Seré egipcio o sí soy egipcio


Seré egipcio. Lo adoro. O sí soy egipcio. Le temo. Ha de ser de tres metros. Alguien había tocado el timbre. Nadie por la mirilla. Otra vez, fue el timbre. Abrí. Para darme cuenta de que un cocodrilo lee mi cara de horror. Mayor cuando me alejo y entra en el departamento. Se queda estático igual que yo, a unos metros. No sé si hembra o macho. Nunca vi Discovery Chanel. Tampoco fui a un zoológico para llorar o destruir jaula por jaula. Sólo sé que está aquí. Ahora frente a la biblioteca, como si tuviese pistas sobre qué merece leer y qué no. Me sigo preguntando si es hembra o macho. Google todo lo sabe. 
Con sigilo me acerco a la notebook. 

Dice señor todo lo sabe que las hembras tienen el hocico más chico, igual que su cuerpo. Aún así, no puedo definir la diferencia todavía. El sol cae mientras la luna gana horizonte. Estoy con un o una cocodrila en el departamento. Que se mueve lentamente, que siento que me mira a los ojos, que abre la mandíbula cada tanto. 

Despacio, a una distancia adecuada para mis huesos, le ofrezco milanesas de soja. Parece estática frente a ellas. Parece olerlas y rápidamente, las devora. Le ofrezco medallones de espinaca, los mismos modos, que ahora considero refinados. 

Parecen escamas, en un verde que va transmutando mientras pasea por cada zona de su cuerpo. La cola me recuerda a una sirena; los dientes, grandes y filosos, tal vez calientes, a una vampireza. Quizá necesite agua. La baño, lo más lejos posible, con baldes. Mueve la cabeza, o lo que se que se llame, de un lado a otro, con suavidad. Nuevamente, reparo en sus colores. Hay verdes, grises, marrones, amarillo, veo azul pero no sé si deliro. No sé si mi cocodrila es una visión de mí mismo o una realidad tan extrema como la cordura estéril.

Ningún vecino se atrevería o no me atrevería a presentarla a ningún vecino. Poco creo en respuestas de gente que no saludo, que no conozco, que no me interesan. No quiero sacarle fotos, podría molestarla. Más agua, más baldes. Más medallones, esta vez, de calabaza. Come bastante. Ha de extrañar con hondura a sus compañeros. Sin embargo, creo que le gusta estar acá. Creo que se divierte. Creo que está cómoda mi cocodrila. Cada tanto abre la boca, ya no siento miedo, quizá lo hace como un saludo, un agradecimiento. Podría comerme y sin embargo, no lo hace. Me contempla con sus ojos hipnóticos, ya no atemorizantes. Precisos para la ensoñación, dislocando lo que debería pensar.  

Lentamente, va recorriendo mi hogar. Lentamente, el terror se evapora para dar espacio a la fascinación. A pesar del sonido profundo, como agua salvaje, como aliento fecundo. Sé, me está hablando. Sé, no puedo descifrar el canto que me ofrenda. Pero le hablo, le agradezco, la veo con mayúscula. Pues no es una de mis visiones, es realidad, es un perfume que desconozco y que por primera vez se detiene en mis huesos. Es ella y soy yo. En lo insólito y lo bendito. Bella en los cuadrados que la cubren. Original como Urano. Gigantesca. Y sus formas, contenedoras la recibo.

Le converso por horas. Abre la boca y responde. Se zarandea de izquierda a derecha, para darme cuenta que comprende mi soledad, el miedo, el cansancio, la tristeza. Mi verdad. Mi disfraz. Mi disfraz pulverizado, finalmente, por mi cocodrila.