La cajita

Pequeña, parecida a las que te dan al comprar un anillo. Azul. Hace días que no puedo abrirla. El cuchillo intentó atravesar el cartón sin suerte, sin Marte. Joyeros, relojeros ostentaron bandera blanca mientras yo disloco mis dedos y mis manos.

No puedo saberme en recuerdos sobre ella. ¿Dónde?, ¿cuándo?, ¿por qué? ¿Mía, realmente? O un truco malhechor de algún amigo o amiga con ganas de hechizo y maldición. Al moverla, un ruido seco, bamboleante. Mi postal de país desconocido que abre la boca para reírse de mí. Una cajita que nadie puede destrabar. Tal vez, debería orar o tirarla. Pero su misterio, en este momento, es más hondo que mi fe. Sí, es más hondo. Que no escuchen evangélicos ni católicos, no estoy listo para caminar sobre agujas o brasas o sermones de lengua compleja o simple. Siempre es depende. 

The Division Bell, Pink Floyd, extrañamente, es lo único que apaga los movimientos de un chinche o un clavo o un tornillo o mis especulaciones de ojo disuelto por el azul de la cajita. Arden mis dedos. No sé quién decía algo como que sueñas pero en verdad, recuerdas. Yo no recuerdo nada, no sé nada, busco algo que tampoco sé. 

Tengo que reconocer que a esta hora de la luna, no se trata de chinches, clavos, tornillos. Se trata de mí en una cruzada donde mis uñas son atormentadas en intentos. Una y otra y otra vez. Sin embargo, ninguna cruzada ha sido digna. La mía tampoco. Desarmándome en cuchillos, martillos, tijeras y la caja es inmune como un gato refinado a la gula. Una roca con gusto rancio. Un diamante jugando a las escondidas sin esconderse. Litio para locos. Fuego para bromas. Nada la perturba. Quizá Alejandro Magno podría con ella, declarando guerra y conquista. Persépolis en fuego y aullido. Persas en tragedia. Pero jamás lo invocaría.

Recuerdo algo del I CHING, el libro Sagrado Chino, decía que el agua es más fuerte que la piedra. Necedad de principiante, ya sin escrúpulos. La cocina pareciera distante, asustada la bacha. Quizá más que yo. 

La canilla es abierta por mis manos enrojecidas, una parte de mi cuerpo que ya no me pertenece ni me dignifica. Advierto mi sangre, herida de cabalgue sin suerte ni estrategia. La mojo y la mojo y la mojo. Lado por lado el cubo, el equilibrio perfecto para desequilibrar mi cetro. La única voluntad que conservo es contemplar el agua invadiendo la cajita azul. 

La saco. Es blanda en este momento. Y puedo sacar su tapa. Sin miedo, me digo. O con el miedo a un costado, me rectifico. Un ser. Es un ser con ojos grandes que me observa como si finalmente, hubiese sido rescatado de la cueva y de las formas. La mitad de su cuerpo es de hombre y la otra mitad, de caballo. Carga un arco y una flecha. Se prepara. Apunta. Tira. La flecha no duele, cae en mi frente como una caricia circular, delicada. Comprendo el mensaje, la ignorancia y lo elevado habitan en la misma dirección. Un punto en mi entrecejo. 



No soy Medusa

No soy medusa sino más vengativa. Él supo ocultar romances, como se oculta Tifón cuando está dormido. Yo supe ocultar apego, propiedad. Otra de mis vulgaridades para arrojar a un hombre hacia doncellas, madres, ancianas. Serpiente, perras y yegua. Siendo, yo misma, tan sólo arte y pobreza. Dicen que siempre el pecado es compartido. Diré por siempre que el error fue de ambos. Lo asumo como Prometeo asumió su destino amargo.


Él fue la inspiración, de dibujos y pinturas y senderos. Es la primera vez que la arcilla toca mis labios y mi odio para inmortalizarlo. Está sentado sobre una silla negra y blanca, una broma sobre mi inconsciente y mi consciencia. A esta última le llamo Dios. Ahora, le llamo Medusa. Porque mi escultura lleva pies mientras su cuerpo humano lleva arcilla dura, incapacitando su movimiento. Es el reflejo de mi obra. No deja de maldecirme. Sus apoyos parecerían orientarse a lo profundo de mi bronca. Y mi bronca es rígida, tan sólida como sus pies que ya no son de hueso, carne, piel. 


Desde un envión risueño configuro las piernas de mi escultura. A la par, sus piernas vuelven a tornarse arcilla. Grita con la dignidad de un revolucionario. Un rebelde atrapado en una red de perlas artificiales y añejas, que se miran entre sí. Que lo someten como la piedra gigantesca que sube y baja por la colina o la montaña. Depende. Depende de su visión atormentada. Depende de sus gritos que ganan extremos y encrucijadas. Más. Pelvis. Más. Panza. Pecho. Por detrás, por supuesto, avanza mi escultura y, quizá, su dolor. Feroz como un Mago que oculta elementos de su trabajo. Su arte de convencer. Como político novato o seducido hace años. 


Pigmalión evitaría mis obras, al igual que Afrodita. No doy vida sino alteración. En un hombre que alteró mis sentidos y mi confianza. Pero fuimos dos. Y ahora seremos tres. Mis manos no se atormentan, continúan con la fuerza de un viento sin piedad. Letal para el hombre que me observa. Mientras su pecho avanza en dureza; su grito aumenta en amargura. Pues se dio cuenta, pues su única salvación se acurruca en mis manos. Y mis manos son veloces y agudas como el fuego.


El cuello de mi escultura es perfecto. Del mismo modo que el del hombre que amé hasta la tortura. No puede gritar, arroja un sonido extrañamente gutural. Que no soporto. Que me atraviesa como una flecha picante, de cemento y bronca. Apresuro mi obra. Mi creación ya ha tomado boca. Su boca ha tomado rigidez y un tímido gris. Despertándose en mi ansiedad por contemplar las dos esculturas. 


No puedo quemar mis naves al llegar a su nariz. Ya no. Está prohibido de aliento, de hálito de vida. Su corazón, su sangre ha de ir y venir alborotada y triste. No sé si será un minuto o unos pocos segundos. Sólo una amazona me perdonaría. Su mirada no sabe de hipocresía, expulsa modos que rematan agonía. Aún así, no están listas. Mis dos creaciones. Creación y espejo.

 

Sé. La muerte lo agasaja. Sé que restan su frente y su coronilla. No hubo cantos ni plegarias que lo acompañen en la travesía de ir dónde nadie sabe y muchos especulan y muchos aseveran. Frente. Coronilla. Mi escultura es bella. Él es arcilla. Completamente. Y yo, no soy Medusa sino más vengativa.    




Siempre encontré

Siempre encontré un pene y sus testículos en un azulejo del baño. Como esas nubes, cuyas formas convocan la claridad del espectador. El ingenio. La mente abstracta. Una vez creí ver el perfil de Dios. Es mi mayor y mejor recuerdo. Estaba sobrio como una escoba que no sabe volar ni maldecir. Una mujer me enseñó que la maldición y la bendición siempre son por tres. No quise entender lo obvio. Ni creer en su baraja de Tarot.

Lo veo distinto. No es que ha crecido o disminuido. No es que ha cambiado. Soy yo, el nuevo. Soy yo, el proceso. Contemplo en el azulejo de siempre, en vez de un pene y sus testículos: la cabeza de un elefante. Una vez hallé lo mismo en la cera de una vela derretida. Rosa. El azulejo es gris con líneas de un gris más oscuro. Justamente, son las líneas las que otorgan imaginación o simple humedad, después de una ducha caliente. Las frías son para cuando tengo demasiadas elucubraciones, mi propia tortura, patria de un pasado incapaz de contener al otro sin contenerlo; agua helada, chalecos, cintas. Con violencia e indiferencia, ambos crímenes para quienes enloquecen, por temor a un mundo que les duele demasiado. Algunos.

Entonces es un elefante. Dicen que el Animal de Poder se presenta en sueños, meditación, por la calle. Jamás escuché que fuese posible en un azulejo de un baño. Lo único que sé de los elefantes es que tienen gran memoria, capaz de diferenciar numerosos sonidos; y que cuando la manada se enfrenta a huesos, los huelen para saber si eran de su clan y sí es así, realizan un ritual con la trompa y las patas.

¿Estaré por morir? Como un cadáver joven y bello, quisiera Hollywood. No. No estoy por morir.

La figura se está moviendo despacio, hacia arriba hacia abajo, hacia izquierda hacia derecha. Cuatro son los puntos cardinales, cuatro los evangelios, así hubieron determinado mientras los gnósticos cristianos primitivos escondían a Magdalena, Tomás, Felipe y tantos más en vasijas, en el desierto. Cuatro puntos cardinales, una cruz forjada para recordarme lo vertical y divino, lo horizontal y humano. 

Está creciendo en tamaño y completando su cuerpo. Las orejas son en extremo grandes, como las mías. Definitivamente, Hollywood no me querría. Aparecen sus colmillos. Si se convierte en real, sería el mamífero más inmenso. El pequeño baño explotaría como una plegaria en boca desesperada. O tomaría buena parte de las paredes del departamento.

Lo veo del tamaño de mi brazo, mientras recorre los azulejos. No se anima al espejo, tal vez, por reservado en sus modos y presentación. Camina hacia la ducha. Y lo veo ocultarse detrás de la cortina blanca. ¿Abrirla?, ¿irme?, ¿abrir un vino?, ¿llamar a un psiquiatra? Abrirla.


No está. En su lugar una estrella de cinco puntas, con dos puntas hacia arriba. Tal vez salga de ahí como un elemento más de un circo. No sé si continúan o no aplaudiendo la miseria de los animales. Una estrategia más de un zoológico con la crueldad de cien titanes. Sale de la estrella. Lo veo delgado, parece mareado. Sus colmillos desaparecieron, como él también lo hace.  




El mate (Made in Argentina)

 “voy jugando de acuerdo al dolor
fichando de más”
Los Redondos


Se estremece la yerba,  se mueve en un envión similar a un viento delgado. El mate de vidrio, cerrado en una funda gris. La bombilla de metal. El silencio habitado por la luz del sol, que cae movedizo sobre el suelo, haciendo que mi gato juegue con sus haces. Se dice que lo digno se hace durante el día. Se dice que lo vulgar es por la noche. Por la noche apresaron a Jesús. Se dicen tantas cosas. Frase gastada mientras la pandemia sigue su curso. Como un río desquiciado, que no sabe de rocas ni represas. La pandemia del Coronavirus no sabe de vacunas. Sí conoce barbijos, algunas máscaras de plástico. Falta de abrazos. De reuniones. Y tanto más. Que sí sabemos. Toda la humanidad.

Se mueve la yerba. Con la sutilidad de un arcoíris recién nacido. Tal vez es una ilusión visual, como cuando miro el mueble del comedor y siento que late. Dejo el mate sin mis manos. Atrás, termo y agua caliente. Corroboro la fecha de vencimiento de la yerba mate. No hay pistas de putrefacción ni sorpresa en el envase. Jamás escuché de un gusano en la yerba, pero es probable. Un gusano que tendrá miedo de mi soledad. Y compasión. Tal vez. 

No sé nada, pero algo había sobre que el objeto deslumbra y eso hace que olvides como fue hecho. Leí a Marx cuando trabaja en el Ministerio de Trabajo. En una comisión que terminó por delirarme. 

La música está fuerte, sin embargo, es imposible que su vibración impacte al mate. O en todo caso, Bob Marley lo impactará como un clonazepam natural. De esos que no generan dependencia o tolerancia o lo que sea que un químico añejo ideó. Un alquimista fundido en industrias de brazo criminal. Bajo el parlante un poco más. 

Mi oído se niega o se entorpece frente a escuchar algo. Mi vista sigue con su habilidad de advertir el movimiento dentro del mate. Debería tirar la yerba al tacho o tirarla en la mesa y flechar la intriga. Pero no lo hago. Quizá porque estoy viviendo el misterio como un acto de Magia. No de ilusionismo. Quizá porque un gusano puede ser más hipnótico que muchas personas. Quizá porque tengo miedo. 

Saco la bombilla de la yerba. Que su baile se asuma tempestuoso o frío por debilidad. Ahora parece un espiral. Un vórtice. Que no emite sonidos. Sino mis propias lágrimas. Son dos seres. Humanos. Uno del tamaño de una uña pulgar y el otro, meñique. El viejo gordo y su reloj gordo. Y el nene. El nene cosechando yerba mate.  




Cuidatena

Frío. Como el barbijo que observo estancado en agua y jabón. A veces no quiero saber. A veces tan sólo desde mi torre. Mi marea sube y baja sin control. Un ansiolítico para palear, un antipsicótico. El wsp está parpadeando. Detrás de cada palabra, ondulación. Mientras el virus cerca a la humanidad. La humanidad resiste. El horror y la ternura caminan juntas. Pero la ternura es más veloz.


El mantel

Feo, como la restauración fallida de un cuadro añejo. Feo. De plástico. Socio para incendiarse con una brasa de mis cigarros. Sin embargo, útil. Para no lavar a mano cuando las manchas lo transforman en escenario de vampiro tonto. Plagando de manchones, el mantel. Colorido en su superficie de cenizas, mermelada, malta y más. 

Decorado con gigantescos lunares negros. Lo compré como saldo de supermercado, esos que mienten en ofertas y dos por uno. Esos donde empleados de hueso cansado ya no tienen vitalidad para mirarte a los ojos. Suerte de láser para consagrar productos. Necesidades o deseos. Deseos o necesidades. Deseos. Que perseguirán aún en la cima del Aconcagua. 

Nadie puede negarse a sí mismo. 

Se sacude con cierta dificultad, el plástico no es benéfico en conjunción con viento. Pero se limpia fácil. Apenas una rejilla húmeda es feroz. Tardé en elegir el estampado del mantel. Los lunares rojos eran una invitación enérgica. Ganaron los lunares negros. Grandes al igual que una pelota de futbol. El fondo blanco es una pincelada con timidez y respeto hacia los círculos. Un sube y baja incapaz de subirse. Alimentando una peculiar simetría. 

Lo quemé tres veces. Cuando esas chispas atraviesan el aire para confundirse con el plástico. Cigarros fieles a quemar. Primero, mis pulmones. Luego, aquello que los seduce. Y la ceniza mancha, aunque me habían afirmado que no lo hacía. El plástico se infecta con la rapidez de mi rutina. Otra vez, el trapo. Cansancio de avance sin espadas. Pero es mejor que lavar tela. Cada tres días. 

La mesa es circular, pequeña. Cuatro patas. A veces imagino que pasaría si una de ellas faltara. Quizá el trabajo de un ilusionista caería al suelo, borrando intentos de galera. Apoyo la taza con café en un lunar. El negro sabe ocultar manchas. 

A pesar del tamaño de los lunares, quiero contar los que puedo ver, hasta donde llegan, atrapados en servicio y en fealdad. Pasatiempos para conquistar las horas que aguardan en silencio. Domingo nublado eléctricamente para devorar amagues de contemplar caras, objetos, animales. El día domingo no resucita humores de celebración. Fértil para despistar, en este momento, la luz y el calor. Hoy no existe sutileza ni satisfacción. Mis juegos vacíos, semejantes a un morador de casa fría. Un mortal en la patria de Medusa. Contar unos pocos lunares. Que tocaré.

Al primer lunar, al primer contacto con mi dedo, un espejo. Veo para un lado y para otro, en la espera dramática de otro ser humano. Capaz de decirme que es tan sólo un círculo negro. Y no lo es, no lo está siendo. 

Me acerco al reflejo. Soy yo misma, con cara retorcida en umbral de venganza. Por el hombre que dejó de hablarme, luego de te quieros. Un cobarde con hijo y esposa. Mi cara retorcida en apuesta de envíos vulgares, bombas militares, destrucción de columnas familiares. Pero no hubo disparos ni botón. No lo hice. Ahora me doy cuenta que jamás lo haré. 

Otro reflejo. Un jinete con la urgencia de quien galopa con ambición de tiro al blanco. Imagino sus latidos bestiales. Su velocidad en cuerpo. Pienso que no tiene cinta de llegada. Aunque en su marcha, flores y premios se apresuran hacia él. 

Otro lunar. Por su escritorio parece un juez. Lee algo opulento. No me observa. Habla sin que yo pueda escucharlo. Habla mucho. Leo sus labios pausados, solemnes. Pero no advierto que está diciendo. 

Por ello, el próximo será el final. Pues las visiones del mantel hunden mi libertad de apariencia múltiple. Mis manos temblorosas. Que han crecido con cada personaje. Que están cruzando el peligro. 

Toco. Observo hombres masticando monedas negras. A cada instante. Engulliéndo el metal, semejantes a un corazón que no otorga más sangre. Avaros de panza gruesa, así los veo. 
Saco el mantel con la ferocidad de un infectado de miedo y de bronca. Cae al piso sin darse vuelta. Más reflejos. Mayor el abismo. Mayor mi cobardía. 

Me habitan. Y no puedo negarme a mí misma. 




Balada para la Bella Durmiente

"(...) y al mirarte así, el fuego encendió mi corazón (...)"

No lo leí en una web o una revista. Aunque he tomado algunas cosas de ellas. Será mi primera vez. No sé, nunca supe. Jamás me interesó. Porque no creía. Y en el nuevo tránsito que elijo veré si he de creer o de reírme. 

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento esta práctica debe estar prohibida. No tengo la certeza de que sea exactamente la que hoy realizaré. Prohibiciones por artes de Babilonios y Egipcios. Por mujeres poseídas por demonios o visiones. 

Una vela azul y una rosa roja. Un papel pequeño y blanco. Un plato decorado con uvas rosas, de mi madre. Una copa de vino. Un cuenco con miel. En la mesa ratona. 

Mi casa lee santos. En las paredes, imágenes de artistas que se deliraron con las mujeres y los hombres, se supone, más cercanos a Dios. Regalos de mi madre, expectantes por una creencia que se conjugue al menos en mi voz. No lo logró. Sin embargo, me gustan las aureolas blancas y amarillas. Los respeto con un extraño respeto que me hace, a veces, pensarlos como llaves. Llaves que abrirán a creyentes a esa Fe que se escribe con mayúscula. 

Se sugiere que primero, los elementos correctamente ubicados en la mesa. La copa de vino no forma parte del ritual, la bebo. Dispongo el plato en el centro, como una cara insólita, particular en su generación de frutos y hojas. La rosa azul y el cuenco con miel, a cada lado del plato. Es momento del papel. Se dice que los sueños, al escribirse, tienen más fuerza para volverse realidad. Escribo. Ahora una oración desesperada. Como la estrofa de un juglar perdido entre las sombras. 

La vela en el medio del plato. Repito mi petición con voz desaforada. La misma que lanzaría un talón herido. Cierro los ojos. Continúo. Hasta no encontrar sentido a aquello que recito. Entonces, me levanto. Bailo. Con las piernas firmes en el suelo y los brazos histéricos. La histeria no tarda en someter a mis piernas. Me detengo y mis párpados se abren con el entusiasmo de un andariego. Algo es diferente. No logro identificar qué. 

Enciendo la vela azul, alargada. Su llama es completamente azul. Completamente. No soy en la capacidad de horrorizarme por un color. Una anomalía que, seguramente, exalta dientes para hipotetizar lo obvio. Pequeño el fuego. Tanto que debo orbitar alrededor de su débil calor. Apenas la yema, apenas mi grito. Apenas mis huesos hundidos en la esperanza de que esto funcione. 

La cera cae sobre la dimensión de la vela. Caídas que parecen lágrimas. Que se derraman, llegando hasta el plato. Se reproducen como cuerdas de un Orfeo equivocado y sufriente. Y con cada lágrima, un sonido. Afirmaciones de caídas a aire cerrado. No identifico. Sigo, seguiré contemplando las figuras de la cera azul. Ninguna línea se corta, absolutamente todas aterrizan en el plato. Dibujan en la base del plato curvas, formando una totalidad sin identidad. No veo el principio de un animal, de un objeto. Ni siquiera la aventura de una nube.

No dejo de contemplar la llama, la cera, el azul. Hipnosis de principiante. Sin péndulos en los bolsillos. Aún así, escucho ruidos. Como partidarios de las lágrimas de cera. La llama se cierra y se abre diminuta. En este momento, es amarilla. No alcanza a destaparse en humo. Sí irradia una extraña claridad que devora con velocidad la vela. Creo que falta poco. Cuando esté por disolverse, quemaré el deseo en mi papel. El tiempo es rápido como la cera. Al igual que los sonidos que persisten. Al unísono de las lágrimas. 

Se quema mi pedido, ceniza a ceniza, partes que debo conectar certeramente con el fuego. Casi lo logro, queda un diminuto pedazo de hoja. Al darlo vuelta, una palabra. Firme, atrincherada en mi dolor y en el enigma. En mi soledad. Una sola palabra. Ocho letras, que me obligaron desde chica y me atormentan desde afuera. 

Mosaicos delatados. Vidrios quebrados. Madera astillada. Cada santo ha caído con cada lágrima de mi vela azul. 

Ocho letras. Príncipe. 



Las caras de la heladera

"Cada hombre tiene el derecho de elegir su propio destino", Bob Marley. 


Un estante de la heladera está roto. Falta pues lo saqué. Su abandono provoca que la comida se forje como una nebulosa sin calor. Expulsando frío. Tanto que estoy dispuesto a un arreglo; arreglo incapaz de provocar por mi cuenta. Cuando abro la heladera, un torrente de aire helado y furioso sacude mi piel. Por sólo un estante que no está. Que hace más grande al artefacto. El motor suena como las Furias susurrando un crimen. Mis manos sin capacidad para solución ni buena suerte. 

Comida enlatada. Holgazanería de una Venus caprichosa por trucos de amantes. El horno es un olvido elegido. No me gusta cocinar. Y si los zombies arriban tendré provisiones. Servicio de cigarro, licor, vino, cerveza. Dulces. Latas de duraznos y peras en almíbar. Sopas Maruchan, cuando me arriesgo a las hornallas. Sin embargo, camino sobre una heladera con un estante de rejas ausente. Gélido el camino. Al igual que el dinero que se escapó el mes pasado. Imposible un aliado para reparar el estante. 

Quiero una manzana roja. Ansiedad de serpiente alada. La única prohibición que consumo es no poder abrir un electrodoméstico brutal, como la cima nevada de una montaña. Mi ilusión es que la montaña sea tan empinada que termine por caer. Y lo normal retornará a lo normal. Mientras, el pullover. El pantalón de frisa. Lo precavido y lo molesto. Maraña de hilos congelados que no puedo desarmar. Semejante a un bufón le grito sus verdades. Su traición. Su estúpido enrejado sin presencia. La abro en un envión que asustaría a Olímpicos y Titanes. 

Refriego mis ojos. En el vacío entre un estante y otro. En la pulsación concerniente a fábulas.  Que no entiendo y desconozco: veo. Gusto a mediano. Una mesa rectangular. Donde, sentados, tipos con caras deformen parecen hablar. Dentro de mi heladera, tipos sin congelarse ni aceptar mi presencia. Cierro la heladera.

Cuento hasta once con voz alta. Agarro el único rosario que conservo de mi abuela. Cuentas de madera violeta, engarzadas por eslabones de plata, terminando en una cruz, sin Cristo doliente. Mi cuello comienza en fe y en pedido. Si es mi mente o si es aquello que se transformará en confidencia a quienes lo merecen. Hálito de coraje. Tomo la puerta. 

Abierta a mujeres y hombres de moda repetida. Incluso de paso similar. Algunos llevan marcos con leyendas que no puedo identificar. Otros, trofeos. Más grandes, más chicos. La mayoría aplaude a unos pocos, que saludan con la mano, sonriendo con sonrisas anchas. Detrás, un portón abierto. Suena un timbre. Los hombres y las mujeres corren hacia la apertura. Arriba de ella, un reloj. Cierro la heladera. 

Ciertos libros podrán dar cuenta de mis visiones, pero es mi vivencia la que realmente enseñará. Sobre lo que sea que estoy viendo. Sobre lo que comprendo que estoy viendo. Brote con definición de un anciano aprendiz. Tal vez, al mirarme en el espejo sea eso, un anciano. Con preferencia de vista corta para no continuar con más escenarios. Pero. Preparado, camino hacia el artefacto. 

Puerta abierta, división intensa entre rejilla y rejilla, la dimensión exacta para carros de chapa, se acumulan en esperanza, quizá. Mujeres y hombres son llevados por carruajes saturados de cartones y papeles. No llevan guantes ni máscaras. Deambulan. Mirando al suelo, es decir, a las rejas blancas. Con andar lento. No existe puerta detrás de ellos. Solamente una ventana circular y limitada. Cada tanto la contemplan. Se paran a veces, acomodan sus cartones y papeles. Cierro la heladera. 

Ya es lo suficiente que puedo observar dentro de un electrodoméstico. Aún así, es nuevamente, mi intriga. Interés de film sin discreción. Predisposición a pantallas para saturar llagas y tormentos. Aprieto fuerte mi rosario. Mi Jesús de Caná, bailando y riendo con vino en odres nuevos. Quiero seguir abriendo. 

Aliento congelado. El estante enrejado sin presencia. Me encuentro frente a un laberinto de muros altos. Cerrado. Mujeres y hombres de diversas edades lloran o gritan o permanecen en silencio. También mujeres y hombres con ambos. Algunos parecen enfermeros, aplican inyecciones gruesas en brazos. Algunos parecen médicos. Cintas que llaman de contención, sujetando a las camas. Cierro la puerta blanca. 

Decreto que será mi última vez. Abro. Un pequeño pozo de agua. Baldes que se agitan en la búsqueda del líquido. Debajo, no hay rejillas blancas. Tierra ansiosa de pasto, de flores, de lluvia. No siento frío, un calor irracional entroniza mi piel. Como si ardiera. A pique esos seres. A filo completo. Ropas que dicen Dell, Samsung, Sony. Just do it, en numerosos pantalones. Me alejo, cumpliendo mi decreto. Los seres humanos, que acabo de ver, tienen mi cara. 


El hombre debajo de la frazada negra


Sin ruidos, sin puertas abriéndose solas, sin llantos ni gritos. Cascarones astrales o fantasmas o espíritus, dependiendo del humor del morador o el invitado. No creo en muertos arrojados de su tumba, inquietos, mientras los más pesados aún visten y tiran objetos. El monoambiente es mudez de hierro.

Una cama para alojar sueños o pesadillas o una mezcla de ambas. Recuerdo poco de aquello que sueño; cada escenario, elemento, personaje: soy yo mismo. Sin psicología barata y zapatos de goma, a lo Charly García, sólo me queda el intento, el acceso a mi último pensamiento en vigilia y al primer pensamiento al despertar. Para intentar comprender algo. Para una brújula con anhelos de más, de cuaderno rojo donde escribir los artilugios de Morfeo.

Los dientes del frío conquistan el espacio. Al igual que mi cansancio. En las películas de terror cuando las luces se apagan solas es un mal augurio. Mientras es un buen azar apagarlas por mí mismo. Tampoco creo en velas ni lámparas de sal. Sí en mis aciertos de jamás mirar a los ojos. La luna refleja la luz del sol y confunde. Supongo que de eso se trata, confundir, ocultar. Nunca lo supe realmente.

Mi celular suena poco. Mis padres, mis hermanas. Algunos clientes de la editorial. El resto de los mortales han sido sacudidos o aliviados por mi silencio abrupto. No sé por qué lo hago. Pero sé que debo hacerlo. Distancia. Un vals donde siempre soy el perdedor, a fin de cuentas. No puedo incendiar Roma, no tengo la valentía. En mi leyenda de Wsp decreto: “falta ginebra y sobran boludos”. Ginebra nunca me falta, en eventos se arroja a mis breves discursos en la presentación de libros. Una mujer loca del pasado me dijo que los boludos solamente duermen, y que cuando las aguas desborden despertarán a los dormidos. Una mujer de esperanza, estéril considero. Una mujer loca, creyente de la magia y esas bijuterías.

Ser maestro de escuela agobia, a pesar de las ocho horas ganadas por los mártires de Chicago. Pienso en la elección alborotada por no caminar sobre las brasas de los fieles. Los herejes me caen simpáticos. Pero no creo en el delirio. Soy un hijo o un hermano o un editor. El cisne blanco con mi naipe filoso, detrás del telón, para aquellos que se acercaron con fiebre de amistad o de pasión.

Dentro de la cama, la mente no olvida. Lo que no mencioné, lo que he de mencionar. Lo que debería haber hecho, lo que debería hacer. Fantasías con puntuación de bestia. Parásitos mentales donde naufragar. Pero dormir adormece.

Me han enseñado un truco. Consuelo de pensarme, constantemente, a mí mismo. Las naves se queman cuando tapo hasta mi cabeza con la frazada. A pesar de la lana envolvente, respiro bien. Me duermo con la velocidad de una sirena tentando a marineros. Manta negra cubriendo mi totalidad. Negra. Como un detective de ingenio y vodka. Más otros sórdidos secretos que sólo algunos lectores develarán. O no.

Escondido en la frazada. Ojos cerrados. Probablemente, no me acuerdo de mis sueños porque camino entre ensoñaciones. Cubierto de tela en la cama, comienzan inevitables intermitencias en mis párpados. Cierro y abro los ojos. Veo lo que veo. Con la escasa capacidad de mi vista. Extiendo la lana. Alzando los brazos para ver mejor. Una suerte de carpa improvisada. Para el asombro, de domadores vencidos en justa ley, que me ataca.

Veo lo que veo que estoy mirando. Continúo con la cara debajo de la lana. Veo lagartijas de poco tamaño. Son de fuego. Rápidas. Ágiles. De cola larga y cuatro piernas. Lenguas largas que podrían herirme pero no lo hacen. Juguetean. Se tocan en una danza divertida. No queman absolutamente nada. Pienso si bailan para mi suerte o mi locura. Extiendo más mis brazos. Esto, singular, ardiente, no es parte de un sueño de despiertos o dormidos. Estoy agudo. Atento. Algunas lagartijas me observan entre chispazos. Me destapo.

La curiosidad decretará una vida más. Tal vez. Vuelvo a taparme el cuerpo, la cabeza, con la frazada. Y veo lo que veo que estoy mirando. Hombrecitos pequeños, de vestimenta colorida, algunos jóvenes, algunos ancianos cuyas barbas blancas rodean ostensible experiencia. Aparecen y desaparecen, ríen, arrojan puñados de tierra. Los siento caer en mi pecho. Mis brazos tan altos para no desaparecerme en detalles ni muecas de los extraños hombres pequeñitos.

Me levanto. Mi ginebra en la fidelidad de años. Un trago largo. Respirar de una manera desconocida. Tan profunda, tan intensa. En mi remera, manchas de tierra. Intento atrapar un recuerdo que revele la naturaleza de estos seres. Que esperan debajo de la lana negra. O quizá se han ido. Porque su peor enemigo es mi ginebra. Quizá no volverán. No les tengo miedo. Aunque por momentos me contemplan de frente. Directo a los ojos. Yo aparto la mirada.

No bebo más, para seguir aturdido en la contradicción de continuar o no debajo de la manta. Una encrucijada, que promete caminos de honestidad que nunca tuve. Mis naves no han sido quemadas, flotan en la superficie calma, mientras, en la profundidad, nazco eternamente en tempestad. A nadie podré contar. Seres de fuego, seres con tierra. Cuando me tapo completamente con la lana sobrevienen. Me duelen los brazos por convertirse en columnas, de un espectáculo con llamas y tierra.  

Regreso a la manta negra. Nada en el frente ni en los costados. Entonces, leve humo blanco. Bello. Dibujando formas armoniosas. Lentamente. Con delicadeza. Van venciendo en trazos que forjan sus cuerpos. Con círculos. Con líneas zigzagueantes. No son organismos como el mío. Etéreos. Sutiles. Justicia para darme cuenta de que son femeninos y masculinos. Cabelleras largas. Piernas confundidas en el humo blanco. No aguanto.

A superficie, nuevamente. A resguardo de la belleza que ahora sí me aterra. Pues no creo, nunca creí, en mi nombre de “León de Dios”, en que tengo un nombre oculto, en que las luminarias inclinan por nacimiento, cartas, símbolos, bijuterí. Y, sobre todo, nunca creí en la intensidad.

Una serpiente mordiéndose la cola, me dijo la mujer loca y atractiva, Ouroboros, el ciclo eterno, le llamó. No le creí. Sin embargo, así me siento. Espiral frente a cualquier negación, a cualquier hipótesis, cuyos caminos conducen al misterio. Volveré. Para definirme en víctima. El horror de que me observen directo a los ojos. Desnudándome sin acceso a redención.

Regreso para arroparme por entero. Nada. Solamente negro. Grado a grado, como un péndulo débil, se presentan. Lo negro se torna celeste como el océano. Seres parecidos a los del humo blanco. Pero son de agua. Cuerpos indefinibles, en este momento. Tenues al principio. Ganando dimensión, más tarde. Nadadores astutos, diestros. Como fenicios con carisma de mares. Se forman y deforman de acuerdo a sus movimientos. Venturosos, distinguidos. Gotas caen en la boca de mi estómago.

Mi cara poseída por el frío. Soy vencido, temeroso. Vi lo que vi que estuve mirando. Seres de fuego, tierra, aire y agua, supongo. Un trago largo. Un cigarro. Arrancar la frazada violentamente. Y advertir que es eso, una frazada negra. La mujer loca creía en mucho. En los Elementales, seres de los Cuatro Elementos, me dijo una vez. No le creí.  

   

Piel

Frente a los nervios mi piel se brota. Comienza con pequeños granitos hasta alcanzar el tamaño de lunares. Y continúa. Ronchas como emperadores cuyas condenas se dirigen a mis brazos, mi espalda, mi panza y por último, mis piernas. Cubriendo casi todo lo que soy. La picazón anticipa la inyección de corticoides. Mientras, no quiero mirar, no quiero saber. Rasco sobre mi ropa, que me envuelve al igual que un Taureg sortea las tretas del misterioso desierto. 

No sé si el rojo de mi cuerpo es austero en su invasión o domina autoritario. Pica más. Sin camisa y pantalón, lo sé, tendría repuestas. Pero dije antes, no quiero mirar. Desde la adolescencia hasta ahora, aquello que no sé cómo llamar, me hostiga la alergia. Jamás en mi cara, tal vez, se cree refinada y compasiva. Refinamiento con prohibiciones de paciencia y alivio. 

No tengo los remedios. Pero la ambulancia al dente. Sin embargo, primero debo contemplar el estado de mi cuerpo, antes de que las luces verdes me halaguen con la inyección. Luego, dormir. Luego, despertar con recetas e indicaciones. La piel es el órgano más grande. También, dicen, es el límite con el afuera, en la estrategia de vitalizar la identidad, un límite, un auxilio, una compañera de fidelidad. Eso dicen. 

Erupciona. Me atrapa. Me encarcela. Quizá ríe estrechando sus garras a mi asco. Mi ropa ha de caer, para llamar a la ambulación. Voy despacio. Con ojos cerrados, arremango los puños de la camisa hasta mi codo. Con eso basta. Sin visión ni tacto, elijo. Aún es temprano para abrirme en mayor resignación. Fijeza, en mis párpados sin valentía. Picazón que siento para aterrizar con Caronte y disolvernos en el río Estigia.  

No tengo la fiereza de un cocodrilo. Permanezco sin ver. Me rasco con el entusiasmo de quien ha encontrado el Grial. Me rasco como si el mundo se exagerase en mi organismo. Pestañeo hacia otro lado. Donde estoy a salvo, donde no está mi piel ni yo. El ventanal y el árbol, cuyas raíces destrozan, en bendición, las veredas. 

Tres exhalaciones e inhalaciones profundas. Con estilo de agobio y de miedo. Finalmente, abro mis ojos hacia el picor que escondía la camisa. No hay granos, no hay ronchas. Ni siquiera hay rojo. Hay ellos. Solamente. El delirio en emboscada a lo usual. Son extremadamente minúsculos. Numerosos. Mi noche oscura mientras el sol inflama a la Tierra. En mi brazo, hombres sin caras, con trajes negros. Apuntando con el dedo a cada distancia. En andar alborotado sobre mi piel. Señalando casi todo lo que soy.


La gotera

Desde ayer, suena. Con debilidad. Pero con la prepotencia de quien ha descubierto su tesoro. Y su tesoro es el lavatorio del baño. Protagoniza la canilla. Como si el agua potable fuese certeza en la Tierra. Como si su desfachatez no hundiera los sueños masivos de agua digna. Su gotera en extraño caudal cuando ha de serlo y en silencio cuando ha de serlo. Semejante a un reloj acuático. Desbocado el grifo, ignorante de los 2100 millones de humanos sin agua potable. Me siento impotente por el susurro de las gotas, con su humor de música sin reserva ni justicia.  

El plomero no apareció ni aparece; un fantasma, tal vez, invadido por peligros de faenas anchas, con criterio de fatalidades mayores a la mía. Sigue sonando. Sigue comiendo. La canilla de boca gruesa. Sin misericordia. No sé arreglarla. Lo intenté con la suerte de un naipe novato. Sin embargo, volveré a intentar. Ahora se trata del ingenio de mis manos. Quizá, también, de herramientas fantasmales, de estilo tétrico por su ausencia. Tengo sólo mis manos. 

Me acerco, con la valentía de Artemisa furiosa. Porque sigue sonando. Porque sigue hundiendo mi cerebro en melodía histérica. Que se vuelve más fuerte. Creo que el lavatorio blanca estallará sin dignidad ni posibilidad de resurrección. El grifo se descarrila, imprudente. Mi visión intenta adormecerse. Soñar con una gotera que es una gotera. Solamente. Nada más. 

Las gotas comienzan a crear pequeñas, inusuales, lagunas en la superficie del lavatorio. Toco mis piernas. Parece una película de dragones maléficos, transformados en gotas. Y soy el personaje estelar de cada una de ellas. Una gota, uno de mis recuerdos. Dicen que el agua todo lo llena y es capaz de horadar la piedra. Digo que mis recuerdos reflejados en el lavatorio hieren aquello que supuse realidad. It´s alive, gritó el Dr. Frankestein. Mientras, yo enmudezco, mis vivencias en campo minado por un líquido que conserva más memoria que yo mismo. Gotas para asentar. Minúsculos charcos con escenarios de mi propiedad. Los contemplo con la claridad de un espejo, cuyo hechizo será mi identidad o mi locura. 

Veo. Veo. Charcos que ofrenda la gotera, donde imágenes silenciosas. Mis imágenes. La vez que mi papá me pegó una trompada. Cuando mamá apuntaba sobre quién debía ser yo. La vez que me copié en matemáticas y el profesor se dio cuenta. Glu. Glu. Glu. La fiesta de egresados del secundario, la borrachera que me hizo caer desde una tarima. Los trabajos explotadores de call center. La elección de mi maestra de Astrología. Mi primera Carta Natal. Glu. Glu. Glu. La mujer que me acompañó  y nunca amé. Las ruedas de amigos y cerveza negra. Arquero en fútbol de diez. Glu. Glu. Glu. El tren a Bahía Blanca. La selva jujeña. Las marchas anti-imperialistas. Glu. Glu. Glu. La última tentación de Cristo, de Scorsese. Los Redondos en volumen de magnitud hasta alcanzar el balcón. El Tarot que me abrió un hombre vestido de azul. Glu. Glu. Glu. La mujer que amé y nunca me amò. 




Joker

La encontré en la calle. No suelo mirar el cemento. Cuando las copas de los árboles, estiro mi cabeza y digo: selva, selva, selva. El otoño avanza con hojas amarillas, marrones. Bailan y caen ofrendándose a curiosos. Ahora debo decir: ella me encontró a mí. Mientras una planta crecía valiente entre baldosas, el dorso de una carta sonreía. En mi torre la curiosidad otorga siete vidas. También la suerte.

La doy vuelta. El comodín de la Baraja Española. Su sombrero de borlas, su atuendo colorido. Hondamente azul y amarillo. Me han dicho que el azul es la intuición y el amarillo, la inteligencia. También otorga rojo, acción. Algo de verde, vida eterna. Sujeta una carta en blanco. Personaje que apenas conozco. Y recrudece mi apego. La agarro como quien sacude la ostra de Botticelli, para que el cabello de Afrodita enloquezca con el viento. Lo guardo en mi bolsillo.

La casa está fría, como un fariseo con oratorias en odre nuevo. Siento apetito de la carta. Mi bolsillo se vacía frente a la sorpresa. Una figura bella, que sin embargo no me mira a los ojos. Ha de esconder lo que piensa. Ha de esconder lo que siente. Tal vez. Tal vez, no. Ha de saberse alteración, cuando las columnas se quiebran. El comodín es todos. Todas las combinaciones. Hasta podría ser yo mismo. No lleva marca impresa. Efecto de creadores que, quizá, les guste animar escondites.

Despierto. Mi mesa de luz, desposeída sin los colores de mi nuevo amigo. Pistas falsas en la habitación. No me importan los ases, pueden ser traicioneros para identidades con fondo. Necesito una ducha, con la desesperación de un concilio en la búsqueda de herejes. Pero no es el mismo espejo. Comiendo el Joker, mi reflejo. Cambió su tamaño. Imponente para que rasque mis ojos, para que toque mis piernas, inútiles al igual que una tormenta sin apetito de tierra. Veo solamente la carta, el Joker. Mudo. Estático. Ocupando la dimensión total del espejo.  

El comedor y su pared blanca son una memoria que ya no puedo alcanzar. Es él. Nuevamente. Determinado a jauría, que comienza, que me atrae sin que pueda saber por qué. Altura y ancho con destinación al delirio. Si es que no me doblego, si es que comprendo que él es todos. Puede decir las verdades a mi corona sin perder la cabeza, llevando el cetro de mis verdades. Imagino. Pues no habla. No se mueve. Una carta que crece o mengua, acomodándose a superficies, de acuerdo a su destino o a su gracia.

En los azulejos de la cocina. Reinventado en muchos. No sé contar, no puedo contarlos. Soy impotente al igual que una doncella incapaz de acariciar al unicornio. Más pequeño, más numeroso, abre y cierra claves, imposibles de decodificar. Trincheras donde calcinarme en lo insólito. Como si él pateara el orden de mis sentidos. Como si él me obligara a creer en lo que nunca quise creer. El comodín vive, con el mismo tamaño de cada azulejo.


En un muro del pasillo. Nunca lo he visto así. Gigante. Y no llevo el Rayo de Zeus. Apenas soy un humano con esqueleto a remate. Saldo a favor de un personaje que sigue sin mirarme a los ojos. Silencioso. Quieto. Quisiera saber de su carta blanca. Si es la lista para arremeter inocencia o el listado para asegurarse un candidato al fuego. Lo veo moverse de un espacio a otro, paredes, muebles, cuadros, ventanas, utensilios. Su proporción va cambiando. Crece y disminuye de acuerdo a la guarida elegida. El Joker es todas las combinaciones.  



Barbijos

El mercado, a tres cuadras. La farmacia, cinco. Mi tabaco sólo con bajar del edificio. Lo usual, los víveres que definirán aún más la torre. Cerveza negra en intento de remediar algo, que no puedo. Sin voluntad marciana. Ocios para enloquecer. Siestas destacables; sin embargo, demasiado cortas. Biblioteca con desafío de leer mi vista en libros que nunca he leído. Y sé por qué. 

La calle novedosa, punzante. Es la tarde, es el Sol dando cuarto a la Luna. Es el desierto atravesado, disfrazado de alejamientos y barbijos. La mayoría son blancos. El mío es celeste. Algunos, coloridos, algunos con dibujos. Dicen que los ojos y los dientes irradian. Visiones con jauría de miedo. Así las percibo. Y entonces, así me siento a mí mismo. 

Cada barbijo, cada pañuelo conserva su historia. Igual que los árboles. No puedo abrazarlos ya. Camino con el miedo detrás. Camino con el miedo delante. Convertido, con la medicación psiquiátrica, en Zombie Nivel 5, se supone que nada podría sentir o ver. Aún así, siento, veo. No es mío. Contemplo los ojos, el paso. Es abierta la clave. Aquella que desafía cualquier salida de emergencia. Cada mirada la hallo en el centro de mi pecho. Parece hundirse, latir. Soy sin casco, sin carruaje, sin armadura.  

Los pocos pasajeros de la tarde son para mi humor de esclavo. El miedo se apaga como una luz que no dará jamás calor. Tristeza de esqueleto blando en una mujer de barbijo negro. También mía su tristeza. Mis ojos grandes en cocción de agua turbulenta. Cada barbijo me otorga su historia. Imágenes para banquete. Devoran o agasajan. Al unísono de las emociones. Un abanico ocultando a la humanidad, que no hemos perdido. Un virus sin carne, al igual que un espíritu que pretende subyugar a su médium. 

El corazón de un hombre, con barbijo verde, latiendo sin discreción. Lo recibo mientras veo a una familia, a un secreto que jamás se rendirá. Abanicos con los que no puedo luchar. Siento. Veo. Una joven con barbijo de estrellas. Añorando a su amado y amador. Hondura angustia, pues es abierta hacia un abrazo, un beso. Un anciano sin terror, andando a paso calmo. No recibo imágenes. Me ofrenda la fuerza de cien titanes. Dos policías, intentando arenas movedizas donde dejarse caer. Es el pánico. Ahora es mío mientras una a una los destellos, cumpleaños, casas de jardín noble. Relojes que suben y bajan con sueños de estructura leal. 

Aquí y ahora extraño a los nenes, relatos para sacudirse entre juegos. Pantallas para la ternura. Que necesito. Que, quizá, guarde en mi fuente, para recordar que todo se crea, se sostiene y luego, se transforma. Deambulo en este horario. Más temprano, numerosas las máscaras, los barbijos, los pañuelos. Son más fuertes que la discriminación que pueda alcanzar. Lo que me pertenece y lo que no. Emociones y vidas. Siendo un Zombie Nivel 5. En fila, sin agregado alguno más que la tristeza de saberme allanado. Y el grito. El grito es mío.

Cada barbijo conserva su historia. Su esperanza. 





La polilla y la aspiradora


La fea verdad, diría Michael Moore. La fea verdad del piso de alfombra, que se descubre en un campo minado, como si vampiros y hombres lobos estuviesen con humor de sangre. Podría encontrar el tesoro de una isla de Lovecraft. Podría encontrar baldosas por debajo pidiendo a gritos líderes que liberen. Un alfombra celeste en tan absurda como aquella casa de paja.

Mi pelo se quiebra hace tiempo. Pelos invasores. Pelos comensales de hilos celestes. Cenizas que sí manchan.  Se presentan como diosas desquiciadas en reto con doncellas. Algún que otro descuido de colillas silenciosas, venturosas por no convertirse en brasas. Comida pariendo migas. Migas que no recuerdo su origen. Al igual que los escarbadientes. Son sólo cinco.

Pequeños bollitos de María. Que tal vez podré juntar y darme dignidad de humo dulce. Marcas de zapatillas frente a una aspiradora que se sentirá inútil. O no. No lo sé. Mi aspiradora está rota. Esta, antigua y fea, como un robot diseñado por prisa y aburrimiento, me la prestó mi vecina. Una anciana delgada y pequeña. De ojos hondos y marrones. Con quien me saludo solamente. Y sin embargo, he recurrido a ella con la verborragia de un desesperado en fea verdad.

Es potente. Es veloz. Con la capacidad de tragar cada uno de mis olvidos, cada una de mis omisiones. Su boca es ancha, lo que hace a mi odisea más frágil. Pero el comedor es amplio. Y estoy cansado. Aburrido. Succiona este aparato, parece vivo, semejante a una salamandra cuando el fuego comienza y las llamas se retuercen armoniosas entre tambores. Aún así, su voz es insoportable. Extraña. La percibo como una risa que va fundiéndose en el viento.

Continúo. Faltan varios metros. Cúbicos, para aplacar una tarea insoportable. Un vaso de vino corto. Con la suerte de quien tira a los dados y es desterrado por un 2. Poco se nota. Entre la diversidad de manchas. De dados cúbicos. A esta altura, no me importa. Y nunca me importará, hasta que se termine el contrato de mi alquiler y otra vez, la pesadilla de inmobiliarias. Demonios de cien cuernos. Preparados para el ataque cuando mi pie se evapore en el palier.

Ya casi. La aspiradora en voz baja pero sigue riendo. Semejante a la risa de mi vecina. Quizá es un clon aspiradora. Un clon que me es útil. Despedidas de aquello tragado por el aparato, cuando noches y días de un Saturno perezoso. De manos y mandíbula que tiemblan por el litio. No soy culpable de nada a fin de cuentas. Tampoco soy culpable de mis desequilibrios. Pero soy bendito en un péndulo de frecuencia histérica, donde la alegría, donde el dolor, hacia paraíso o hacia hades; con la intensidad de quien camina siempre sobre la cuerda. Intensidad.

Un corto espacio cerca de la puerta principal. El final de un cuento sin melosos ni villanos. Una aspiradora que protagoniza, mientras yo dirijo la obra. Pienso, los aplausos valen tanto como una zanahoria que no llegará jamás. Cuando termine. Cuando el celeste renazca, agradecido. Luego, de ser consumido por mi memoria de Jurassic Park, de mosquito atrapado en laboratorio.  
   
Unos cuantos pelos sigilosos, tratando de esconderse entre fibras sintéticas. Ni tan altas ni tan bajas. Fibras cuyo material tal vez nazcan por la sangre de la Pachamama. Unos pequeños papeles, los que me dan para cada turno en el hospital. Mientras espero, preguntándome cómo han de ser los péndulos y las voces de mis hermanos. Ya fui convocado al encierro, nadie jamás podrá negarme las revelaciones que el Padre me otorgó. Delirio místico, brote psicótico, cerrados en hueso de libros, pero latiendo en genuina vivencia.

Más chico el espacio que aún me resta. Vacío, un carnaval sin plumas ni público ni lunas fértiles. Pero algo diminuto. Marrón claro. Inerte. Una polilla. Desafortunada tal vez por las luces. Nunca por mis manos. Lamento sus alas con el movimiento propio de la muerte y la desolación. Pienso enterrarla en la tierra de una de mis plantas. Antes que eso, antes que pueda. La aspiradora arremete con su hábil succionar. Y ya no existe la polilla. Se trata de olvido, de Arcano sin nombre. De reencarnaciones cuando quisiera ser una mariposa, un árbol. Ninguna teoría es capaz de negarme mis próximas vidas.

Abro la bolsa. El aparato en silencio, de mejor respuesta para amantes cobardes. Es difícil encontrarla, mi basura ha sepultado su carne. Lo intento. La tierra todo lo transmuta y la está esperando. Suaves mis dedos en el temor de agrietar el misterio de la polilla. Siento algo. No es miga, papel, maría. Es ella. Salto cayendo al suelo. Me mordió. Con la fuerza de una esfinge impaciente. Siento miedo. Siento la necesidad de pedir ayuda a mi vecina.

La bolsa es abierta por mi curiosidad. Algo sale rápidamente, tanto que no recibir qué es. No es la polilla. Ahora me doy cuenta. Es blanco. Con rapidez escapa de la aspiradora y va creciendo. Hasta hacerse gigantesco. Toneladas volando que salen por mi ventanal. Urgente mi contemplación. Voraz para descubrirme con ojos gordos. Un caballo ha crecido desde que abrí la bolsa. Un caballo blanco. Un caballo con un cuerno en la cabeza. Un caballo alado. Un caballo que ha sido polilla y ahora, reencarna en un unicornio.




Pájaro

El timbre. Feroz como carpa de circo, al dente con sus rejas y trucos. Nadie. Cierro la puerta. Oigo pasos tormentosos. Como débiles agujas intentando saber qué hay más allá del suelo. Una suerte de cangrejo azul. Parecido a uno que he visto en sueños. El mío hablaba, el mío alertaba. Este, de izquierda a derecha. Sin pasos largos ni armoniosos. Del tamaño de un dedo meñique, de una mano hábil pero breve. No temo. Lo dejo entrar. Se dirige a mi habitación.  

Escucho sin escuchar un sonido débil, como un aleteo hambriento. Abro. Miro hacia abajo. Un pequeño pez, sin aletas, con cola. Horrible al igual que una jauría en cabeza de fama y fortuna. Lo llevo a mis manos. El agua come la pileta del baño. El pez revolotea. Lo percibo tranquilo. Regalo de un vecino con humor de sátiro, cuernos y pezuñas.

Golpean. Abierta mi puerta. Leyendo trucos de ilusionista con suerte de paloma blanca. Esta vez, algo camina con seriedad, pegajoso y despierto. Luce como un pez sin serlo. Tiene cuatro patas. Su color me recuerda a las arenas de un desierto indefinido y venturoso. Con escamas vastas para carne tan diminuta. Sin embargo, mayor que el cangrejo azul y el pez ocre. De moda que arremete para convocarlo en simpatía. Lo observo caminar hacia la cocina.

Puerta. Sorpresas de piñata con una hada dentro. No tengo miedo. Pues se trata del tamaño de un índice, descarrilado y reducido. Ruge con moda extraña. Una que jamás he escuchado, pero reconozco. Un dinosaurio. De cuello y cola prolongadas para destacarse en hierbas. Ni pánico ni paranoia. Habrá un Merlín viviendo en mi edificio. Un Mago verdadero erguido en hechizos y cantos. Con una espada capaz de herir mortalmente mi sueño. Pero estoy en vigilia. El dinosaurio elige quedarse cerca de los parlantes. Oktubre suena con la alegría salvaje de tribus, sin contar.

Nuevo rugido. Que domina con fiereza. Memorias de un tigre con sangre a libertad. Aquellos que youtube me han enseñado. Mientras humanos sin hermandad juegan a lo oculto, guerreros con gritos para la extinción y la cordura. Es similar a un tigre. Fortaleza de saberse colmillos largos, gruesos. Pienso que, grande como una mano, podría saltar a mi cara. Vengarse de una humanidad con rompecabezas repetidos, que no rompen cabezas sino que las perfeccionan, dando más mente. Elegante, se acuesta debajo de la mesa.

Silencio. Ojos y nariz amplios, como su boca. Desnudez de quien no ha comido de árbol alguno. Piel oscura, igual que la mía. Una mujer de belleza incomprendida, pero comprendida en millones de años. Una madre, un ancestro que me habita. Es hasta mi antebrazo. No existe terror, el ser que me antecede o el ser que fue extinguido, despliega un ropaje de bellos fuertes. Me mira como quien mira el espejo, dispuesto a saltar al otro lado. Pasa. Se aleja del león que no es león. Y la veo caminar hacia el balcón.

Extraño el timbre y los golpes en la puerta. Merlín ha de haberse cansado, ha de estar durmiendo mientras sueña que la Dama del Lago arroja otra bendición al Rey Arturo. Mientras la Reina Mab sueña con Lancelot. Mi departamento es patria de seres que conocí en libros, pero las verdaderas enseñanzas las otorga la vivencia. La vida que en este momento hace de mí, un mundo, una evolución. Tal vez. Aún así, sin nuevas puertas el tiempo es pesado como un volcán rebelde.

Son los golpes. Se han levantado los cetros blancos, mágicos, como la luna bondadosa que se muestra a todos, a su tiempo, a su distancia. No son las baldosas invadidas sino el techo. Un aleteo con ritmo de progreso. Abro. Un pájaro marrón. Mi brazo conserva la misma longitud que su cuerpo. Vuela. Planea. Mientras, el comedor con ojos anchos, con piel abierta a lo desconocido, con hueso y médula arrogantes por el milagro. Las alas se cierran y se abren con la velocidad de quien ha visto sus dones, sin importarle. Vuela de la misma forma en que anhelo una reencarnación fértil donde soy pájaro o mariposa. O ambos. Quién puede saber.

Convivo, al menos por lo que dicte lo Absoluto que se desconoce pero se siente, con seres que sólo los libros de historia han podido ofrecerme. La ofrenda es más fuerte. Igual que el día que nos encuentra con ojos frenéticos en alegría, todos diferentes, latiendo sobre una Tierra cambiante, a veces caprichosa, pero siempre Madre amadora. Los árboles se ven, desde el ventanal, dadores de hojas que caen en danza final. Mientras, el pájaro marrón planea cerca de mi biblioteca.


Nunca volví a verla

Como si Mercado Libre fuese el amigo de fidelidad cercada por cantos de sirena. Como si cada tienda definiera el libreto venerable. Invaden. Las veo. Distintos enunciados de colores. La misma tela. Son ellas. Como cientos de soldados arremetiendo contra cualquier singularidad. Cualquier intento de cisne negro. No hay mucho para contar. Dos aperturas, que promueven un solo bolsillo. Invaden las mochilas Jansport, taconeando por las calles. Sonrisa gorda. Un solo bolsillo. Tan inútil como un hombre pastoreado por su propio rebaño. Una vez me encontró una de ellas, cara a cara, más costosa, redes en los costados, tres aperturas, dos bolsillos. Nunca volví a verla. No les tengo bronca a las Jansport. Les tengo miedo. Esa emoción que duerme y despierta en costillas a punto de cornisa. A veces pienso que el mundo les pertenece a ellas. Que sus etiquetas intentarán mi frente. Mi boca. Que sus filas caminarán hacia mí. Y cada bolsillo me dirá quién debo ser.  


El sello

El sello no imprime sobre la receta. Ni el número de matrícula, ni el nombre y apellido. Sólo psiquiatra. Una palabra arrojada a la imprudencia de una lluvia hambrienta. El paciente observa como quien abre las puertas de un círculo donde los hombres llevan sus cabezas hacia atrás. El psiquiatra vuelve a intentarlo. Similar resultado, definido en numerosas intensiones de ahogado. El sello imprime. Una matrícula, una profesión. Un nombre femenino. Desde el otro lado del escritorio, el hombre se habita en la voz de una mujer, que solamente él descubre. El sello se imprime, nuevamente. Otra voz. Nuevo el nombre. Voz gruesa, ardiente. Sin embargo, él no alucina con voces o visiones. Su vivencia es de péndulo con frecuencia histérica. Sensibilidad siempre descarrilada. Bipolaridad de una torre a otra y otra. Cada impresión del sello es otro personaje. Cercando. Con dientes que ahuyentan a su testigo. Dientes que lo piensan a sí mismo. El psiquiatra entregado a furias que no susurran crímenes sino que mastican lo único real. Un consultorio. Aquello que no escucha. Un sello que cambia con la bestialidad de una espada dispuesta a no forjarse por fuego. Una receta fundida en mujeres y hombres sin carne sin hueso, desde un lado. Desde el otro, paciente con filas voraces que aúllan al silencio. Intentos de tinta sin suerte de naipe erguido. Demasiados intentos. Demasiados pensamientos de ilusionistas que aprenden a tragar la templanza, que va continuando en libreto feroz. Paciente padece ya sin paciencia mientras cada Plac del sello convoca otra voz en su cabeza. Ahora infantil. Ahora de joven desarmado. Ahora de mujer sin dados. Ahora, un anciano montado sobre jueces. Plac. Plac. Plac. Medallas para voces que dislocan músculos. Psiquiatra sin visión, salvo para impresiones que se fortalecen en dolor ajeno. El mundo grita podios para los fuertes. El Cosmos ofrenda la caída de una hoja otoñal en su danza final; para los débiles. Corroen las palabras. Identidades de sol sin dignidad. Balbuceos serpenteando. Plac. Plac. Plac. Desconocidos con entonaciones tímidas o feroces. El sello va desuniendo la madeja sin intención de volver a unirla. Novato en juegos sin control. Paciente sin hablar porque tal vez algo encontrará en cada Plac. Algo para qué, algo para negar. Plac. Plac. Plac. Plac. Una mujer gastada en pasado. Una mujer gastada en futuro. Un chico con ánimo de encierro. Un hombre que conoce demasiado y sabe muy poco. Y su psiquiatra, para el intento de demoler monstruos, que ahora percibe. El sello imprime sobre la receta, el nombre de su paciente.  


H2O

Intensas las aguas, un testigo abierto en la boca de la veracidad. Apenas me sumerjo. Pero sé moverme sin perder esqueleto. Peces ágiles. Colores para comunión. Corales logrando misterio de isla hundida. Nado en un Reino definido por lo que desconozco. Salgo a superficie, vuelvo a hundirme. Quizá las sirenas de lengua gruesa duermen más adelante. Mi ruta es un callejón donde seres con poco olvido juegan a tocarse. Juegan a identidades saladas y aleteos siderales. Rituales blancos para devorar sin abrir la boca. Brilla. No puedo ver. Tomo aire. Para regresar a un tiempo cuando mis bufones no están hambrientos. Ellos no saben entrar en el agua. Brilla. Más aire. Más cercanía. Es una almeja. Una ostra gigante. Apertura a tripas suaves, pegajosas. Me acerco como un aprendiz hacia el salón oscuro. Donde se iniciará en sus bestias y su breve delirio.  Permanece sin cerrarse. Toco su vientre, aquel que tal vez pueda decirme cómo y hacia dónde. Debo estar cerca de mis bestias y mi breve delirio. Psicótica sin pabellón ni pichicata. Arriba, otra vez. Abajo. Pulmones para sortilegios de molusco con azar de relámpago. Para entrar. Invitada por oxigeno bestial que siento latir cuando me acerco. Cuando me siento. Cuando decido acostarme con prisa de carcelero en función de cuerdo. Sin hambre de tierra. Ella ha de estar en orgía para mi humanidad; humanidad desvaneciéndose en marcha acuática. Sirena con piernas de urgencia. Boca abajo. Con atuendos desgajados por mi propia paz. Desnuda, para sensualidades de suerte húmeda. Público con frecuencias de silencio psicodélico. Letales para quien no sea huésped, para quien no se mueve atravesada por alguna diosa caída, celosa de sus frutos. Movimientos que crecen, para gatillo en pudor y sorpresa. Circular el cabalgue. Frenéticas verticales. Fecundas sobre una piel de hechizo voraz. Fusión para encandilar.  Para la debilidad de gemidos cercados por la emperatriz. Gemidos con voluntad de aullidos. Trote marcial. Para corromper. Para dislocar. Para abrir los ojos y sabotear mi mortalidad.  Orgasmo con perla apretada.