La encontré en la calle. No suelo mirar el cemento. Cuando
las copas de los árboles, estiro mi cabeza y digo: selva, selva, selva. El
otoño avanza con hojas amarillas, marrones. Bailan y caen ofrendándose a
curiosos. Ahora debo decir: ella me encontró a mí. Mientras una planta crecía
valiente entre baldosas, el dorso de una carta sonreía. En mi torre la
curiosidad otorga siete vidas. También la suerte.
La doy vuelta. El comodín de la Baraja Española. Su sombrero
de borlas, su atuendo colorido. Hondamente azul y amarillo. Me han dicho que el
azul es la intuición y el amarillo, la inteligencia. También otorga rojo,
acción. Algo de verde, vida eterna. Sujeta una carta en blanco. Personaje que apenas
conozco. Y recrudece mi apego. La agarro como quien sacude la ostra de
Botticelli, para que el cabello de Afrodita enloquezca con el viento. Lo guardo
en mi bolsillo.
La casa está fría, como un fariseo con oratorias en odre
nuevo. Siento apetito de la carta. Mi bolsillo se vacía frente a la sorpresa. Una
figura bella, que sin embargo no me mira a los ojos. Ha de esconder lo que
piensa. Ha de esconder lo que siente. Tal vez. Tal vez, no. Ha de saberse
alteración, cuando las columnas se quiebran. El comodín es todos. Todas las
combinaciones. Hasta podría ser yo mismo. No lleva marca impresa. Efecto de
creadores que, quizá, les guste animar escondites.
Despierto. Mi mesa de luz, desposeída sin los colores de mi
nuevo amigo. Pistas falsas en la habitación. No me importan los ases, pueden
ser traicioneros para identidades con fondo. Necesito una ducha, con la desesperación
de un concilio en la búsqueda de herejes. Pero no es el mismo espejo. Comiendo
el Joker, mi reflejo. Cambió su tamaño. Imponente para que rasque mis ojos,
para que toque mis piernas, inútiles al igual que una tormenta sin apetito de
tierra. Veo solamente la carta, el Joker. Mudo. Estático. Ocupando la dimensión
total del espejo.
El comedor y su pared blanca son una memoria que ya no puedo
alcanzar. Es él. Nuevamente. Determinado a jauría, que comienza, que me atrae
sin que pueda saber por qué. Altura y ancho con destinación al delirio. Si es
que no me doblego, si es que comprendo que él es todos. Puede decir las
verdades a mi corona sin perder la cabeza, llevando el cetro de mis verdades.
Imagino. Pues no habla. No se mueve. Una carta que crece o mengua, acomodándose
a superficies, de acuerdo a su destino o a su gracia.
En los azulejos de la cocina. Reinventado en muchos. No sé
contar, no puedo contarlos. Soy impotente al igual que una doncella incapaz de
acariciar al unicornio. Más pequeño, más numeroso, abre y cierra claves,
imposibles de decodificar. Trincheras donde calcinarme en lo insólito. Como si él
pateara el orden de mis sentidos. Como si él me obligara a creer en lo que
nunca quise creer. El comodín vive, con el mismo tamaño de cada azulejo.
En un muro del pasillo. Nunca lo he visto así. Gigante. Y no
llevo el Rayo de Zeus. Apenas soy un humano con esqueleto a remate. Saldo a
favor de un personaje que sigue sin mirarme a los ojos. Silencioso. Quieto. Quisiera
saber de su carta blanca. Si es la lista para arremeter inocencia o el listado
para asegurarse un candidato al fuego. Lo veo moverse de un espacio a otro, paredes,
muebles, cuadros, ventanas, utensilios. Su proporción va cambiando. Crece y
disminuye de acuerdo a la guarida elegida. El Joker es todas las combinaciones.