El patiecito

“(…) quien lo siente, lo sabe, Señor (…)”
-Bob Marley-

 

Todo cae en un patio de la planta baja. El departamento, abandonado, es víctima de numerosas colillas, alguna que otra lata de cerveza, alguna que otra bolsa de plástico, algún que otro papel. Se aturde por esa poca basura que le saca dignidad y refinamiento. 

Tengo que fumar afuera. Justamente. En el balcón, pocos pisos arriba del pulmón cuadriculado, no sé cómo llamarlo, si al nombrar algo, ese algo adquiere vida tal vez mi definición sea la sensata. 

No quiero preguntarme cómo ha sido la siembra y la cosecha del tabaco que en breve fumaré, qué manos ajadas, quizá juveniles. Es de Salta. No lo sé, no quiero saber ahora. Sólo necesito que el frío se oculte y mi cigarro me dé tanto calor como clima subtropical.

Le pedí que siga mirando la película. Es una pochoclera, made in USA, una comedia romántica que no alienta risas o sonrisas sino cerrar los ojos y pensar en Bergan, en Paul Thomas Anderson, en Kim Ki-duk, en Bong Joon-ho; por más ásperas que, generalmente, sean sus obras. Poesía y dolor caminan mano a mano. “Canto a mí mismo” no soy.

Y el frío. Y el moderno balcón. Y la extraña sensación de que algo observa desde ese patio habitado por la basura de quien no puede concentrarse en lo propio.  

Una lluvia, sin intentos de ferocidad, cae finamente sobre mi cara. Desde el cielo, agua. Un nuevo milagro qué vaya a saber qué o quién me hace consumirme en asombro. Las nubes forman una nube gigantesca, no puedo advertir animales en su figura, sin embargo, es bellísima. Amplia y cerrada y abierta como una cajita musical que otorga débiles truenos y delgados relámpagos.

Enciendo mi cigarro. No es por apología ni necedad, fumar es dañino obviamente, fumar es un hábito, un vicio y a fin de cuentas, un gran placer. Sobre todo cuando hace más de tres horas que no fumás. Lio mi cigarro. Con el mismo cuidado que cuando armaba porros. Deberían pagarme por hacerlo, soy una excelente armadora.

Parezco febril mientras disfruto del tabaco, la seda, el filtro; todo lo que hace a mi delicia. Se dice que lo bueno es breve. Como lo es mi cigarro. Desde el balcón pregunto a mi nuevo amigo dónde lo apago. “Tiralo en el patio, abajo, no pasa nada”. Pero sí ocurre en mi TOC de que se prenda fuego el edificio. Aún así, confío y tiro la colilla en el patio abandonado.

No puedo delirar tomando siete pastillas por día. Mis neuronas están reprimidas para cualquier delirio. Es que al mirar, el patio está limpio. Nada en él. Mucho en mí. Tampoco está la colilla que hace minutos acabo de arrojar.

“Lo habrá limpiado el portero, hace días que no miro el patio”, dice mi amigo y se aleja. Pero hace minutos antes de fumar lo vi, estaba sucio, hambriento de una simple escoba. Él no lo había visto en días. Es mi palabra. No una ilusión óptica. Busco en el bolsillo, tengo recibos de la tarjeta de débito, los guardo sin saber por qué, nada provocará compasión en un Banco. Tiro los papeles al patio. Algo pareciera tragarlos. No siento miedo sino una curiosidad pegajosa que crece en la medida que tiro más papeles y estos desaparecen en el piso negro y blanco, como un Ajedrez: ahora limpio, cercenado de cualquier mugre. La lata de cerveza tiene la misma suerte que la birome. Igual que los pañuelitos descartables. Y han sido muchos. El piso de ese espacio está tragando lo que cae entre sus baldosas.

Finalmente, mi amigo se acerca para quedarse. Hago la prueba con otro pañuelo. Sus ojos se vuelven anchos, altos, gruesos. Nop. No estoy delirando o en todo caso, deliramos juntos. Luego, él, temeroso, impulsa papel higiénico con los mismos resultados que cada uno de mis elementos. 

Me pregunto qué más podría tirar allí. Me respondo con variedad de emociones. ¿Será?, ¿se podrá? Mi miedo al mundo, la melancolía de no amar ni ser amada en eros. Y él, ¿qué tiraría? Y yo, ¿cómo agarro el encierro, la angustia? Mientras pienso, siento sensaciones insólitas, novedosas, que irrumpen como la lluvia va tomando la potencia de Neptuno.

Late el centro de mi pecho. Late la boca de mi estómago. Son latidos que crecen hasta doler. Me doy cuenta de que a él le duele la coronilla. No sé si es una idea o una tontería pero me dejo inflamar y voy tocando cada parte de mi cuerpo dolorido. Le pido a él que haga lo mismo. Y lo hace. Parece salirnos humo. Pesado y negro. Que se eleva y luego se dirige al patio abandonado. Inseguridad. Angustia. Miedo. Todas nuestras heridas son tragadas por el suelo con diseño de Ajedrez.



Escher