Auriculares

A la muerte, en el Tarot de Marsella, le llaman el arcano sin nombre y/o El Olvido. Olvidar algo es morir en él; dicen que el espantoso esqueleto desune cuerpo, alma, espíritu. Don Juan enseñaba a Castaneda que siempre Ella nos habita a un brazo de distancia, desde la izquierda. Skay Beilinson canta “la parca siempre viene detrás”. Más allá de aquel personaje, de ese umbral que conduce al misterio, a veces a la Fe, a veces al asombro, a veces a la nada. Cada verdad es respetable, salvo cuando quieren imponerse a la mía. Dormir en Cristo. Reencarnar. Bueno, para mí volvemos a la tierra, seremos abono. Ceniza a la ceniza y polvo al polvo. He leído de Maestros y sus seguidores que también profesan no temer a la muerte. Aplausos. Soy un ser humano involucionado y sí, le tengo miedo a la muerte. 

No son mágicos sólo para conmigo. Todos mis amigos probaron mis auriculares y escucharon lo mismo. En bares, discotecas y espacios donde se supone que la gente agota sus soledades o resplandece en sus pecados. Persona por persona iba revelando lo obvio o el telón de su suposición como una novedad filosa. En pocas palabras. Con su propia voz. 

El colectivo donde ahora viajo es muy audaz. Tanto que nos movemos como esos muñequitos con cabeza de perro, que se zarandean incansable y graciosamente. Contando al chofer, somos seis pasajeros. Pues es la hora pico. Marginal. Esa cuando los pocos tenemos horarios sin benevolencia ni delgada cortesía. 

Estoy sentado en los asientos iniciales. Siento esa curiosidad que me dará cinco vidas más. Basta con observar fijamente o arrimarme un poco y Abacadabra. Sólidos Magos, mis auriculares. Elegir. Voltear. Concentrarme. O ir hacia el encuentro.  

Un color rojo invasivo en el pelo de una mujer, que lleva un ambo azul. Me levanto, voy tan despacio como una mujer haciendo el amor con una almeja, donde la perla que yo mismo encontraré. Me pongo los auriculares y comienza el vals de los desconocidos agasajados por sus miedos más próximos. Su dicción tiene el color del cansancio y el nerviosísimo. “Tengo mucho miedo de que Carmen le cuente a todos del beso con Manuel, no tendría que haberle dicho nada”. 

Siempre me ocurre lo mismo. Siento el deseo de decir: basta, es tu propio pensamiento, como un monstruo que se vuelve más vigoroso con cada elucubración. La Hidra de Lerna, combatida por Heracles, de cuya cabeza cortada nacían dos. Jamás lo hago. Tan sólo escucho el miedo y apago los auriculares, me los saco y sigo contemplando o caminando hacia un nuevo horizonte. El que guíe a mi dinamismo o a mi pereza.  

Me arrimo con la sutileza de un pez que habla en su ser originario, una sirena que va lento. El hombre es un anillo de oro en el dedo índice, su ropa, un jean y una camisa verde, me doy cuenta, carga un tic en la nariz, la cual se rasca de tanto en tanto. Auriculares. ON. “Me da miedo de que Ana me deje”. Me pregunto quién, cómo será Ana. La única veracidad es que frente a mí, el hombre apegado quien se horroriza con que Ana se aleje. 

A unos metros, una adolescente. Refinada. Alta. De pelo castaño y largo. Vestida como quien irá a bailar o se cansó de la pista. La recibo algo ebria. Por los ojos miel y exhaustos. Se le entrecierran y vuelven a alumbrar cuando el camino es llano. La examino. Y ON. “No sé qué me voy a poner el viernes, tengo miedo de repetirme”. 

No siento nada. Es triste no sentir nada como es más triste sentir demasiado. Tal vez. Viajando entre una mujer y el beso prohibido, el hombre que quiere retener a Ana. Y ella. Ella que no sabe qué sé pondrá el viernes. Y yo, que me recuerdo en mi propia juventud, con los mismos temores que la joven. 

El otro adolescente que merodeo no piensa lo mismo. “Tengo miedo de no vender mañana”. Una lluvia de cajas acompaña a un pequeño cuerpo, esbelto, de unos exagerados ojos grises, manos que renacen en gestos como quien no puede evitar dar carne a lo que piensa. No. No lo está consiguiendo. La preocupación está soldada en sus dedos, en su mirada, en su boca. Arruga por debajo su remera gris. Tan vencida como esas frases que se postean porque son lindas y tienen una buena y masiva recepción en las Redes Sociales y grupos de Wsp. Yo también las he posteado. 

Me resta el chofer. Como quien no quiere la cosa pero, en verdad, la quiere con ojo de cíclope: auriculares. Me aproximo pues su figura es lejana e impermeable, detrás de una cortina de plástico. 

Es aún más chico que el chico anterior. Robusto y grueso, dibuja su transpiración caerle por la frente. Marrón claro, su pelo. Manos rechonchas sobre un volante que pareciera llevarlo a él. La típica camisa celeste y pantalón de vestir gris. Aún cuando la madrugada expulsa modos de calor intensificado, con cada hora, cada calle, cada curva. Con cada miedo peregrino que puedo escuchar. El chico me mira como quien halla a un gnomo travieso y peligroso. Le pregunto sobre dos calles. El color de su voz me recuerda al de viejos tenores. Pero inseguros y sufrientes. Entonces, ON. “Es mi primer día, tengo miedo de chocar con algo”.

OFF. En este momento estoy en los asientos finales. Después de ser el loco merodeador. Poco importa, pues se dice que algunos locos son sabios perdidos en otro tiempo. Me coloco un destartalado cinturón de seguridad. Antes, pido permiso al chico, al chofer, de chequear que todos lo tengan puesto. Él asiente con una sonrisa gorda. Con una mueca de agradecimiento febril.

Los pasajeros y el chofer transitamos Buenos Aires, cada uno, con su resguardo y su miedo novedoso.  

No necesito auriculares en mí. 

Aplausos. Sí, le tengo terror a la muerte. A la vida que, lentamente, descansa para ser más íntima a Ella. En cada costado. En cada ruta, calle, callejón, laberinto.  





Casilla de mail

Mi casilla de correo electrónico. Su fondo. Configurado para que me alerte sobre el clima. Una suerte climática que arroja modos de político malnacido en el Cambio Climático. 

No sé cómo hace Gmail para lograr esos efectos. Parecen magia, sino supiera que por detrás del telón que observo, multitudes fantasmagóricas, inquietas y talentosas definiendo el orden in-manifestado. Aquel que me brindará un fondo soleado o de lluvia tímida o de sol escondido o de tormenta frugal o de tempestad que borrará nombres y etimologías. 

Pero algo ocurre. Hoy. Aquí y Ahora. Es un algo sin dicción. Sin claridad ni transparencia. Como esas aguas mansas que más tarde se descubrirán furiosas para despertar a los dormidos. Este algo me ha despertado con la destreza de las tenazas de un cangrejo. Y no puedo volver atrás.

Comprensión de lanza marcial. Para mi mundo anímico aprendiz, plagado de repeticiones. El orden manifiesto, el fondo de mi casilla ya no responde a meteorología y sospecha. 

Agudo. Filoso como un hueso destronado por el golpe preciso. Tan justo como la cordura que en mí se aleja hacia cementerios donde ni siquiera habitan los espíritus.  El fondo de mi casilla de mail no responde a lo mundano y colectivo; ahora se trata de mí. De mis propias emociones. 

Que refleja. 

Cuando la angustia. La ansiedad. El miedo. La venganza. La alegría. La empatía. El Amor. Mis climas cambian y con ellos, el fondo de mi casilla de correo. 

La más tenebrosa es aquella cuando todo se anochece pues puedo sentirlo, mi emoción es fatal como la roca de Sísifo. Mi identidad como una duna a punto de ser pulverizada por un viento firme. Es el fondo que más me aterra. 

Y esos fondos de sol resplandeciente, porque estoy celebrando a la flor, la hormiga, el yaguareté y a mí misma. Sol volviéndose más fulguroso al celebrar también a la humanidad. A veces -a lo Castaneda- siento las líneas de conexión entre casa ser de cada Reino. Siempre es a veces. 

Hoy toca lluvia introvertida, se ve como un escenario celeste claro con unos pequeños círculos blancos. No me inquieta. Apago la computadora. 

Me acuesto sobre la cama mientras Pink Floyd hace sus ardides, aquellos que te provocan piernas uranianas. 

Me siento en equilibrio. Pero al cerrar los ojos y concentrarme en mi organismo, en la boca del estómago siento una pulsación. Me concentro más. Dolor. Entonces abro mi visión, me levanto de la cama, me acerco al escritorio. Enciendo la notebock. Abro Gmail. El fondo de mi casilla de mail es la cara del hombre que aún espero.