirección…

- ¡Claro! Son 20 asuntos pendientes que seguiremos estudiando.

Silencio de sobremesa. Grillitos imaginarios.

- ¿Podemos preguntar por cada uno o a quién le preguntamos?, dice un chico de pelo largo.

- Eso está en manos del Servicio Médico.

El hombre de mirada serena mira a su otro compañero, que sonríe, se saca los anteojos y los limpia con una carilina. El hombre de mirada serena se queda mirando por la ventana. El chico de pelo largo se rasca la cabeza.

La mujer rubia remata:

- Y el Servicio Médico, nos pasará a tiempo a convenir, según la normativa, la historia clínica junto al informe de nuestra profesional en Salud Mental, altamente calificada, en los casos concernientes a salud mental. Los que sean de otra índole, serán analizados en tiempo y forma por el equipo de contratos. ¿Alguna pregunta más?

El hombre de ojos serenos tiene abierta la boca como un pescado, su compañero tose con la carilina tapándose la boca, el chico de pelo largo se ríe.

- Son 20 asuntos pendientes que seguiremos analizando.- Dice un director de administración de recursos humanos.

- Caballeros, espero que esta reunión les haya servido tanto como a nosotros. - Dice el director de administración de recursos humanos.

Los tres hombres salen de la oficina con paso lento, como si las baldosas estuvieses plagadas de minas antipersonales. Cruzan un pasillo donde una cartelera informa las últimas novedades de la dirección, Cómo gestionar mejor el tiempo, Cómo mejorar al personal, Cómo volver idiota a la gente, dice el chico de pelo largo mientras lee.

- Folletería, afiches, ir piso por piso, mailing y más. ¿Qué les parece?

El chico de pelo largo y el hombre con su carilina asienten. Se abrazan los tres con fuerza y salen con bronca y entusiasmo.


Fotografía del que fue mi escritorio. 

Clavó Pablito


Tenía escrito que un clavo saca otro clavo. Yo miré la hoja, tomé más café, seguí atenta en la reunión.

Seguí pensando en los clavos, y en que hay clavos que nunca pueden sacarse. Permanecen incrustados en las capas más profundas de la piel y hasta algunos llegan a los músculos, por no nombrar a los otros, que quedan alojados en la médula de algún hueso distraído y que se hizo el superado. Oxidados, pequeños clavos que dibujan una estela blanquecina, que se hace más viscosa si en algún momento el organismo bombea más sangre. Y si hay más sangre, el latido es más armonioso, como la música de Cesaria Evora. Y es justamente ahí cuando aparece, con su peor cara de maldito, el clavito que hacefuck you, recordando que nunca se ha ido, siempre ha estado ahí.

Cambian de forma y color con los años, es cierto, incluso se vuelven casi imperceptibles, como una línea de lápiz en una pared ocre, un hilo de tanza. Cambian de forma y color, se transforman, alguno que otro, si es que el organismo puede considerarse más evolucionado, termina casi por disolverse. Pero es una disolución aparente, la sangre sigue fluyendo con una dosis pequeña de metal. Una dosis que quizá en algún momento quede alojada en un órgano, o si hemos tenido suerte, una dosis que nos acompaña hasta que la parca nos determine la salida.

Me enteré que en ciertos lugares venden antibióticos para el tétano de estos clavos. No es verdad. Ningún remedio es efectivo si tomamos en cuenta que para cada quien, el clavo tiene una composición distinta. Pero sí recomiendo una suerte de ungüentos que, aplicados sobre la piel, dejan aroma a jazmín y una sensación de somnolencia, indicada para cuando el clavo aún está demasiado intacto o reaparece en el torrente sanguíneo provocando mareos y nauseas. Ni hipnotismo, ni pensamiento positivo, en cuestiones organísmicas esto es igual a cero. Tenemos que darnos cuenta de la existencia del clavo, reconocerlo, y después, dejar que siga su curso. Un recorrido doloroso y en algunos casos con cierta pestilencia, pero nada puede hacerse mas que aprender del pinchazo para la próxima vez, mantenerse lejos. La distancia óptima entre las fibras de un músculo es cuando éstas no están ni contraídas ni estiradas, es decir, cuando están relajadas.

Relajados avancemos entonces con la vista entrenada, el tacto sensible y agudo, el razonamiento como fiel sirvienta. Relajados avancemos pero, siempre saber, siempre en claro: ellos pueden transformarse, pero nunca, ¡nunca!, los clavos desaparecen.


Fotografía: Imogen Cunningham 

Cenicienta tapó mi boca


Dijo. Se volvió a poner los anteojos con ese gesto de extrañeza, el mismo que hago yo. Se hizo un rodete con el pelo blanco y tenso. Otra vez a mirar la tele española, las viejas películas de cantores. Mamá, dije. Pero ya no respondió. Lola Flores cantaba para ella. Yo tenía mis ojos húmedos. No podía moverme. Veinte años de terapia simplificados en unas pocas palabras. Las de ella. Su amarga revelación me había dejado tan indefenso y tan lúcido a la vez. Aún así, miré el reloj como siempre lo hago, a cada rato. Eran las once y media. Ya empezaban mis temblores, el aire se agotaba. Todos los días la misma procesión asfixiante, cuyo pico más hiriente llegaba a las doce. Y avanzaba, e invadía el terror. Las ganas de salir corriendo. Sabiendo que a donde fuere, en cualquier lugar de Buenos Aires, irían conmigo: el miedo y después, el pánico; mi corazón descontrolado. Pero hoy, pero ahora, finalmente, ya no es una fobia, sino un recuerdo. Desbloqueado. Letal. El de mi padre tapándome la boca, entrando en mí, después de haberme leído, como siempre, Cenicienta.