Deliriuslandia

Dicen que el ser humano, de acuerdo a su edad y organismo, puede tolerar más de cinco días sin agua; después el olvido, la muerte. Dicen que ese personaje desune carne, alma y espíritu. Lo único cierto en este momento es que llevamos dos días.

Las consecuencias recrudecen. Mi transpiración aumenta por momentos, volviéndome un personaje acuático como el escenario que ahora atravesamos. Otra vez el sonido de la cámara, la foto que supuestamente se volverá un recuerdo de la montaña rusa más grande de su tiempo.

Hemos visto selvas y desiertos, túneles con fantasmas y vampiros, pasillos de granja, de nefastos zoológicos y cines. El sol renaciente. La luna menguante. Los astros como puntos brillantes quizá riendo del recorrido. 

Orino menos. Por una película que vi, intento tomarlo. Pero es difícil en un carrito solitario y pequeño, que gira por momentos, que sube y baja débilmente y a veces con tanta intensidad, que siento que mi panza explotará como un espejo antiguo. 

El de atrás reza todo el tiempo. Con ojos cerrados. Es grueso como yo, pero más alto y tiene un pelo tan rojo como las letras del parque: Deliriuslandia. No me doy cuenta si también transpira, si su corazón late tan rápido como el mío, si empieza a delirar o resignarse, si parece un anciano o sus ojos están hundidos.  

La velocidad ahora no cambia. Los pocos gritos se van desvaneciendo, quizá en la misma medida que se desvanece nuestra esperanza de bajar de este aparato. 

No veo la nuca de nadie. Soy el primero, quizá el que peor la pasa o quizá el que mejor la lleva. Considerando las necesidades esenciales de un ser humano, cuando incapaz de abandonar un sitio debe hacer frente a la intemperie, a desconocidos, al vértigo, la rapidez. 

El túnel trata de países, pobremente adornado con banderas, mientras suenan fragmentos de los himnos. 

El viento, la tarde inflamada que nacerá a una noche más sin bebida ni comida. Es la tercera. Y no estoy dispuesto a ver un muerto. El de atrás no reza, sostiene con voracidad algo que lleva en el pecho. 

El nuevo escenario hace referencia al Fantasma de la Ópera. Incluso vemos a Eric y Christine, escuchamos la célebre canción del musical más famoso. Es el único momento cuando sonrío. Pero transcurre rápido y ahora se trata de elefantes. Pueden verse parte de sus esqueletos metálicos, que bailan una suerte de zarzuela, se oyen castañuelas y carcajadas plateadas. 

No puedo sentirlo. Las nubes son demasiadas, parecen dragones, gigantes moviéndose con la libertad que sueño. Me siento débil. Por momentos, confundido. Un nuevo pasaje. Una nueva cámara cuando la aventura, que ya no puedo contar, termina. 

El tiempo transcurre filoso. A esta altura, los veinte pasajeros sabemos que sobrevivirán los bendecidos o ninguno. No hay niños ni ancianos. Somos un grupo de curiosos, pronto a ser embalsamados si no se detiene la montaña.  

Lindo ese oso, me habla, siento que me quiere mucho. ¿Serán ahora las sirenas que cantan? Una me abraza y me besa, como no lo han hecho en años. Abro y cierro los ojos, su cara se está transformando; es la de mi exmujer y su tocado de flores, que veo blancas. No escucho nada. La pequeña parte de mí aún iluminada sabe: estoy alucinando, pero si digo esto es porque no estoy alucinando. 

El vodka debe ahogar algunos sonidos. La sirena se metió en el vaso. Con sus piruetas y los ojos grandes. El túnel es rosa, termina y sé que es el nuevo clic. Me aprieto la panza. Voy a tener muchas fotografías de la montaña rusa más grande de su tiempo.