Yerba mate

Mi mamá tiene una biblioteca, que no es una biblioteca sino una colección de mates. Ella no toma mate. Yo tampoco. Un ex novio viajaba por cada provincia y le traía uno de recuerdo. Si la fealdad pudiera describirse tendría forma de pezuña, de calabaza, de madera brillosa o pálida. Si la frialdad pudiera describirse tendría forma de elementos huecos, inertes, tan muertos como cada papel que en ellos escondo. Tickets, recetas que nunca anhelo, facturas comprimidas de celular, anotaciones que ya no saben dónde van. 

Al buscar por desinterés o por aburrimiento o por ganas de algo que no entiendo; en uno de los mates encuentro un pequeño resumen de mi cuenta bancaria, que no recuerdo. Da cuenta de una extracción pequeña, que no recuerdo. 

El celular es hábil para el banco y sus cursilerías. La extracción hallada en el mate fue realizada. Hay veinte extracciones que desconozco, que desesperan. 

Otro mate, el mismo banco, nueva extracción. Papelito horror, como un nene vestido siempre de azul y una nena, de rosa.  

Nuevamente, un mate. No, no tengo la memoria o tengo demasiada cocaína encima. El retiro de dinero es mayor al anterior. 

Tres mates, tres extracciones hundidas. No es la cocaína, no es real, no es Magia Blanca. Pues si lo fuera, serían depósitos no una cuenta que se vacía como un shot de vodka. Lo tomo en este momento. 

Voy diez recipientes que ahora viven en complicidad con asesinos añejos, parecen banqueros alojados en los mates. Alterando mi ánimo como la luna llena podría reírse, leyendo mi cara de paciente alborotado.  

Quedan los últimos mates. Cierro los ojos con la fuerza capaz de convertirme en un cíclope. No quiero caída abierta al celular. Ya no la quiero. Que sean los mates. Que sea locura. Que sea mi noche blanca. Mi insomnio y mi verborragia. Pues les hablo, pues estoy enojado, pues me están robando. 

Es el último mate. No saco nada de él, lo arrojó con la herida de la bronca, el juego del desconcierto, el relato de lo absurdo. Y cae. No se trata de otro papel de extracción, aquel del golpe de talón, sino de un personaje. No es sangre ni es hueso. Es de otro papel colorido. Una historieta. Sin la elegancia de Manara. Un hombre grueso, de gafas gigantes y marco abultado y negro, está comiendo, está comiendo, el banquero está comiendo el último de mis ahorros. 



¡Qué los cumplas, feliz!, ¡qué los cumplas feliz!

¡Qué los cumplas feliz!, ¡qué los cumplas feliz!, ¡que los cumplas, Federico!, ¡qué los cumplas feliz! Sopla. La llama se apaga como en un ritual cortado. Nadie lo sabe. Tres deseos que jamás se revelan. Serán vulgares, serán nobles. Nadie lo sabe. Serán para un pequeño de ocho años. Que puede soñar con astronautas y que el ratón Mickey vive en el castillo. Diez chicos ahora, entre una torta que parecería la torre de Babel. Azul, como se debe cuando es nene, así piensa la mamá. Que sea rosa, piensa la tía. Bocas pintadas de crema azul. Durazno. Dulce de leche. Lo exacto para que nadie se atreva a seguir comiendo. 

El salón de fiestas luce vacío. A pesar de las pelotas, los caballitos de plásticos, un triste ilusionista que sueña con ser Mago. La dueña es ágil con los horarios. Falta media hora, que le indica a la madre, tomándola del hombro, con ternura e hipocresía. Le recuerda que aún espera la enorme piñata. Quizá lo más costoso de la fiesta. A pesar, de las guirnaldas coloridas, dibujos de Disney mal copiados. La Sirenita Ariel ha perdido belleza y la cola verde, es violeta. Pisos de goma por si un accidente. En amarillo y rojo. Rojo. Nadie parece tampoco saber de colores. 

¡Happy birthday to you, Mr. President!, canta el tío, asemejando en gestos y movimientos a Marilyn Monroe. Después de cinco cervezas negras, podría cantar el arroz con leche en ruso. Y comienza a cantarlo en español. Su hermana lo observa, pensando en una canción condena. No sé hace arroz con leche, no me quiero casar, no soy de San Nicolás, no sé coser, no sé bordar, sólo sé abrir la puerta para ir a jugar. No ríe ninguna madre. Todas están casadas y sabrán hacer postres y camisas sin defectos.

La piñata. Llegó la piñata. Saltan los chicos. Salta el cumpleañero. Se abrazan. Algunos patean, algunos explotan los globos. Por inercia, por diversión, para asustar a los grandes. Que se asustan por ello, pero no por las ambulancias que cada media hora suenan, inundándolo todo. 

¡A las tres, a las dos, a la una…! La vara es huidiza. Hasta que consigue quebrar la piñata. Gritos. Alegría. De nenes, de madres, de solteras, de borrachos. Algo cae, ese algo es solamente eso: un algo. Solitario, haciendo ruidos salvajes sobre el piso. Un hombre del tamaño de un brazo ríe. Su cara está pintada de blanco. Ojos como diamantes pintados de verde oscuro, de bosque tenebroso donde no habitan las hadas. La boca es inconmensurable, dibuja una sonrisa peligrosa y a la vez, fría. Las cejas, también rojas. Ríe. Ríe. Ríe. Escondiendo algo entre las manos, con piernas firmes. ¡Se cumplió mi deseo!, ¡se cumplió mi deseo!, grita el cumpleañero. ¡Yo quería conocer al Guasón, mamá, yo quería conocer al Guasón! 



Vete tú José María Muñoz

Por primera vez veo la novela de las 21hs con mi mujer. Ya me dijeron que no diga mujer sino compañera pero a veces no me sale. A veces le llamo mi esposa, tal vez es peor, estoy esposado a su pedido de acompañarla en su novela de las 21hs. Televisa el canal. Maldigo al cable, a la televisión, a los circuitos, a aquello que tenga que ver con una caja enseñando personas, personajes, historias que no me provocan absolutamente: nada.

Comienza. Llora una mujer, la música está dispuesta a que corte mis venas. Aparece otra, le dice, no sufras tú, María José. Río, quizá por primera y última vez, mi nombre es José María. La música continúa, perseverante el llanto de María José.

Propaganda. Zanahoria y ruedita para correr. Nunca les creí en el all-inclusive, préstamos ni los dientes blancos de Shakira. Cierro los ojos, tapo como puedo mis oídos. Como puedo. La teve carga una voz más poderosa que la de la de un cantante de heavy metal.
La dama y la intrusa, se llama el culebrón mexicano. Pienso en Zapata, en Marcos, en las Caracolas, Chiapas, pienso en el México que respeto, pienso que esta novela es simplemente, un chiste, un bufón adulador de un rey que corta cabezas.

Aparece un hombre de porte elegante, vestido de traje gris. No llores, pues María José, no llores, mi amada por siempre. Intento reír pero mi compañera, sí, me cuesta creerlo, dije: compañera. Quizá para menguar el panqueque de crema y dulce de leche que es esta novela. Siempre te amaré, dice el hombre. José María, entre llorisqueos la que asumo protagonista, serás mi sueño por siempre. José María. José María. Trato de reírme, pero a esta verticalidad, no puedo.

En escena, una nueva mujer, anciana, de pelo largo y gris sometido a una trenza. ¿Quién eres?, pregunta José María. Soy María José, responde. No hay risa. No hay sospecha. No hay tiempo. No hay verdades más que tres personajes con mis nombres. Otra mujer, de curvas sedientes de halagos, por no decir, guarradas. Grita. Veté tú José María Muñoz. Es mi apellido. Mi esposa, compañera, mujer, amiga, no repara en que estoy viviendo en la novela.

Un hombre en harapos entra en la sala, rosado y de ventanas grises, cerradas. Pues tengo un secreto para ti, María José, dice con voz estructurada. Yo estoy por tener un ataque de nervios y un corazón que latirá tan rápido, tan hondo, que quizá yo y los protagonistas terminemos internados.

Vete tú José María Muñoz, exige la protagonista. Y me mira a los ojos. Es probable que termine internado.


El cajoncito

Es un departamento temporario. Hace una semana que estoy aquí. Noches de hocico blanco. Y de Speed con Vodka. Gafas negras para que el mundo no me atraviese al salir. Por la mañana. Me gusta dormir poco y amanecer entre neuronas que conectan información que nunca hubiese creído. Siempre solo. Hay monólogos incapaces de compartir. Hay monólogos que no estoy dispuesto a compartir. 

Un mueble añejo, parecido a los que habitaban la casa de mi abuela. Por primera vez, lo observo. No sé qué madera. Un color oscuro y brillante. Me doy cuenta que a veces oigo música. Siempre supongo que es la mía. Electrónica y La Sopa. El mueble tiene un pequeño cajón. Parece de escuela. Me río, repetí dos grados. Me aburría. Tiene herradura para llave. 

Escarbo en cada rincón, cada profundidad, sin dados al azar que espero. 

El departamento no es tan grande, pero sí ahora el misterio del pequeño cajón. Placares, cajones, estantes, alacenas, mesas de luz. Nada. Ya no sé si esperar o rendirme a mi suerte de bandera blanca. 

Voy al baño. Recuerdo el espejo. Lo abro. Encuentro una llave. Minúscula. Entre jabones y pastas dentales. No la había visto antes. En verdad, por la noche no veo más que los casinos virtuales y mis conexiones neuronales. Veloces, aunque no hay quien pueda aseverarlo. 

El cajón listo para la pequeña llave. Mis dedos preparados en tres, dos, uno. Me gusta correr. Me gusta perseguirme a mí mismo para nunca encontrarme. Soy hábil. Cuesta abrir, tanto que mis manos exigen liberación. Les hago caso por un rato. Y otra línea para la aventura. 

Abro la boca como vampiro. No parecen duendes, no parecen pitufos. Son siete. Entonces, conexión infantil. Sabio, Mocoso; que ha de estar peor que yo, Mudito, Gruñon; que no me asusta, Feliz; como si también hubiese tomado, Dormilón; como si ya fuese de día y Tímido; el que nunca tomó. Los enanitos de Blancanieves. No entiendo cómo recuerdo sus nombres o si lo entiendo. 

Bailan al canto de Ai jo, ai jo, aunque dicen que es Ay Ho o Heigh-Ho, para mí puede puede ser Hip Hop, Ahí va, Tomá, llamá al Same Psiquiátrico. Todos me parecen simplemente feos. Abro más el cajón, tal vez Blancanieves se oculta. Pero no. Blancanieves debe seguir durmiendo en la promesa de su príncipe azul, violeta, negro o qué se yo con la cabeza del gran Walt Disney. 

Cambian la canción. Y sí, es momento del Same. Bob Marley, “Satisfy my soul”. Me miran de frente. Los seis. Sabio enseña su espalda en un gesto que reconozco, esos gestos de mi padre cada vez que mis pupilas gigantescas no tenían escondite. “Me siento feliz por dentro, todo el tiempo”. Están bailando para mí. Están cantando para mí. Y no llamaré a los amigos que no tengo ni a una ambulancia. Cantamos los seis. Mocoso hurga su nariz todo el tiempo. Le ofrezco un pequeño papel, que toma, mirándome a los ojos. Tímido no para enviarme picos. Dormilón está, ostensiblemente, por quedar dormido con los labios atentos a la canción. Feliz es feliz dando vueltas, moviendo las caderas y las manos hacia arriba. Mudito me señala. Sí, me señala. Gruñón me sonríe con ojos decididos, una sonrisa gorda. Correspondo, en este momento, los siete enanitos satisfacen mi Alma. 



Seré egipcio o sí soy egipcio


Seré egipcio. Lo adoro. O sí soy egipcio. Le temo. Ha de ser de tres metros. Alguien había tocado el timbre. Nadie por la mirilla. Otra vez, fue el timbre. Abrí. Para darme cuenta de que un cocodrilo lee mi cara de horror. Mayor cuando me alejo y entra en el departamento. Se queda estático igual que yo, a unos metros. No sé si hembra o macho. Nunca vi Discovery Chanel. Tampoco fui a un zoológico para llorar o destruir jaula por jaula. Sólo sé que está aquí. Ahora frente a la biblioteca, como si tuviese pistas sobre qué merece leer y qué no. Me sigo preguntando si es hembra o macho. Google todo lo sabe. 
Con sigilo me acerco a la notebook. 

Dice señor todo lo sabe que las hembras tienen el hocico más chico, igual que su cuerpo. Aún así, no puedo definir la diferencia todavía. El sol cae mientras la luna gana horizonte. Estoy con un o una cocodrila en el departamento. Que se mueve lentamente, que siento que me mira a los ojos, que abre la mandíbula cada tanto. 

Despacio, a una distancia adecuada para mis huesos, le ofrezco milanesas de soja. Parece estática frente a ellas. Parece olerlas y rápidamente, las devora. Le ofrezco medallones de espinaca, los mismos modos, que ahora considero refinados. 

Parecen escamas, en un verde que va transmutando mientras pasea por cada zona de su cuerpo. La cola me recuerda a una sirena; los dientes, grandes y filosos, tal vez calientes, a una vampireza. Quizá necesite agua. La baño, lo más lejos posible, con baldes. Mueve la cabeza, o lo que se que se llame, de un lado a otro, con suavidad. Nuevamente, reparo en sus colores. Hay verdes, grises, marrones, amarillo, veo azul pero no sé si deliro. No sé si mi cocodrila es una visión de mí mismo o una realidad tan extrema como la cordura estéril.

Ningún vecino se atrevería o no me atrevería a presentarla a ningún vecino. Poco creo en respuestas de gente que no saludo, que no conozco, que no me interesan. No quiero sacarle fotos, podría molestarla. Más agua, más baldes. Más medallones, esta vez, de calabaza. Come bastante. Ha de extrañar con hondura a sus compañeros. Sin embargo, creo que le gusta estar acá. Creo que se divierte. Creo que está cómoda mi cocodrila. Cada tanto abre la boca, ya no siento miedo, quizá lo hace como un saludo, un agradecimiento. Podría comerme y sin embargo, no lo hace. Me contempla con sus ojos hipnóticos, ya no atemorizantes. Precisos para la ensoñación, dislocando lo que debería pensar.  

Lentamente, va recorriendo mi hogar. Lentamente, el terror se evapora para dar espacio a la fascinación. A pesar del sonido profundo, como agua salvaje, como aliento fecundo. Sé, me está hablando. Sé, no puedo descifrar el canto que me ofrenda. Pero le hablo, le agradezco, la veo con mayúscula. Pues no es una de mis visiones, es realidad, es un perfume que desconozco y que por primera vez se detiene en mis huesos. Es ella y soy yo. En lo insólito y lo bendito. Bella en los cuadrados que la cubren. Original como Urano. Gigantesca. Y sus formas, contenedoras la recibo.

Le converso por horas. Abre la boca y responde. Se zarandea de izquierda a derecha, para darme cuenta que comprende mi soledad, el miedo, el cansancio, la tristeza. Mi verdad. Mi disfraz. Mi disfraz pulverizado, finalmente, por mi cocodrila.