La espalda

Siempre detesté a los tipos que curten y luego, en la cama, te dan la espalda. Sea la cita número que sea. Siento la misma bronca que ha de haber sentido una sirena frente a Ulises. Primera cita. Podrían ser pelos. Granos. Ronchas. No. Ninguna de ellas. La patria de su espalda otorga miedo. 

Mientras miro a la luna, que desde la ventana, me enseña su grandeza. Y le pido ayuda. En su espalda, pequeñas puertitas de piel. No sé si él sabe, no sé si alucino. Sólo el tacto me dará mi respuesta. El genio de Aladino sería benévolo, todo volvería a la normalidad, y el cocainómano a mi lado sería salvado por mi amor. Mi amor ignorante. Mi amor de apego. Mi amor de no aceptación. Mi amor que no se cambia a sí mismo sino que pretende cambiar a otro. 

Toco. Es piel, al igual que el picaporte, una puerta que mide el largo y ancho de mi miedo. Y de mi terror. Abro. Lo veo a él rodeado de mujeres o mejor dicho, de jovencitas, casi parecen colegialas. Imagino por qué. Mi amante no tiene mucho para decir más que las veces que se drogó, “se fue de gira”. Los Anunnakis han de estar en rebelión. Los poetas, como yo. Todo aquello que nutre y dignifica. Pero el rombo gira por un tiempo, luego regresa en su totalidad a la tierra. O no.

Ya no es asco sino curiosidad por una peculiar espalda que me está enseñando aquello que desconozco. Y quiero saber más. Veo una mesa con cuatro hombres, él está allí. Un plato con cocaína rueda entre ellos. Esnifan con fuerza. Un trueno que no ilumina sino que trae más oscuridad al cielo. 

La tercera. Lo escucho. Babear, como siempre. Mientras habla. Pero ahora con cada palabra una nueva agitación de saliva. Ahora sí es asco. Cierro la puertita con la velocidad de Hermes. Pues recuerdo; babea cuando habla durante frases. Haciendo un sonido como si el agua y el viento comulgasen en extraña maldición. 

La cuarta es la vencida, es la última que me observa desde una espalda que no puede mentir. Él sí, pero se olvida y cambia la versión. Yo lo veo con ojos grandes. Río hacia dentro. Asiento como aprendiz y vuelvo a mi cerveza negra. Nos veo. Él arroja unas llaves cerca de mi cara, grita, con una voz emancipada de refinamiento y compasión. Puerta cerrada. 

Mientras ronca, como aguijones tentando a mis sienes, me visto lentamente. Lo despierto. Absorbo su mal humor como quien absorbe Chernobyl. Balbucea en tono bestial. 

Salgo del departamento. Cierro yo misma, la puerta del edificio.