Yerba mate

Mi mamá tiene una biblioteca, que no es una biblioteca sino una colección de mates. Ella no toma mate. Yo tampoco. Un ex novio viajaba por cada provincia y le traía uno de recuerdo. Si la fealdad pudiera describirse tendría forma de pezuña, de calabaza, de madera brillosa o pálida. Si la frialdad pudiera describirse tendría forma de elementos huecos, inertes, tan muertos como cada papel que en ellos escondo. Tickets, recetas que nunca anhelo, facturas comprimidas de celular, anotaciones que ya no saben dónde van. 

Al buscar por desinterés o por aburrimiento o por ganas de algo que no entiendo; en uno de los mates encuentro un pequeño resumen de mi cuenta bancaria, que no recuerdo. Da cuenta de una extracción pequeña, que no recuerdo. 

El celular es hábil para el banco y sus cursilerías. La extracción hallada en el mate fue realizada. Hay veinte extracciones que desconozco, que desesperan. 

Otro mate, el mismo banco, nueva extracción. Papelito horror, como un nene vestido siempre de azul y una nena, de rosa.  

Nuevamente, un mate. No, no tengo la memoria o tengo demasiada cocaína encima. El retiro de dinero es mayor al anterior. 

Tres mates, tres extracciones hundidas. No es la cocaína, no es real, no es Magia Blanca. Pues si lo fuera, serían depósitos no una cuenta que se vacía como un shot de vodka. Lo tomo en este momento. 

Voy diez recipientes que ahora viven en complicidad con asesinos añejos, parecen banqueros alojados en los mates. Alterando mi ánimo como la luna llena podría reírse, leyendo mi cara de paciente alborotado.  

Quedan los últimos mates. Cierro los ojos con la fuerza capaz de convertirme en un cíclope. No quiero caída abierta al celular. Ya no la quiero. Que sean los mates. Que sea locura. Que sea mi noche blanca. Mi insomnio y mi verborragia. Pues les hablo, pues estoy enojado, pues me están robando. 

Es el último mate. No saco nada de él, lo arrojó con la herida de la bronca, el juego del desconcierto, el relato de lo absurdo. Y cae. No se trata de otro papel de extracción, aquel del golpe de talón, sino de un personaje. No es sangre ni es hueso. Es de otro papel colorido. Una historieta. Sin la elegancia de Manara. Un hombre grueso, de gafas gigantes y marco abultado y negro, está comiendo, está comiendo, el banquero está comiendo el último de mis ahorros. 



¡Qué los cumplas, feliz!, ¡qué los cumplas feliz!

¡Qué los cumplas feliz!, ¡qué los cumplas feliz!, ¡que los cumplas, Federico!, ¡qué los cumplas feliz! Sopla. La llama se apaga como en un ritual cortado. Nadie lo sabe. Tres deseos que jamás se revelan. Serán vulgares, serán nobles. Nadie lo sabe. Serán para un pequeño de ocho años. Que puede soñar con astronautas y que el ratón Mickey vive en el castillo. Diez chicos ahora, entre una torta que parecería la torre de Babel. Azul, como se debe cuando es nene, así piensa la mamá. Que sea rosa, piensa la tía. Bocas pintadas de crema azul. Durazno. Dulce de leche. Lo exacto para que nadie se atreva a seguir comiendo. 

El salón de fiestas luce vacío. A pesar de las pelotas, los caballitos de plásticos, un triste ilusionista que sueña con ser Mago. La dueña es ágil con los horarios. Falta media hora, que le indica a la madre, tomándola del hombro, con ternura e hipocresía. Le recuerda que aún espera la enorme piñata. Quizá lo más costoso de la fiesta. A pesar, de las guirnaldas coloridas, dibujos de Disney mal copiados. La Sirenita Ariel ha perdido belleza y la cola verde, es violeta. Pisos de goma por si un accidente. En amarillo y rojo. Rojo. Nadie parece tampoco saber de colores. 

¡Happy birthday to you, Mr. President!, canta el tío, asemejando en gestos y movimientos a Marilyn Monroe. Después de cinco cervezas negras, podría cantar el arroz con leche en ruso. Y comienza a cantarlo en español. Su hermana lo observa, pensando en una canción condena. No sé hace arroz con leche, no me quiero casar, no soy de San Nicolás, no sé coser, no sé bordar, sólo sé abrir la puerta para ir a jugar. No ríe ninguna madre. Todas están casadas y sabrán hacer postres y camisas sin defectos.

La piñata. Llegó la piñata. Saltan los chicos. Salta el cumpleañero. Se abrazan. Algunos patean, algunos explotan los globos. Por inercia, por diversión, para asustar a los grandes. Que se asustan por ello, pero no por las ambulancias que cada media hora suenan, inundándolo todo. 

¡A las tres, a las dos, a la una…! La vara es huidiza. Hasta que consigue quebrar la piñata. Gritos. Alegría. De nenes, de madres, de solteras, de borrachos. Algo cae, ese algo es solamente eso: un algo. Solitario, haciendo ruidos salvajes sobre el piso. Un hombre del tamaño de un brazo ríe. Su cara está pintada de blanco. Ojos como diamantes pintados de verde oscuro, de bosque tenebroso donde no habitan las hadas. La boca es inconmensurable, dibuja una sonrisa peligrosa y a la vez, fría. Las cejas, también rojas. Ríe. Ríe. Ríe. Escondiendo algo entre las manos, con piernas firmes. ¡Se cumplió mi deseo!, ¡se cumplió mi deseo!, grita el cumpleañero. ¡Yo quería conocer al Guasón, mamá, yo quería conocer al Guasón! 



Vete tú José María Muñoz

Por primera vez veo la novela de las 21hs con mi mujer. Ya me dijeron que no diga mujer sino compañera pero a veces no me sale. A veces le llamo mi esposa, tal vez es peor, estoy esposado a su pedido de acompañarla en su novela de las 21hs. Televisa el canal. Maldigo al cable, a la televisión, a los circuitos, a aquello que tenga que ver con una caja enseñando personas, personajes, historias que no me provocan absolutamente: nada.

Comienza. Llora una mujer, la música está dispuesta a que corte mis venas. Aparece otra, le dice, no sufras tú, María José. Río, quizá por primera y última vez, mi nombre es José María. La música continúa, perseverante el llanto de María José.

Propaganda. Zanahoria y ruedita para correr. Nunca les creí en el all-inclusive, préstamos ni los dientes blancos de Shakira. Cierro los ojos, tapo como puedo mis oídos. Como puedo. La teve carga una voz más poderosa que la de la de un cantante de heavy metal.
La dama y la intrusa, se llama el culebrón mexicano. Pienso en Zapata, en Marcos, en las Caracolas, Chiapas, pienso en el México que respeto, pienso que esta novela es simplemente, un chiste, un bufón adulador de un rey que corta cabezas.

Aparece un hombre de porte elegante, vestido de traje gris. No llores, pues María José, no llores, mi amada por siempre. Intento reír pero mi compañera, sí, me cuesta creerlo, dije: compañera. Quizá para menguar el panqueque de crema y dulce de leche que es esta novela. Siempre te amaré, dice el hombre. José María, entre llorisqueos la que asumo protagonista, serás mi sueño por siempre. José María. José María. Trato de reírme, pero a esta verticalidad, no puedo.

En escena, una nueva mujer, anciana, de pelo largo y gris sometido a una trenza. ¿Quién eres?, pregunta José María. Soy María José, responde. No hay risa. No hay sospecha. No hay tiempo. No hay verdades más que tres personajes con mis nombres. Otra mujer, de curvas sedientes de halagos, por no decir, guarradas. Grita. Veté tú José María Muñoz. Es mi apellido. Mi esposa, compañera, mujer, amiga, no repara en que estoy viviendo en la novela.

Un hombre en harapos entra en la sala, rosado y de ventanas grises, cerradas. Pues tengo un secreto para ti, María José, dice con voz estructurada. Yo estoy por tener un ataque de nervios y un corazón que latirá tan rápido, tan hondo, que quizá yo y los protagonistas terminemos internados.

Vete tú José María Muñoz, exige la protagonista. Y me mira a los ojos. Es probable que termine internado.


El cajoncito

Es un departamento temporario. Hace una semana que estoy aquí. Noches de hocico blanco. Y de Speed con Vodka. Gafas negras para que el mundo no me atraviese al salir. Por la mañana. Me gusta dormir poco y amanecer entre neuronas que conectan información que nunca hubiese creído. Siempre solo. Hay monólogos incapaces de compartir. Hay monólogos que no estoy dispuesto a compartir. 

Un mueble añejo, parecido a los que habitaban la casa de mi abuela. Por primera vez, lo observo. No sé qué madera. Un color oscuro y brillante. Me doy cuenta que a veces oigo música. Siempre supongo que es la mía. Electrónica y La Sopa. El mueble tiene un pequeño cajón. Parece de escuela. Me río, repetí dos grados. Me aburría. Tiene herradura para llave. 

Escarbo en cada rincón, cada profundidad, sin dados al azar que espero. 

El departamento no es tan grande, pero sí ahora el misterio del pequeño cajón. Placares, cajones, estantes, alacenas, mesas de luz. Nada. Ya no sé si esperar o rendirme a mi suerte de bandera blanca. 

Voy al baño. Recuerdo el espejo. Lo abro. Encuentro una llave. Minúscula. Entre jabones y pastas dentales. No la había visto antes. En verdad, por la noche no veo más que los casinos virtuales y mis conexiones neuronales. Veloces, aunque no hay quien pueda aseverarlo. 

El cajón listo para la pequeña llave. Mis dedos preparados en tres, dos, uno. Me gusta correr. Me gusta perseguirme a mí mismo para nunca encontrarme. Soy hábil. Cuesta abrir, tanto que mis manos exigen liberación. Les hago caso por un rato. Y otra línea para la aventura. 

Abro la boca como vampiro. No parecen duendes, no parecen pitufos. Son siete. Entonces, conexión infantil. Sabio, Mocoso; que ha de estar peor que yo, Mudito, Gruñon; que no me asusta, Feliz; como si también hubiese tomado, Dormilón; como si ya fuese de día y Tímido; el que nunca tomó. Los enanitos de Blancanieves. No entiendo cómo recuerdo sus nombres o si lo entiendo. 

Bailan al canto de Ai jo, ai jo, aunque dicen que es Ay Ho o Heigh-Ho, para mí puede puede ser Hip Hop, Ahí va, Tomá, llamá al Same Psiquiátrico. Todos me parecen simplemente feos. Abro más el cajón, tal vez Blancanieves se oculta. Pero no. Blancanieves debe seguir durmiendo en la promesa de su príncipe azul, violeta, negro o qué se yo con la cabeza del gran Walt Disney. 

Cambian la canción. Y sí, es momento del Same. Bob Marley, “Satisfy my soul”. Me miran de frente. Los seis. Sabio enseña su espalda en un gesto que reconozco, esos gestos de mi padre cada vez que mis pupilas gigantescas no tenían escondite. “Me siento feliz por dentro, todo el tiempo”. Están bailando para mí. Están cantando para mí. Y no llamaré a los amigos que no tengo ni a una ambulancia. Cantamos los seis. Mocoso hurga su nariz todo el tiempo. Le ofrezco un pequeño papel, que toma, mirándome a los ojos. Tímido no para enviarme picos. Dormilón está, ostensiblemente, por quedar dormido con los labios atentos a la canción. Feliz es feliz dando vueltas, moviendo las caderas y las manos hacia arriba. Mudito me señala. Sí, me señala. Gruñón me sonríe con ojos decididos, una sonrisa gorda. Correspondo, en este momento, los siete enanitos satisfacen mi Alma. 



Seré egipcio o sí soy egipcio


Seré egipcio. Lo adoro. O sí soy egipcio. Le temo. Ha de ser de tres metros. Alguien había tocado el timbre. Nadie por la mirilla. Otra vez, fue el timbre. Abrí. Para darme cuenta de que un cocodrilo lee mi cara de horror. Mayor cuando me alejo y entra en el departamento. Se queda estático igual que yo, a unos metros. No sé si hembra o macho. Nunca vi Discovery Chanel. Tampoco fui a un zoológico para llorar o destruir jaula por jaula. Sólo sé que está aquí. Ahora frente a la biblioteca, como si tuviese pistas sobre qué merece leer y qué no. Me sigo preguntando si es hembra o macho. Google todo lo sabe. 
Con sigilo me acerco a la notebook. 

Dice señor todo lo sabe que las hembras tienen el hocico más chico, igual que su cuerpo. Aún así, no puedo definir la diferencia todavía. El sol cae mientras la luna gana horizonte. Estoy con un o una cocodrila en el departamento. Que se mueve lentamente, que siento que me mira a los ojos, que abre la mandíbula cada tanto. 

Despacio, a una distancia adecuada para mis huesos, le ofrezco milanesas de soja. Parece estática frente a ellas. Parece olerlas y rápidamente, las devora. Le ofrezco medallones de espinaca, los mismos modos, que ahora considero refinados. 

Parecen escamas, en un verde que va transmutando mientras pasea por cada zona de su cuerpo. La cola me recuerda a una sirena; los dientes, grandes y filosos, tal vez calientes, a una vampireza. Quizá necesite agua. La baño, lo más lejos posible, con baldes. Mueve la cabeza, o lo que se que se llame, de un lado a otro, con suavidad. Nuevamente, reparo en sus colores. Hay verdes, grises, marrones, amarillo, veo azul pero no sé si deliro. No sé si mi cocodrila es una visión de mí mismo o una realidad tan extrema como la cordura estéril.

Ningún vecino se atrevería o no me atrevería a presentarla a ningún vecino. Poco creo en respuestas de gente que no saludo, que no conozco, que no me interesan. No quiero sacarle fotos, podría molestarla. Más agua, más baldes. Más medallones, esta vez, de calabaza. Come bastante. Ha de extrañar con hondura a sus compañeros. Sin embargo, creo que le gusta estar acá. Creo que se divierte. Creo que está cómoda mi cocodrila. Cada tanto abre la boca, ya no siento miedo, quizá lo hace como un saludo, un agradecimiento. Podría comerme y sin embargo, no lo hace. Me contempla con sus ojos hipnóticos, ya no atemorizantes. Precisos para la ensoñación, dislocando lo que debería pensar.  

Lentamente, va recorriendo mi hogar. Lentamente, el terror se evapora para dar espacio a la fascinación. A pesar del sonido profundo, como agua salvaje, como aliento fecundo. Sé, me está hablando. Sé, no puedo descifrar el canto que me ofrenda. Pero le hablo, le agradezco, la veo con mayúscula. Pues no es una de mis visiones, es realidad, es un perfume que desconozco y que por primera vez se detiene en mis huesos. Es ella y soy yo. En lo insólito y lo bendito. Bella en los cuadrados que la cubren. Original como Urano. Gigantesca. Y sus formas, contenedoras la recibo.

Le converso por horas. Abre la boca y responde. Se zarandea de izquierda a derecha, para darme cuenta que comprende mi soledad, el miedo, el cansancio, la tristeza. Mi verdad. Mi disfraz. Mi disfraz pulverizado, finalmente, por mi cocodrila.


El Nebulizador

Cigarrillo. Broncoespasmo. Nebulizador. Bronca. Desgano. Así lo resumo, así lo vivo. Cuatro veces por día, la máscara, el humo, el tiempo chicle. Desde hace una semana. Y todo sigue igual. Probablemente, porque no dejo de fumar ni fumo menos. 

El ruido mecánico alertando que ya es tiempo. Antes, un cigarrillo, bien merecido. Para que la tos crezca como la Luna es Piscis. Uno, dos, tres. Inspirar, exhalar. Cierro los ojos. Los pensamientos de siempre. Pero no son lo de siempre.

Tengo tetas. El pelo largo y negro. Liso y fino. Mis manos son refinadas, tan blancas como a veces creo que sería el color de la Tierra cuando acabe el hambre y la guerra. Mi vestido es violeta. Sencillo pero misterioso como un nardo. No sé qué época, por las chozas puedo especular que se trata de la edad media. Veo un campo habitado por un horizonte limpio. El sol nace entre árboles altos y florecidos de blanco. Llevo un péndulo, creo que es amatista. A mi lado, un perro negro y un gato atigrado. Sostengo piedras coloridas entre mis manos. Y un libro. No entiendo su leyenda, su lenguaje. Sé de algunos símbolos planetarios. Alguien llama. Alguien a quien no puedo entender. Es un hombre joven y delgado, luce desesperado. Corro hacia él. 

Terminó la nebulización.

Le doy la máscara, le pido que antes, fume. Andrés me hace caso. Lo veo cerrar los ojos. No quiero interrumpirlo pero lo interrumpo. Está rígido. Lágrimas le caen hasta la camisa. No puedo interrumpir porque comprendo. Andrés dice: perdón. Abraza algo, alguien. 

Le doy la máscara, le pido que antes, fume. Sebastián lo hace. Cierra los ojos. Su cara se transforma, es miedo, es horror. Pero más tarde, refleja algo parecido a la liberación. Brazos cruzados sobre el pecho. Una mano apuntando hacia el cielo y la otra apuntando a la tierra.  

Le doy la máscara, le pido que antes, fume. Vanesa fuma. Minutos después, comienza a nebulizarse. Ojos cerrados. Boca grande. Y risa. Mueve los brazos como en danza primitiva. Sus dientes reflejan abundancia y prosperidad. Andrés, Sebastián y yo nos miramos para también reír. Con el contrato de nunca revelar ni revelarnos quiénes hemos sido en la vida pasada, que el nebulizador nos reveló. 

Fabio no cree. No quiere fumar. No quiere nebulizarse. Exige porro. Porro tiene. Agarra la máscara con ojos débiles. Inhala. Exhala. Intenta no cerrar los ojos pero vencido, los cierra. Gestos de extrañeza. Se toca la panza. Movimientos circulares, delicados, que parecen amorosos. Una sonrisa suave aunque potente. El humo se acaba y sin embargo, Fabio no quiere despertar. 

Toma la máscara con violencia. Lo hace mal pues solamente usa la boca. Lo contemplamos como quien contempla una escena absurda. Juan mantiene los ojos abiertos. Mantiene los ojos abiertos. Hasta que los cierra. Da órdenes como un coronel, para más tarde ordenarse en su propio aullido. Se saca la máscara con suavidad.

Queda en silencio. Las piernas de un lado al otro. Palmas. Gestos bufones. Manos de picardía las de Antonio. Sentado y erguido, señala cada rincón del departamento. Atento a la inhalación y la exhalación. Parece tocarse anillos y cadenas que no tiene. Algo sobre la cabeza.  

El tiempo no es chicle, es un espiral benéfico, una respuesta, una apertura. Enciendo el nebulizador. Inhalo, exhalo. Cierro los ojos. Los pensamientos son los de siempre. 



Mi Jengibre

Cuando la elucubración parásita, el psiquiatra me recetó un jengibre. Más allá de las pastillas, de la meditación y los mantrams, más allá de la ducha de agua fría, se trata de un jengibre que funciona. Siento el ardor en mi boca y es una suerte de reset. Dura poco, pero es capaz de presente. Últimamente, acudo a él muchas veces. 

Pienso que estas piezas no se las puedo dejar a Dios, a Jesús, a Sai Baba, y ya no sé qué hacer. En la heladera, para que se conserve por más tiempo, mi jengibre. Lo aprieto con las muelas. El picor, la frescura, el reinicio de notebook. Pero a la vez que mis dientes se clavan oigo una extraña música. Parece un coro femenino, que por mi lado b, identifico. Son las Spice Girls. 

Lo escupo y la música cesa. Tres veces me deliré con Dios, sin embargo nunca aluciné auditivamente. Si se trata de eso, prefiero hacerlo con Leonard Cohen. No volveré al jengibre. Sino la ducha más fría de mi existencia, tan medular como una pintura de El Bosco. 

Aunque necesito a mi jengibre. No tengo más Clona. Y tal vez, el efecto del antipsicótico perdió su rumbo. Aprieto con las paletas y otra vez, las Spice Girls. Antes cantaban una para bailar, en este momento, es una balada. Que reconozco con cara roja. Sé la letra. 

Tomás llega rápido. Especulo, tiene miedo. No rechazo sino miedo de mí y mi jengibre. Al primer contacto con sus labios, oímos los dos la misma balada. Que él también sabe. Finalmente puedo aseverar que no volví a enloquecer o en todo caso, somos un dúo extrañamente obsesionado con una banda de chicas, de hace veinte años. 

No terminará en lo insólito. No será un kohan. 

La verdulería estalla en clientes. Cuando es mi turno pido el jengibre. Otra vez, el ardor. Y otra vez, las Spice Girls. Que no sólo escucha mi amigo sino los compradores. Los invito también a mi jengibre. Leo en sus gestos a las Spice Girls. Caras de nada y caras de mucho. De extrañeza y de ridículo. Una nena de vestido negro y un chico de ojos abismales bailan. 

Siento miedo a mi hogar, mis objetos. El jengibre. Cada uno de una verdulería diferente. Y todos dando lo mismo. Sólo varían los ritmos. Una radio que comienza a ensombrecer este día. Extraño mi jengibre mudo. Mi amigo propone que me muerda la mano para comprobar si ocurre lo mismo. Muerdo con la fuerza de un gato salvaje. Nada se escucha.

No probaré con nada ni nadie más que con mi jengibre. No estoy dispuesto a otro sabor. Nos volveremos cuerdos o enloqueceremos por completo, incluyendo a mi amigo. A cada ser humano que se acerque mi jengibre. Las Spice Girls no son tan buenas ni tan malas. Otro producto comprado en supermercado. 

Mi amigo avanza en furia. Toma los jengibres y como puede, los destroza. Uno solo, que parece mirarme como quien ha perdido su gema, es el último jengibre de un grupo vasto. Se lo impido, no le grito, apenas levanto la voz. Agarro a mi jengibre, con la fuerza que sólo la luna limpia tiene. La puerta grita en el escape de mi amigo. Estoy solo, pero no lo estoy, estamos mi jengibre y yo. Lo aprieto, abro la boca, clavo mis dientes, cantan la Spice Girls la misma canción lenta e hipnótica. Canto con ellas.   



El Club del Codo

Dos líneas, una vertical y otra horizontal son capaces de conectar lo divino y lo mundano, en su intersección. Y en esa unión, dicen, el Encuentro, el chispazo mágico. 
Puntos, líneas, también profesan una belleza insólita en este Club. Donde cada codo dirige y revela. 

Hay agrupaciones donde autos, motos, hobbies, deportes, artes, militancia. No se trata de esto sino de El Club del Codo. Un codo particular pues debe tener una mancha de nacimiento. Los miembros se reúnen una vez al mes, en espacios aleatorios. Se compite una vez al año. La mancha en el codo más original tendrá el primer premio. También hay segundo y tercero. Y un puñado de menciones. Aunque con sólo una mención alcanza, la que da cuenta de que la peculiaridad ha sacudido piel. El órgano más grande del organismo, aquella que nos limita con el afuera, dando identidad. Y singularidad que se celebra, año tras año. 

Codos y manchas. Manchas conocidas, recurrentes. Manchas ensimismadas. Manchas que se exponen. La misma mujer arropada en su margarita blanca. Los tres chicos de las llamas. Los de los siervos. La nena con su tijera. Manuel Dorrego. Marilyn Monroe ha ganado años atrás. Al igual que el Che. Un elefante parece comerse la historia de un anciano de cejas crispadas. Un lobo aúlla cerca de un lunar pequeño y ansioso en una joven. Incluso un sacerdote católico está allí, en su mancha cree ver a Jesucristo. Un ave, similar a un Ave Fénix, es el estandarte de un chico que supo decir en su discurso pasado y ganador sobre herreros y resurrecciones. 

Comienza el himno del Club. Tocado por flauta y tambores. El momento más emocionante para quienes llevan sus brazos al centro del pecho. Besan su brazo, lo más lejos que puedan para llegar al codo. 

Es el aniversario, cincuenta años de nacimiento y desarrollo. Una encarnación que celebra cumbres. Y la sabiduría de celebrar esos abismos, cuando veinte han asistido. 

El escenario es una danza donde los codos son los creadores. En las muñecas cintas de diversos colores. Menos negro. Alguien sabe que en el Tarot el negro es el color del inconsciente y que las velas de ese tono se utilizan en la Magia Negra. Y hay que estar despierto y presente para saber si la mancha de nacimiento es, justamente, natal o una cicatriz áspera. Cuán original y cuán normal. Manchas como genios solitarios o manchas como cuerdos de violencia. Las últimas jamás son elegidas. 

La danza terminó. 

Diez concursantes arriban a la selección y la posibilidad de un podio. No de alambre ni de cemento porque El Club del Codo no promueve famas estériles sino el orgullo de que el cuerpo haya tocado con su varita de Mago el codo, regalando una figura única, irrepetible, tan particular como el escenario vestido de pinturas, inspiradas en los personajes y objetos que han salido de cada edición.

El primer codo es presentado: una tetera antigua, parecida a las que usaban las abuelas aristocráticas. Es llevada por unos ojos grandes, grises, una nariz angulosa y una boca abierta como en sueños, cuando la doncella, finalmente, acaricia al unicornio. 

El segundo, un elefante determina el comité; imponente como el brazo lienzo, musculoso y rígido de un hombre con espalda ancha pero incipiente para inflamar miedo.  

Tercero, una figura que podría ser un puma, un yaguareté, un tigre, un leopardo, depende de un artista que se animase a la ensoñación. Al no tener claridad, tanto el jurado como el concursante, se observan con visión tímida, hirviente por debajo. 

La cuarta mancha es una pala que poco conmueve a los jurados. A pesar de estar extraordinariamente dibujada. La joven se la mira en un tic casi perceptible, cerrando apenas la mirada. 

La quinta, un caramelo, que el participante dice ser de propolio por el modo del envase. Sospechosamente, tiene una pequeña línea verde que lo cruza. La camisa blanca se mueve y se aquieta, los nervios tienen el estilo de quien esperó demasiado.   

La sexta se parece a Susana Giménez, hasta tiene ojos y nariz, una boca gruesa, sin arrugas que indiquen lo obvio. La mujer la enseña con soberbia y clase de cisne. Mientras, levemente, mueve su cadera. 

La séptima se parece al Presidente del país, año 2018, el concursante no lo sabe pero ya ha quedado descalificado. 

Octava mancha, un dragón oriental. Perspicaz el juez que advirtió la diferencia entre un ser benévolo, sabio y un ser feroz y peligroso occidental. La mujer también lo sabe por eso relata teatral la historia de Miyuyu, el dragón rojo chino. 

El noveno codo enseña una rosa. Todos se estremecen, algunos por el Cristo, otros por Jesús, otros por un recuerdo intenso, doloroso o saludable. También el chico que la carga. Ojos húmedos. Piernas separadas en doce y media. 

Finalmente, la novena. 

Un centro en puntos más blancos que el resto, continuado por una suerte de brazos, de colores insinuantes, exóticos para la piel del chico que sonríe y dice con voz baja: Perseo, Norma, Sagitario, Escudo-Centauro. El evaluador poco entiende de mitologías, pero sí de una mancha que luce infinita. Desde el centro blanquecino, que parece brillar, se distienden más pequeños puntos en varias direcciones, sostenidos por una suerte de sendas semicirculares. Se asemejan a espirales.    

El presidente del Club del Codo sube al escenario. Con la vitalidad de quien no ha tomado sus psicofármacos. Porque el concurso lo merece, la atención, la escucha, la justicia. Hoy, por primera vez, anunciará directamente al ganador. Siente que se lo merece por completo. Plancha con las manos su pantalón azul francia, acomoda el cuello de su camisa blanca, observa sus zapatos marrones. Toma el micrófono. Y apenas le salen oraciones y palabras. 
“Diré que no puedo demostrar si existe o no Dios. Digo que vi caras en las nubes que sacudieron mi alma, algo que le ha pasado quizá a ustedes y le ha pasado a los jurados. Estos ojos abiertos en curiosidad. Inspeccionando cada trazo, cuan creador en víspera de su nuevo don. Digo que cada codo y cada mancha son benditos, una marca qué vaya a saber quién o qué quiso que latiera en nosotros. Doce hombres hemos debatido, en profunda sorpresa y luego, reflexión. Anunciaré, por vez primera, al ganador”. Dice el Presidente.

Sube el primer premio. Trofeo en forma de brazo. Saluda con el codo donde la mancha, que al igual que una de las tantas caras de Dios o un regalo de la Naturaleza o una energía desconocida, late en su brazo desde que nació. La Vía Láctea. 

Es abierta la convocatoria de El Club del Codo para el concurso del año próximo.  



Iguana


No son veinte ni diez. Solamente cuatro pisos. Que Horacio recorre intentando llegar a planta baja. El corte de luz es voraz para quien intenta escapar de lo desconocido. Horacio sigue. La sorpresa no lo atraviesa. Tampoco el horror. Se trata de voluntad, de salir, de bajar y de subir. Desde el cuarto piso hasta el primero que al bajar, se transforma en el cuarto nuevamente.

Las ventanas entre pisos resumen la luz de una luna menguante. Horacio ya no la mira. Después de incontables escalones ahora siente miedo. No por la iguana, no tan pequeña, que lo observa con su sonido profundo; a esta altura no puede distinguir si es la misma o son cuatro. Toca la puerta de un vecino. Nadie responde. Todas las puertas, la misma ausencia. No se oyen ladridos ni gente. Tan desierto y recurrente como una duna a punto de ser pulverizada por el viento. Salvo por la iguana.

Se lleva las manos a la boca para ahogar el aullido. Desde el cuarto piso al primero y otra vez, en el cuarto. Entra en su departamento. La calle está poblada de árboles y pequeñas plantas que crecen entre las baldosas. No hay locos ni cuerdos. No hay quienes puedan saber que Horacio está atrapado entre el cuarto y el primer piso, con una iguana o con cuatro.

Sale. Tercero, segundo, primero y otra vez, cuarto piso. No intenta silenciar el aullido. Pequeño como una salamandra y ágil como la iguana deambula. No toca las puertas, las patea a la espera de algo que ya no sabe qué es. El pantalón gris está manchado con la sangre que baja de su nariz. Sentado en la escalera, encuentra su silencio y más tarde, su llanto.  

Podría esconderse en su departamento del cuarto piso. Pero tiene que salir, pero el afuera, pero el Clonazepam que no hace efecto ni salvación. Horacio, confío en vos. Repite. La confianza en la planta baja se desvanece como la noche lo está haciendo. Pero el portero comenzará su rueda en unas horas.

Adentro el calor de la estufa y de saberse uno con su hogar. Sin embargo, quiere salir. Llama sin cansancio a su mejor amigo. Llama a los más próximos, a los más lejanos, pero han de estar durmiendo. Raro que nadie responda, se dice. Ni siquiera el portero. Pinza en mano, pantalón limpio y Horacio sale.

El tercer piso, el segundo, el primero y el cuarto, una vez más. El día es una mata de nubes expandidas. La iguana es un gesto de un creador burlón.  Ve las nubes y pide al sol que eche luz sobre la salida. La pinza en cada picaporte de vecino, en lo insólito y lo maldito. Se queda en el primero, tal vez será más fácil que el día escuche desde abajo.

No sigue escalón por escalón. Sentado, se toca los brazos con fuerza. Comienza con palmas. Horacio sonríe. No tiene reloj ni respuestas. Tampoco piensa en misterio sino en castigo. Por algo que no sabe, que nunca supo, que no sabrá. Que no se revelará porque no se esconde en esta vida. Se suena dedo por dedo. Lo impredecible está temblando como Horacio. Mientras la iguana con su cuerpo verde y negro, a unos metros.

Segundo piso, tercero y cuarto. Abre su puerta. Abre la ventana. El portero está limpiando baldosas. Le grita. El portero lo mira y trata de entender lo que Horacio trata de explicar. Desaparece de la vereda. Unos minutos y el timbre suena. Horacio, con la velocidad de un escalofrío, atiende. El hombre lo escucha mirando el piso.

Bajan. Cada pasillo, cada iguana. Tercero, segundo, primero. Y otra vez, el cuarto piso.



Ireneo

Se dice que algo nublado para encontrar formas en las nubes. El pronóstico decreta veintiocho grados. Adentro está frío. Abre la cortina. Pero no durmió de más. Pero ve la noche honda, iluminada por una luna que crece. Como una moneda arrojada en el cielo, piensa. Son las diez de la mañana. Diez y ocho, lee en el reloj azul. Y no vive en Alaska. Y ningún noticiero aventuró eclipse o noche prematura. Aun así no se preocupa. El afuera puede despejar lo inesperado. También su abuela al regresar.     

Abajo, apenas el sol cae sobre su remera gris, donde en el pecho el mensaje con letras amarillas, Nice Try. El portero lo observa. Irineo se toca las piernas para comprobar que es parte de este mundo. Sus ojos parecen achicarse en líneas tan delgadas como el hombre que lo inspecciona sin comprender demasiado. Sin comprender por completo. Sin simpatías ni auxilio.  

Arriba, el frío se vuelve más intenso. Tiene miedo. Pero abre otra vez la cortina, esperando el día que en el palier lo encontró. Y es la luna hipnótica y profunda. Llama a su novia. No lo atiende, a pesar de un domingo de enamorados. Insiste con el teléfono como si un brote violento nuevamente hubiese llegado. Se saca la remera. La piel le cuelga no por viejo sino por cansancios a fuerza de vodka.   

Baja otra vez y el mismo horizonte diurno. Una nube con carne de dragón, otra como un koala, dice un nene. La luz escurridiza, el calor, la calle, los desconocidos que nunca sabrán que arriba es de noche. Camina, fumando con rapidez un cigarrillo. Buscando taxis o supermercados. Sin anteojos negros se busca diferente.   

No cerrará más la cortina. No escapará de lo indecible, lo inevitable, lo oculto. Señora, dice a la luna. Dame mensaje, ordena. Pero no hay símbolos ni palabras. Ceguera y silencio de hueso cubren el departamento del octavo piso. Mientras, la oscuridad abre los telones. Sus imágenes pueriles, violentas, absurdas. Sus palabras de siempre. 

Ireneo tiene otra idea. Antes mejor el palier para comprobar o lamentarse. 

Necesita el dinero y tal vez le guste. Primero lo primero, el cansado Facebook. Luego, Twitter, Instagram. Las redes de conquista mejor no tocar. Los casinos virtuales son de Tailandia o algún lugar que jamás conocerá. La mayoría no lo cree. Algunos curiosos, bromistas, ingenuos comienzan a llamar. Los amigos se fueron junto a la secundaria. 

El departamento atrapado en voces que se refuerzan, aplausos cuando la cortina del comedor y las cuatro habitaciones se abren. La luna lee abrazos y copas. Las pupilas dilatas de Ireneo. Son pocos. Él es selectivo como quien le dio su nombre, Ireneo de Lyon. Aunque no sabe quién fue. 

Ríe Ireneo. Asiente mirando a la luna. No le agradece pues se lo merece, se trata de buena suerte. No necesita el misterio que ostenta pero sí el ilusionismo de anfitrión, que al mirar a sus clientes reconoce. El público sube y baja y sube al edificio. La remera gris es un recuerdo que no desea, ahora una camisa negra igual que el pantalón y las botas francesas. Un anillo en el índice derecho, preciso para sus gestos fuertes. 

Falta bastante para que el sol se apague. A pesar de la hora y la conquista, la incertidumbre temblorosa camina por sus rodillas. Una anciana aparece. Su abuela, Selene. La mujer lleva una vela blanca encendida. Un naipe en el pecho. Una cadena plateada con una amatista. El pelo suelto, vivo y gris hasta los hombros. Se acerca al ventanal. Él comprende. Intenta evitarlo sin discreción ni prudencia. La mujer lo mira a los ojos. Ireneo se detiene. Ella cierra la cortina. Él llora con la boca abierta y lentamente, la abre. El sol lee la cara de Ireneo. Las pupilas dilatadas.  





It´s alive

It´s alive. Estoy delirando, pero si digo esto es porque no estoy delirado. Estoy en vigilia. Estoy en una novedad que se está atragantando en mi garganta. Lo amargo. Lo veloz. Si la serpiente habló, por qué no habría de hablarme ella. Hondos ojos negros, que en pequeño tamaño, los percibo con magnetismo, como esas personas que al saludar cierran la visión y luego impactan con bestialidad. Una nariz refinada. Una boca con estilo a delgadez. Es completamente negra. Completamente fina. Completamente hueca. Es mi pajita de los viernes. Se sabe frágil. Pero con la ferocidad de un zoológico abriendo sus puertas. La cocaína no conjuga delirios mágicos, respetables para sangre y hueso atiborrados de alita de mosca, como se le dice. Con voz guerrillera me alerta sobre la oscuridad del cajón de la cocina y que el plato y la tarjeta no hablan. Le pregunto cómo se siente ser pajita y partidaria. Responde que le gustan mis dedos. Mi entonación. Mis fosas nasales. Siente ternura por el ritmo de mis manos. Es un canal que comunica el placer que ella misma ha de sentir. Pienso que ha de oírme teclear, que puedo leerle lo que escribo. Preparada para la demanda que mi cuerpo impone. Para sentir o fugarme. Para sentir o ahuyentar el dolor. Eso le pregunto. Mi pajita no se atreve a responder.  




Grande como una valija de viaje

-A Leonor-

Grande como una valija de viaje. La cartera bambolea entre bares y casas de amigos, locales y plazas. Con su bolso de remedios. Las cigarreras de distintos tabacos. El portacosmético. Ropa interior. Abrigo de más. Numerosos libros, al menos así me ha contado.

La conocí en una librería. Mientras buscaba El Evangelio apócrifo de Felipe. Le gustó mi nombre. Francisco repitió varias veces. Catalina, repetí sólo una vez. La invité a tomar un café y aceptó. Pero solamente en aquel donde paraba. 

Un bar, cuyas paredes anunciaban a quienes fueron los mejores jugadores de pool. Sillas de plástico negro, cómodas como un sillón. Delante pocas mesas, detrás el amplio espacio, las risas, las mesas del deporte elegido por mujeres y hombres de distintas edades. Cervezas inagotables, cada tanto un vino blanco. Techo alto. Columnas parecidas a las Iglesias góticas. Se dejaban ver ladrillos, vigas de madera. Numerosos camareros haciendo frente a una multitud que resplandecía en diversión. 

Nos sentamos adelante. En una mesa para uno. Se pintó los labios de violeta e imaginé esa boca cerca de la mía, al menos cerca. Lo necesario para decirle, cuánto espere, qué poco me gustan estos bares, pero acá estoy. Por vos, mujer de cartera gigantesca. Azul como tu mirada. Tan magnética que el espacio parece flotar en mi voluntad y recursos.  

¿Algo más llevás ahí?, dije para disolver el silencio. Lo que vos quieras. Pensé en preservativos de muchos colores. Quien mira ve diferente, respondió. Mayor la intriga y la sorpresa. O se trata de una loca de ternura o se trata de una cuerda, intentando un misterio estéril. 

La cartera fue abierta. Dentro, absolutamente despoblado. Pero lentamente, empezaron a aparecer monedas doradas. No podés tocarlas, sólo observá, dijo Catalina. Y así lo hice. Las monedas se reproducían como las estrellas cuando no existen nubes. Cada vez más y más. Cerré los ojos. Catalina cerró su cartera. 

Quiero ver más, dije. Ella desabrochó su camisa violeta, peinó su pollera celeste y nuevamente, abrió su cartera. Son manos, multitud de manos, aplaudiendo. Aplaudiéndote, dice ella. Palmas chispeantes que provocan tanto ruido y sin embargo, solo yo escucho. 

¿Vas a seguir?, dijo. Voy a seguir. Ahora se trata de autos formidables. Perfumes con los que ruedo sobre paisajes que desconozco, donde las arenas son claras como la piel de Catalina. No oigo pero algo digo. Algo me digo a mí mismo. Tal vez la marca de la esencia que uso. 

Otra vez estoy dispuesto. El cierre se abre. Noticias filosas en los diarios, pero terminan para transformarse en pequeñas televisiones. Puedo verme en cada una de ellas. Sonrío, soy fascinante como nunca lo hubiese creído. Muevo las manos con elegancia. Mi voz tiene el encanto de un cuento para nenes. 

Cerrá, por favor, digo. Todavía no… si llegaste hasta acá es porque hay mucho, respondió con voz fuerte.

Abrió otra vez. Con mi miedo a un costado, vigilando. La cartera azul grande como una valija de viaje vuelve a tomar la vida que temo. Miro despacio. El terror es más fuerte que la curiosidad. Hombres pequeñitos, soldados, de un bando y otro, las balas confunden los despojos de una ciudad. Una trompeta suena. Los hombres dejan las armas en las veredas. De repente, parecería que no hay aliados ni enemigos. Se abrazan. Un colchón de flores fucsia lo cubre todo. 

Sin temor, dice, seguí mirando. Cierra y vuelve a abrir su cartera. La visión es tan real como yo mismo. Las casas son de barro, emplazadas en la profundidad del bosque. Los animales, grandes y pequeños, están sueltos. El consejo de anciano es de árboles. Las plantas crecen a su ritmo y belleza. Pan y palabra cubren la piel del planeta. 

Cierra rápidamente su cartera, como en un sueño que se olvida con la velocidad de un estornudo. ¿Querés ver más?, dice. Y respondo con la tenacidad de quien ha descubierto una pista. Quiero ver más, afirmo con ojos húmedos y rojos. Mirá, Francisco, Francisco, Francisco. Veo. Es la Tierra, la Luna, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno, Plutón y el Sol, satélites, viajeros de roca, nebulosas, agujeros de gusano. Vía Láctea, otras galaxias que no sé nombrar, agujeros negros, blancos. Una música que difícilmente podré olvidar. Y finalmente, negro. Absolutamente, negro. Es el vacío, dice Catalina. 


OSHO Zen Tarot. 

Sobre el mar

No es como el de La Sirenita. No es un dibujo. Es carne y hueso. Hueso y carne. O vaya a saber qué. No sabe cantar. Simplemente. Terroríficamente. Habla. No hay nadie que pueda decirme si estoy alucinando. El espejo izquierdo de mi auto es habitado por un cangrejo pequeño. Dentro del reflejo. Atemorizante como la niebla que se come la ruta. Pinzas que me atormentarán por noches. Dice que tengo miedo a la soledad. Eso no lo sé, pero lo discuto. Dice que el miedo a salir tiene que ver con mi exnovia. Respondo que no, definitivamente. Dice que mi mejor amigo es el Clonazepam. Lo afirmo con orgullo. 

La estación de servicio apenas respira, un chico para la atención y otro en el mercado. Un solo auto, además del mío. Llamo al chico y lo hago observar el espejo. Da un salto y cae sobre una mancha de nafta. Sale corriendo como si hubiese visto un cangrejo en mi espejo. El otro no quiere saber. El dueño del auto, un hombre flaco y ojeroso, vestido de negro, se ofrece. No cae, tan sólo grita y se dirige hacia su auto dando pasos de atleta. Y eso que no lo escucharon hablar, pienso. Al menos no estoy delirando.  

El viaje es largo y no estoy dispuesto a matar a un cangrejo con esas tenazas. Ahora dice que estoy desintegrado. Que nunca me vacío para recibir intuición. Que los gnósticos cristianos sentirían pena por mí. Es un cangrejito culto, me doy cuenta. Ni siquiera sé quiénes son los gnósticos. Le respondo que se calle sino no quiere terminar en una cazuela. Ahora me da la espalda o lo que sea eso. Rígido. Rojo. Patitas que no llego a contar.

La música va a quebrar mi cuerpo. Pero la prefiero antes que al cangrejo. Sin embargo, su voz es más fuerte que la de Bono. Baila. Baila. Y no estoy en brote. Y no me di cuenta de tapar el espejo en la estación de servicio. No pueden mis oídos. Y otra vez me habla. Que mi pensamiento es movimiento y me muevo demasiado. Que no me doy cuenta del silencio. Sólo puedo reírme. Un bicho espantoso hace de terapeuta o lo que sea que esté intentando. 

Bajo rápidamente. Le miro los ojitos negros. Siento miedo. La tela se escabulle como quien pierde una pista. Respiro más rápido y más fuerte. Cuento. Hasta diez. Hasta veinte. Salto y envuelvo el espejo. Armo un nudo por detrás. Tan fuerte que me duelen las manos. Subo al auto. Otra vez U2. Miro el espejo. La bufanda roja apenas se mueve. 
Cada vez más niebla. Tal vez es verdad, no puedo estar solo. Es verdad, no dejo de pensar. Mi papá fue ausente y mi mamá violenta. La bufanda comienza a moverse, algo la está rasgando. Es una tenaza. Es la otra. El espejo despierta mientras el cangrejo toma cuerpo, saliendo de él. Apoyado en el borde de la estructura, lo oigo reír, ahora sí que estoy psicótico. Dice que momento a momento. Que soy una víctima compulsiva y mi propio victimario. Que siempre hablo de uno porque tengo miedo de decir yo. Respondo que ya termine, voy a llorar, no puedo más. 

Durante casi todo el viaje mantuvo silencio. A esta hora podría decir que lo extraño. Estoy brotado, extraño a un cangrejo que habla de mis agujeros. ¿De dónde sos?, digo. De Lo Absoluto, igual que vos. No tengo idea qué quiere decir con Lo Absoluto, pero asiento. Claro, digo, como todos. Dice que no mienta, que pregunte si no sé. Creo que voy a llorar. 

Agujero negro y agujero blanco, dice. Me cuesta entenderlo, pero lo sigo como una flecha adherida al cielo. Llegamos. Mi novia estará durmiendo. Aunque tiene que despertar. La espero tocando bocina. Se acerca con cara de quien soñó una pesadilla. Se sienta. Me da un beso con ganas de poco. Mira hacia delante. Mira hacia su derecha. Y grita. Grita tanto como nunca hubiese imaginado que un ser humano pudiese gritar. Un pequeño cangrejo azul en su espejo.  



Deliriuslandia

Dicen que el ser humano, de acuerdo a su edad y organismo, puede tolerar más de cinco días sin agua; después el olvido, la muerte. Dicen que ese personaje desune carne, alma y espíritu. Lo único cierto en este momento es que llevamos dos días.

Las consecuencias recrudecen. Mi transpiración aumenta por momentos, volviéndome un personaje acuático como el escenario que ahora atravesamos. Otra vez el sonido de la cámara, la foto que supuestamente se volverá un recuerdo de la montaña rusa más grande de su tiempo.

Hemos visto selvas y desiertos, túneles con fantasmas y vampiros, pasillos de granja, de nefastos zoológicos y cines. El sol renaciente. La luna menguante. Los astros como puntos brillantes quizá riendo del recorrido. 

Orino menos. Por una película que vi, intento tomarlo. Pero es difícil en un carrito solitario y pequeño, que gira por momentos, que sube y baja débilmente y a veces con tanta intensidad, que siento que mi panza explotará como un espejo antiguo. 

El de atrás reza todo el tiempo. Con ojos cerrados. Es grueso como yo, pero más alto y tiene un pelo tan rojo como las letras del parque: Deliriuslandia. No me doy cuenta si también transpira, si su corazón late tan rápido como el mío, si empieza a delirar o resignarse, si parece un anciano o sus ojos están hundidos.  

La velocidad ahora no cambia. Los pocos gritos se van desvaneciendo, quizá en la misma medida que se desvanece nuestra esperanza de bajar de este aparato. 

No veo la nuca de nadie. Soy el primero, quizá el que peor la pasa o quizá el que mejor la lleva. Considerando las necesidades esenciales de un ser humano, cuando incapaz de abandonar un sitio debe hacer frente a la intemperie, a desconocidos, al vértigo, la rapidez. 

El túnel trata de países, pobremente adornado con banderas, mientras suenan fragmentos de los himnos. 

El viento, la tarde inflamada que nacerá a una noche más sin bebida ni comida. Es la tercera. Y no estoy dispuesto a ver un muerto. El de atrás no reza, sostiene con voracidad algo que lleva en el pecho. 

El nuevo escenario hace referencia al Fantasma de la Ópera. Incluso vemos a Eric y Christine, escuchamos la célebre canción del musical más famoso. Es el único momento cuando sonrío. Pero transcurre rápido y ahora se trata de elefantes. Pueden verse parte de sus esqueletos metálicos, que bailan una suerte de zarzuela, se oyen castañuelas y carcajadas plateadas. 

No puedo sentirlo. Las nubes son demasiadas, parecen dragones, gigantes moviéndose con la libertad que sueño. Me siento débil. Por momentos, confundido. Un nuevo pasaje. Una nueva cámara cuando la aventura, que ya no puedo contar, termina. 

El tiempo transcurre filoso. A esta altura, los veinte pasajeros sabemos que sobrevivirán los bendecidos o ninguno. No hay niños ni ancianos. Somos un grupo de curiosos, pronto a ser embalsamados si no se detiene la montaña.  

Lindo ese oso, me habla, siento que me quiere mucho. ¿Serán ahora las sirenas que cantan? Una me abraza y me besa, como no lo han hecho en años. Abro y cierro los ojos, su cara se está transformando; es la de mi exmujer y su tocado de flores, que veo blancas. No escucho nada. La pequeña parte de mí aún iluminada sabe: estoy alucinando, pero si digo esto es porque no estoy alucinando. 

El vodka debe ahogar algunos sonidos. La sirena se metió en el vaso. Con sus piruetas y los ojos grandes. El túnel es rosa, termina y sé que es el nuevo clic. Me aprieto la panza. Voy a tener muchas fotografías de la montaña rusa más grande de su tiempo.




The Red Carpet

Entre flashes que queman. Perfiles escogidos. Mujeres en vestidos vaporosos o corte de sirena. Entre el brillo y el murmullo. Las carcajadas apenas audibles. Los paparazzi consagrados a la moda. Iso no entiende.

El frack es azul como la noche que caerá mientras los premios pujen por los mejores de Hollywood. Cuando la alfombra roja, desierta como horizonte sin astros, decaiga dando espacio al salón donde el talento se gana y el encanto se aprende. 

La corbata también es azul. Un poco más clara que el chaleco. Las sonrisas se acrecientan en un enjambre de hombres y mujeres preparados para la maratón de periodistas de espectáculos. Uno, dos, tres, largada; diría Iso. Pero no puede hablar con la misma voz que ha cautivado a millones de adolescentes. El nudo de la corbata se está ajustando cada vez más. No lo suficiente para lastimarlo, pero sí exactamente para negarle una entrevista. 

No sabe de nudos, sin embargo intenta, sin laurel ni cetro, desarmarlo. Cuando las manos cansadas piden liberación, hace señas a su asistente. Ahora se da cuenta que la tela está cediendo. En amagues frenéticos que no alcanzan para desatar. Y algo, más grande, más agresivo, comienza para Iso. La corbata está creciendo.

Su asistente lo observa con la boca abierta, los ojos de un pescado herido en red. Está llegando a la entrepierna, mientras el ancho cubre casi la totalidad de su pecho y de su panza. Aun así, nadie está mirando. La Alfombra Roja late en miles de dólares de tendencias, de cámaras, de live from, de sueldos siderales que han sabido donar donde se siente y gastar donde se piensa. Pero la corbata está avanzando velozmente. El asistente arroja un grito hiriente, señala el azul y cae. Simplemente. Para maleficio de Iso, el asistente cae y un puñado de directores se acerca.

Alguno piensa que sería un buen guión mientras otro se compadece del joven y su corbata, que a esta instancia ha llegado a las pantorrillas. Podría tratarse de un vestido; dice uno de ellos. Otro sonríe para evitar el humor, o la ironía como una torpe agresión encubierta. La mayoría lo palmea, lo auxilia, con las palabras que salen como en una película surrealista. Verdaderas y originales. Todo está permitido, pues todo se orienta a ayudar al joven Iso. 

El azul está cubriendo parte de la alfombra, apenas unos metros. Son los suficientes para que la curiosidad de los asistentes devore a pasos ásperos, duros, primitivos. El compañero vuelve en sí sólo para volver a perder consciencia y expectativa. Iso empieza a caminar, con pasos pegajosos, pero elegantes, fruto, a fin de cuentas, de un género refinado. 

Otra vez las cámaras son suyas. Otra vez es el centro de cada respiración. La corbata recorre cuatro metros desde sus pies a lo largo de la alfombra. Nadie entiende ni pregunta. Porque ahora es Iso quien no quiere palmadas ni palabras de apoyo, caras de abracadabra, dientes perfectos que no pueden ocultar lo insólito ni los halagos forzados. 

Como puede, llega hasta la salida trasera. La alfombra roja parece gritar, invadida por un parásito azul de siete metros. Está trabada, la puerta no abre, grita Iso. Es que se da cuenta; se trata de tan sólo un decorado.




Otra porción

La torta nunca termina. Sirvo otra porción y vuelve a su forma originaria. Completa, firme, hasta puedo imaginar sus ojos grandes, amarillos y traviesos. El bizcochuelo tiene vida, no aquella que nutre, pues la esponjosa vainilla, el relleno de mousse de limón, la cubierta de azúcar impalpable: poco alimentan. 

El cumpleaños está en su instancia final, algunos tan borrachos como yo. No es una ilusión, caminaría erguida para bailar lo que sea que mis amigos disponen. Zorba, el griego. En otra circunstancia sonreiría de cara a la danza, me levantaría con el mismo envión que cuando llegó el hombre que me gusta. Pero ahora no puedo.

Nadie se da cuenta salvo yo. No preparé el pastel, lo compré en una tienda donde venden todo lo que me hace mal, engorda y alucina. A esta altura me acuerdo de los panes y los peces; acá no hay estampita de Jesús, solamente una imagen de OSHO, que hasta dónde sé nunca hizo milagros. 

Podría terminar el hambre en Haití, cuna del Vudú, el país más pobre de América. Aún así, ya lo dije, nada en este pastel alimenta, verdaderamente. Aún así, puedo bajar, recorrer las honduras de las calles y dar una porción a cada hermano que vive sin techo. 

A esta altura me siento Lucrecia Borgia custodiando un secreto mortal. El bullicio aumenta, las luces de navidad hacen lo propio, las risas se intensifican. Es mi cumpleaños. Mi verdadero año, la energía que hoy se configura me acompañará hasta el día de mi próximo natalicio. Una torta eterna me seguirá durante 364 días. No sé si reír, no sé si llorar; dice un dicho o tal vez lo estoy diciendo mal, porque cada vez me importa más el vino blanco que la torta. 

Siento que me observa con capricho, que dentro de unos segundos, una lengua saldrá para besarme con gusto a mousse, dará un silbido de vainilla y aplaudirá derramando azúcar. Y yo, sin poder gritar, sin pedir ayuda, sin tener explicación para un prodigio absurdo. Lisa Simpson había creado un tomate gigante. Yo no pude más que comprar un pastel que nunca acaba. 

Me pregunto si se romperá el hechizo al salir de casa, aunque no creo en hechizos. Hasta ahora. Tal vez se trate de la vecina del quinto, aquella que me odia por ruidos molestos; como si fuese mejor una pelea que el sexo. Quizá fue la pastelera, que lloró tanto por su tierra, el Chaco, que su dolor quedó impregnado, al igual que las paredes retienen la risa o el llanto, la cumbre o el abismo. Como cada objeto que conserva el recuerdo de su hogar, de quien lo toca, las paredes sabe gritar los numerosos o pocos años que se han vivido junto a ellas. 

No lo sé. Simplemente, no sé. Ni por qué, cómo y lo más importante: para qué. Pienso en éste último y vuelvo a las calles plagadas casi de ausencia y luces que no sé hasta dónde llegan. Otro vaso de vino, otro cigarrillo, otra duda como púa en mi cabeza. Una migraña que avanza lenta pero con la fuerza del rayo de Zeus. 

Quiero otra porción, dice mi amiga. La misma que creo ha devorado, si tuviese, hasta el esqueleto de vainilla y limón. Por supuesto, respondo. Aferrada a la bandeja, cortó una nuevo trozo. La llevo al pequeño plato y la miro con tanto asco, como nunca he recordado o como no quiero recordar. 

No quiero saber. Como en una película de terror, cierro los ojos durante unos segundos. El monstruo ya habrá pasado, pero no, el pastel es el mismo de siempre. Incorructible, sereno, expectante tal vez por el pedido de una ración más. 

Que Dios o el Diablo me condenen, que integren o quiebren la solidaridad a la que no me atrevo. No saldré de casa. No cuando la marihuana me pone paranoica, lo cual ocurre pocas veces. La uso sobre todo para relajarme y dormir. Ya no elijo drogas legales para abultar la panza de la industria farmacéutica. Mis hermanos en la calle seguirán durmiendo mientras seguiré vil, incapaz de hacer frente a una torta que ha empezado para nunca terminar. Un cero, sin principio ni fin. Al igual que mi inercia a levantarme y afrontar lo que sea que está pasando y podría acontecer.

¿Me das un poco más?, dice mi amigo. Pero esta vez agarro un bollo con la mano, con la violencia de quien ha descubierto un cuarto secreto que no abre. Otra vez mi función de cine. Al abrir los ojos, la torta sigue igual, con su vainilla invicta, su mousse, su azúcar, su entereza. La torta nunca termina. Sospecho que quizá ni el tiempo la corrompa o la corrompa tanto que será un fósil. Incapaz de ser comida pero capaz de maldecirme.  



La palabra repetida

En vez de olvidate decía siempre olvidafter, quizá para evocar el After habitual, la terraza donde el sol y la alegría y la música eran el final de una noche de sentidos hondos, para recibir el talento de músicos, las imágenes detrás del protagonista, las luces revoltosas bañando cuerpos. Una fraternidad donde la cortesía y el compartir eran otra pieza del boliche. El mismo donde llevaba a sus pocas conquistas. La primera cita lluviosa de impresión por bailarín y popular, por momentos estratégicos: el desaparecido, pues la ausencia tal vez seduce; pensaba y decía a cada quien: olvidafter. Sin embargo, no le extrañó la palabra repetida.

Pero esta vez no habría terraza. La madrugada prometía la amistad entre el hombre y la mujer, la misma en la que nunca había creído, ni cree ahora. Mañana le tocará una mujer, conocida en un casino virtual, para seducirla y virtualizar sexualidad; su esposo así se lo había pedido, saber. Si Alice le era infiel. Y pagar con Bitcoins al joven, por la valentía.

Olvidafter, dice otra vez. La joven, sorprendida, sonríe. Olvidafter, vuelve a decir. No se trata de efectos secundarios de una medicación. No es el vodka ni la cocaína. 

El teléfono avanza con su melodía desquiciada, contesta la llamada. Olvidafter, olvidafter. Corta con los ojos de pez confundido, la boca cerrada, como un novato espectador de Pink Flamingo. Jhon Waters seguramente haría una película llamada Olvidafter. Pero sus personajes no son planos. Ni tienen esos detalles, tan usuales, como la remera que el joven viste con orgullo: buen intento. Nice try. 

Quiere aclarar que ama eternamente a su exnovia, y en vez de la oración sugerente, sólo se oyen cinco olvidafters. En ésta histeria, ésta Luna tan Llena que la realidad se percibe como un estanque, cualquier instinto vulgar emerge, incapaz de dominar por él, para luego, transmutar en belleza y eje. Las verdades tienen forma de cangrejo; y está saliendo del agua. Al menos para olvidafter. Como una Carta de Tarot invertida. 

El pene se enciende sin gemido, un olvidafter hiriente lo cubre todo. Recuerda a Alice, quien se hace llamar Lorilori. También recuerda a la joven. 

La notebook, amada aliada, para regresar a los casinos virtuales, para comprobar en los chats que no es un olvidafter; sino un líder exitoso, de triste fama y fines que han justificado medios que la Luna Nueva jamás aceptará. Hi to all, pero no teclea hola a todos ni buena suerte: olvidafter, olvidafter, olvidafter. Olvidafter. Ni Alice ni su esposo James pueden corresponder. 

Mamá duerme, sus dos amigos no lo sabe, aunque siempre se ha sentido solo, como una víctima de un destino amargo, que bajará con gusto blanco y rocas de una montaña maldita. Olvidafter y se lleva el índice a la boca. Un papel, una birome. Intenta hacer su firma refinada pero el azul del trazo es olvidafter. Tantas veces como lo intenta. 

Las manos cubriéndole la cara. Llora y lo único que se escucha es olvidafter en vez de alaridos. 

Él ha contado, es brillante con los números y los dados del monitor, más de trescientos olvidafter, quizá aún más. El terror paraliza como el miedo cuando no es límite que preserva, sino una sombra que detiene. 

Olvidafter, olvidafter, olvidafter, olvidafter, olvidafter. 

Quizá es mejor ir a dormir. Creerse un dios solitario que mañana romperá el hechizo. Y volverá con laurel y cetro. Entonces la revelación: olvidafter, piensa. Olvidafter, grita. Olvidafter seguirá pensando. La palabra repetida, el lenguaje de un olvidate convertido en un cangrejo, cuyas tenazas desgajan su voz, su letra y finalmente, su mente. 

Quizá se trate de no olvidar. No comprende y no se lo preguntará. Olvidafter.   



-los personajes y hechos son producto de la ficción, cualquier parecido: real vulgaridad-

Cuatro piernas

No son solamente dos bultos de grasa. También es hueso, la dureza que un golpe puede quebrar, pero la sabiduría de preservar la médula ósea. 

Siempre reía con las “tres piernas”, a pesar de que ninguna mujer correspondiera con elevado entusiasmo dicha certeza. Lo decía con seriedad, se guardaba los chistes para aquellas que llegaban a sus redes, las máculas a autoestimas sedientos de luz y verdad. Un núcleo de inseguridad lo quemaba. Negaba. Pero las piernas que crecen no pueden ocultarse. 

Extraño, muy extraño, llegan hasta las rodillas; dice el médico; dice también que hasta no analizarlo no sabrá si pueden ser extirpadas o no. A cada lado de sus piernas, dos nuevas piernas. Como tentáculos tan irónicos como su propio humor. Agresiones encubiertas atacando una belleza construida a fuerza de halagos en voz alta, para sí mismo, siempre para sí mismo. 

Sufren las dos piernas, que se ven atacadas por un enigma que quizá, nunca resuelva. La clínica privada otorga un turno lejano. Como si no fuera emergencia, piensa Ricardo. Llora en el baño, para luego tomarse un tiro de cocaína. 

Cuatro días son cuatro milenios para quien espera una solución o una condena. Más parecida a la última, pues los huesos, la carne, la piel siguen creciendo con la rapidez de un clonazepan, orientado a tapar la angustia, el pánico, la ansiedad. 

No se puede hacer nada, pero lo derivaré a un especialista, con respeto y disculpas: no sé exactamente de qué; dice el médico. Él llora, como nunca lo hizo en años, salvo cuando su exnovia quiso dejarlo y la amenazó con tres intentos de suicidio, que lo llenaron como una piñata, cuya sorpresa fue la mentira y la manipulación. 

Entonces recuerda, eureka piensa, como ha creído desde que tiene memoria que su intelecto es mayor al de cualquiera. Su exnovia sabía leer Cartas, Astros, otros oráculos. Sabía de hechizos. Ricardo cinco veces eligió del mazo, el Arcano El Papa invertido, del Tarot Marsellés, cinco veces en la misma semana, durante la convivencia. Arde el crecimiento de las piernas. Al igual que el miedo a la sugestión.

Las piernas siguen creciendo, en cada costado una lanza, que jamás arrojará sangre y agua, sino desconcierto y vergüenza. Él, encantador: un recuerdo hundido en la maldición de cuatro piernas. Que no son efecto de la divinidad, porque no cree en el mundo invisible. Se trata de casinos virtuales, vodka y coca, día tras día, esos que son gárgolas para quien sabe bailar en boliches, con jovencitas, tal vez, más inteligentes que su exnovia o más indicadas para ser corrompidas en bienvenidas de monstruos. Sus nuevas piernas duelen, están expandiéndose, se alargan como serpientes tocadas por una varita mágica. 

Sí se cortan, el riesgo es alto, podría no soportar la operación; dice el especialista en huesos. Las piernas, que nacen en la cadera y a esta altura terminan con sus correspondientes pies, parecen sonreír a la tercera pierna, aquella que nunca ha crecido. Que ha buscado matriz para tener un hijo. 

Sin embargo, la incertidumbre rueda. Y es posible que un alma antigua apueste por Ricardo. El cuerpo será polvo y ceniza, trascenderá la compasión que se ha sembrado en cada vida. Pensará esa alma antigua. Hasta que despierte. Hasta que comprenda que cuatro piernas pueden ser nobles aliadas o pueden ser voraces herramientas. 

Arrasan las cuatro piernas, sin posibilidad de redención. Llora Ricardo. Debe ocultarse. 


-los personajes y hechos son producto de la ficción, cualquier parecido: real vulgaridad-