Mi Jengibre

Cuando la elucubración parásita, el psiquiatra me recetó un jengibre. Más allá de las pastillas, de la meditación y los mantrams, más allá de la ducha de agua fría, se trata de un jengibre que funciona. Siento el ardor en mi boca y es una suerte de reset. Dura poco, pero es capaz de presente. Últimamente, acudo a él muchas veces. 

Pienso que estas piezas no se las puedo dejar a Dios, a Jesús, a Sai Baba, y ya no sé qué hacer. En la heladera, para que se conserve por más tiempo, mi jengibre. Lo aprieto con las muelas. El picor, la frescura, el reinicio de notebook. Pero a la vez que mis dientes se clavan oigo una extraña música. Parece un coro femenino, que por mi lado b, identifico. Son las Spice Girls. 

Lo escupo y la música cesa. Tres veces me deliré con Dios, sin embargo nunca aluciné auditivamente. Si se trata de eso, prefiero hacerlo con Leonard Cohen. No volveré al jengibre. Sino la ducha más fría de mi existencia, tan medular como una pintura de El Bosco. 

Aunque necesito a mi jengibre. No tengo más Clona. Y tal vez, el efecto del antipsicótico perdió su rumbo. Aprieto con las paletas y otra vez, las Spice Girls. Antes cantaban una para bailar, en este momento, es una balada. Que reconozco con cara roja. Sé la letra. 

Tomás llega rápido. Especulo, tiene miedo. No rechazo sino miedo de mí y mi jengibre. Al primer contacto con sus labios, oímos los dos la misma balada. Que él también sabe. Finalmente puedo aseverar que no volví a enloquecer o en todo caso, somos un dúo extrañamente obsesionado con una banda de chicas, de hace veinte años. 

No terminará en lo insólito. No será un kohan. 

La verdulería estalla en clientes. Cuando es mi turno pido el jengibre. Otra vez, el ardor. Y otra vez, las Spice Girls. Que no sólo escucha mi amigo sino los compradores. Los invito también a mi jengibre. Leo en sus gestos a las Spice Girls. Caras de nada y caras de mucho. De extrañeza y de ridículo. Una nena de vestido negro y un chico de ojos abismales bailan. 

Siento miedo a mi hogar, mis objetos. El jengibre. Cada uno de una verdulería diferente. Y todos dando lo mismo. Sólo varían los ritmos. Una radio que comienza a ensombrecer este día. Extraño mi jengibre mudo. Mi amigo propone que me muerda la mano para comprobar si ocurre lo mismo. Muerdo con la fuerza de un gato salvaje. Nada se escucha.

No probaré con nada ni nadie más que con mi jengibre. No estoy dispuesto a otro sabor. Nos volveremos cuerdos o enloqueceremos por completo, incluyendo a mi amigo. A cada ser humano que se acerque mi jengibre. Las Spice Girls no son tan buenas ni tan malas. Otro producto comprado en supermercado. 

Mi amigo avanza en furia. Toma los jengibres y como puede, los destroza. Uno solo, que parece mirarme como quien ha perdido su gema, es el último jengibre de un grupo vasto. Se lo impido, no le grito, apenas levanto la voz. Agarro a mi jengibre, con la fuerza que sólo la luna limpia tiene. La puerta grita en el escape de mi amigo. Estoy solo, pero no lo estoy, estamos mi jengibre y yo. Lo aprieto, abro la boca, clavo mis dientes, cantan la Spice Girls la misma canción lenta e hipnótica. Canto con ellas.   



El Club del Codo

Dos líneas, una vertical y otra horizontal son capaces de conectar lo divino y lo mundano, en su intersección. Y en esa unión, dicen, el Encuentro, el chispazo mágico. 
Puntos, líneas, también profesan una belleza insólita en este Club. Donde cada codo dirige y revela. 

Hay agrupaciones donde autos, motos, hobbies, deportes, artes, militancia. No se trata de esto sino de El Club del Codo. Un codo particular pues debe tener una mancha de nacimiento. Los miembros se reúnen una vez al mes, en espacios aleatorios. Se compite una vez al año. La mancha en el codo más original tendrá el primer premio. También hay segundo y tercero. Y un puñado de menciones. Aunque con sólo una mención alcanza, la que da cuenta de que la peculiaridad ha sacudido piel. El órgano más grande del organismo, aquella que nos limita con el afuera, dando identidad. Y singularidad que se celebra, año tras año. 

Codos y manchas. Manchas conocidas, recurrentes. Manchas ensimismadas. Manchas que se exponen. La misma mujer arropada en su margarita blanca. Los tres chicos de las llamas. Los de los siervos. La nena con su tijera. Manuel Dorrego. Marilyn Monroe ha ganado años atrás. Al igual que el Che. Un elefante parece comerse la historia de un anciano de cejas crispadas. Un lobo aúlla cerca de un lunar pequeño y ansioso en una joven. Incluso un sacerdote católico está allí, en su mancha cree ver a Jesucristo. Un ave, similar a un Ave Fénix, es el estandarte de un chico que supo decir en su discurso pasado y ganador sobre herreros y resurrecciones. 

Comienza el himno del Club. Tocado por flauta y tambores. El momento más emocionante para quienes llevan sus brazos al centro del pecho. Besan su brazo, lo más lejos que puedan para llegar al codo. 

Es el aniversario, cincuenta años de nacimiento y desarrollo. Una encarnación que celebra cumbres. Y la sabiduría de celebrar esos abismos, cuando veinte han asistido. 

El escenario es una danza donde los codos son los creadores. En las muñecas cintas de diversos colores. Menos negro. Alguien sabe que en el Tarot el negro es el color del inconsciente y que las velas de ese tono se utilizan en la Magia Negra. Y hay que estar despierto y presente para saber si la mancha de nacimiento es, justamente, natal o una cicatriz áspera. Cuán original y cuán normal. Manchas como genios solitarios o manchas como cuerdos de violencia. Las últimas jamás son elegidas. 

La danza terminó. 

Diez concursantes arriban a la selección y la posibilidad de un podio. No de alambre ni de cemento porque El Club del Codo no promueve famas estériles sino el orgullo de que el cuerpo haya tocado con su varita de Mago el codo, regalando una figura única, irrepetible, tan particular como el escenario vestido de pinturas, inspiradas en los personajes y objetos que han salido de cada edición.

El primer codo es presentado: una tetera antigua, parecida a las que usaban las abuelas aristocráticas. Es llevada por unos ojos grandes, grises, una nariz angulosa y una boca abierta como en sueños, cuando la doncella, finalmente, acaricia al unicornio. 

El segundo, un elefante determina el comité; imponente como el brazo lienzo, musculoso y rígido de un hombre con espalda ancha pero incipiente para inflamar miedo.  

Tercero, una figura que podría ser un puma, un yaguareté, un tigre, un leopardo, depende de un artista que se animase a la ensoñación. Al no tener claridad, tanto el jurado como el concursante, se observan con visión tímida, hirviente por debajo. 

La cuarta mancha es una pala que poco conmueve a los jurados. A pesar de estar extraordinariamente dibujada. La joven se la mira en un tic casi perceptible, cerrando apenas la mirada. 

La quinta, un caramelo, que el participante dice ser de propolio por el modo del envase. Sospechosamente, tiene una pequeña línea verde que lo cruza. La camisa blanca se mueve y se aquieta, los nervios tienen el estilo de quien esperó demasiado.   

La sexta se parece a Susana Giménez, hasta tiene ojos y nariz, una boca gruesa, sin arrugas que indiquen lo obvio. La mujer la enseña con soberbia y clase de cisne. Mientras, levemente, mueve su cadera. 

La séptima se parece al Presidente del país, año 2018, el concursante no lo sabe pero ya ha quedado descalificado. 

Octava mancha, un dragón oriental. Perspicaz el juez que advirtió la diferencia entre un ser benévolo, sabio y un ser feroz y peligroso occidental. La mujer también lo sabe por eso relata teatral la historia de Miyuyu, el dragón rojo chino. 

El noveno codo enseña una rosa. Todos se estremecen, algunos por el Cristo, otros por Jesús, otros por un recuerdo intenso, doloroso o saludable. También el chico que la carga. Ojos húmedos. Piernas separadas en doce y media. 

Finalmente, la novena. 

Un centro en puntos más blancos que el resto, continuado por una suerte de brazos, de colores insinuantes, exóticos para la piel del chico que sonríe y dice con voz baja: Perseo, Norma, Sagitario, Escudo-Centauro. El evaluador poco entiende de mitologías, pero sí de una mancha que luce infinita. Desde el centro blanquecino, que parece brillar, se distienden más pequeños puntos en varias direcciones, sostenidos por una suerte de sendas semicirculares. Se asemejan a espirales.    

El presidente del Club del Codo sube al escenario. Con la vitalidad de quien no ha tomado sus psicofármacos. Porque el concurso lo merece, la atención, la escucha, la justicia. Hoy, por primera vez, anunciará directamente al ganador. Siente que se lo merece por completo. Plancha con las manos su pantalón azul francia, acomoda el cuello de su camisa blanca, observa sus zapatos marrones. Toma el micrófono. Y apenas le salen oraciones y palabras. 
“Diré que no puedo demostrar si existe o no Dios. Digo que vi caras en las nubes que sacudieron mi alma, algo que le ha pasado quizá a ustedes y le ha pasado a los jurados. Estos ojos abiertos en curiosidad. Inspeccionando cada trazo, cuan creador en víspera de su nuevo don. Digo que cada codo y cada mancha son benditos, una marca qué vaya a saber quién o qué quiso que latiera en nosotros. Doce hombres hemos debatido, en profunda sorpresa y luego, reflexión. Anunciaré, por vez primera, al ganador”. Dice el Presidente.

Sube el primer premio. Trofeo en forma de brazo. Saluda con el codo donde la mancha, que al igual que una de las tantas caras de Dios o un regalo de la Naturaleza o una energía desconocida, late en su brazo desde que nació. La Vía Láctea. 

Es abierta la convocatoria de El Club del Codo para el concurso del año próximo.