El mantel

Feo, como la restauración fallida de un cuadro añejo. Feo. De plástico. Socio para incendiarse con una brasa de mis cigarros. Sin embargo, útil. Para no lavar a mano cuando las manchas lo transforman en escenario de vampiro tonto. Plagando de manchones, el mantel. Colorido en su superficie de cenizas, mermelada, malta y más. 

Decorado con gigantescos lunares negros. Lo compré como saldo de supermercado, esos que mienten en ofertas y dos por uno. Esos donde empleados de hueso cansado ya no tienen vitalidad para mirarte a los ojos. Suerte de láser para consagrar productos. Necesidades o deseos. Deseos o necesidades. Deseos. Que perseguirán aún en la cima del Aconcagua. 

Nadie puede negarse a sí mismo. 

Se sacude con cierta dificultad, el plástico no es benéfico en conjunción con viento. Pero se limpia fácil. Apenas una rejilla húmeda es feroz. Tardé en elegir el estampado del mantel. Los lunares rojos eran una invitación enérgica. Ganaron los lunares negros. Grandes al igual que una pelota de futbol. El fondo blanco es una pincelada con timidez y respeto hacia los círculos. Un sube y baja incapaz de subirse. Alimentando una peculiar simetría. 

Lo quemé tres veces. Cuando esas chispas atraviesan el aire para confundirse con el plástico. Cigarros fieles a quemar. Primero, mis pulmones. Luego, aquello que los seduce. Y la ceniza mancha, aunque me habían afirmado que no lo hacía. El plástico se infecta con la rapidez de mi rutina. Otra vez, el trapo. Cansancio de avance sin espadas. Pero es mejor que lavar tela. Cada tres días. 

La mesa es circular, pequeña. Cuatro patas. A veces imagino que pasaría si una de ellas faltara. Quizá el trabajo de un ilusionista caería al suelo, borrando intentos de galera. Apoyo la taza con café en un lunar. El negro sabe ocultar manchas. 

A pesar del tamaño de los lunares, quiero contar los que puedo ver, hasta donde llegan, atrapados en servicio y en fealdad. Pasatiempos para conquistar las horas que aguardan en silencio. Domingo nublado eléctricamente para devorar amagues de contemplar caras, objetos, animales. El día domingo no resucita humores de celebración. Fértil para despistar, en este momento, la luz y el calor. Hoy no existe sutileza ni satisfacción. Mis juegos vacíos, semejantes a un morador de casa fría. Un mortal en la patria de Medusa. Contar unos pocos lunares. Que tocaré.

Al primer lunar, al primer contacto con mi dedo, un espejo. Veo para un lado y para otro, en la espera dramática de otro ser humano. Capaz de decirme que es tan sólo un círculo negro. Y no lo es, no lo está siendo. 

Me acerco al reflejo. Soy yo misma, con cara retorcida en umbral de venganza. Por el hombre que dejó de hablarme, luego de te quieros. Un cobarde con hijo y esposa. Mi cara retorcida en apuesta de envíos vulgares, bombas militares, destrucción de columnas familiares. Pero no hubo disparos ni botón. No lo hice. Ahora me doy cuenta que jamás lo haré. 

Otro reflejo. Un jinete con la urgencia de quien galopa con ambición de tiro al blanco. Imagino sus latidos bestiales. Su velocidad en cuerpo. Pienso que no tiene cinta de llegada. Aunque en su marcha, flores y premios se apresuran hacia él. 

Otro lunar. Por su escritorio parece un juez. Lee algo opulento. No me observa. Habla sin que yo pueda escucharlo. Habla mucho. Leo sus labios pausados, solemnes. Pero no advierto que está diciendo. 

Por ello, el próximo será el final. Pues las visiones del mantel hunden mi libertad de apariencia múltiple. Mis manos temblorosas. Que han crecido con cada personaje. Que están cruzando el peligro. 

Toco. Observo hombres masticando monedas negras. A cada instante. Engulliéndo el metal, semejantes a un corazón que no otorga más sangre. Avaros de panza gruesa, así los veo. 
Saco el mantel con la ferocidad de un infectado de miedo y de bronca. Cae al piso sin darse vuelta. Más reflejos. Mayor el abismo. Mayor mi cobardía. 

Me habitan. Y no puedo negarme a mí misma. 




Balada para la Bella Durmiente

"(...) y al mirarte así, el fuego encendió mi corazón (...)"

No lo leí en una web o una revista. Aunque he tomado algunas cosas de ellas. Será mi primera vez. No sé, nunca supe. Jamás me interesó. Porque no creía. Y en el nuevo tránsito que elijo veré si he de creer o de reírme. 

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento esta práctica debe estar prohibida. No tengo la certeza de que sea exactamente la que hoy realizaré. Prohibiciones por artes de Babilonios y Egipcios. Por mujeres poseídas por demonios o visiones. 

Una vela azul y una rosa roja. Un papel pequeño y blanco. Un plato decorado con uvas rosas, de mi madre. Una copa de vino. Un cuenco con miel. En la mesa ratona. 

Mi casa lee santos. En las paredes, imágenes de artistas que se deliraron con las mujeres y los hombres, se supone, más cercanos a Dios. Regalos de mi madre, expectantes por una creencia que se conjugue al menos en mi voz. No lo logró. Sin embargo, me gustan las aureolas blancas y amarillas. Los respeto con un extraño respeto que me hace, a veces, pensarlos como llaves. Llaves que abrirán a creyentes a esa Fe que se escribe con mayúscula. 

Se sugiere que primero, los elementos correctamente ubicados en la mesa. La copa de vino no forma parte del ritual, la bebo. Dispongo el plato en el centro, como una cara insólita, particular en su generación de frutos y hojas. La rosa azul y el cuenco con miel, a cada lado del plato. Es momento del papel. Se dice que los sueños, al escribirse, tienen más fuerza para volverse realidad. Escribo. Ahora una oración desesperada. Como la estrofa de un juglar perdido entre las sombras. 

La vela en el medio del plato. Repito mi petición con voz desaforada. La misma que lanzaría un talón herido. Cierro los ojos. Continúo. Hasta no encontrar sentido a aquello que recito. Entonces, me levanto. Bailo. Con las piernas firmes en el suelo y los brazos histéricos. La histeria no tarda en someter a mis piernas. Me detengo y mis párpados se abren con el entusiasmo de un andariego. Algo es diferente. No logro identificar qué. 

Enciendo la vela azul, alargada. Su llama es completamente azul. Completamente. No soy en la capacidad de horrorizarme por un color. Una anomalía que, seguramente, exalta dientes para hipotetizar lo obvio. Pequeño el fuego. Tanto que debo orbitar alrededor de su débil calor. Apenas la yema, apenas mi grito. Apenas mis huesos hundidos en la esperanza de que esto funcione. 

La cera cae sobre la dimensión de la vela. Caídas que parecen lágrimas. Que se derraman, llegando hasta el plato. Se reproducen como cuerdas de un Orfeo equivocado y sufriente. Y con cada lágrima, un sonido. Afirmaciones de caídas a aire cerrado. No identifico. Sigo, seguiré contemplando las figuras de la cera azul. Ninguna línea se corta, absolutamente todas aterrizan en el plato. Dibujan en la base del plato curvas, formando una totalidad sin identidad. No veo el principio de un animal, de un objeto. Ni siquiera la aventura de una nube.

No dejo de contemplar la llama, la cera, el azul. Hipnosis de principiante. Sin péndulos en los bolsillos. Aún así, escucho ruidos. Como partidarios de las lágrimas de cera. La llama se cierra y se abre diminuta. En este momento, es amarilla. No alcanza a destaparse en humo. Sí irradia una extraña claridad que devora con velocidad la vela. Creo que falta poco. Cuando esté por disolverse, quemaré el deseo en mi papel. El tiempo es rápido como la cera. Al igual que los sonidos que persisten. Al unísono de las lágrimas. 

Se quema mi pedido, ceniza a ceniza, partes que debo conectar certeramente con el fuego. Casi lo logro, queda un diminuto pedazo de hoja. Al darlo vuelta, una palabra. Firme, atrincherada en mi dolor y en el enigma. En mi soledad. Una sola palabra. Ocho letras, que me obligaron desde chica y me atormentan desde afuera. 

Mosaicos delatados. Vidrios quebrados. Madera astillada. Cada santo ha caído con cada lágrima de mi vela azul. 

Ocho letras. Príncipe. 



Las caras de la heladera

"Cada hombre tiene el derecho de elegir su propio destino", Bob Marley. 


Un estante de la heladera está roto. Falta pues lo saqué. Su abandono provoca que la comida se forje como una nebulosa sin calor. Expulsando frío. Tanto que estoy dispuesto a un arreglo; arreglo incapaz de provocar por mi cuenta. Cuando abro la heladera, un torrente de aire helado y furioso sacude mi piel. Por sólo un estante que no está. Que hace más grande al artefacto. El motor suena como las Furias susurrando un crimen. Mis manos sin capacidad para solución ni buena suerte. 

Comida enlatada. Holgazanería de una Venus caprichosa por trucos de amantes. El horno es un olvido elegido. No me gusta cocinar. Y si los zombies arriban tendré provisiones. Servicio de cigarro, licor, vino, cerveza. Dulces. Latas de duraznos y peras en almíbar. Sopas Maruchan, cuando me arriesgo a las hornallas. Sin embargo, camino sobre una heladera con un estante de rejas ausente. Gélido el camino. Al igual que el dinero que se escapó el mes pasado. Imposible un aliado para reparar el estante. 

Quiero una manzana roja. Ansiedad de serpiente alada. La única prohibición que consumo es no poder abrir un electrodoméstico brutal, como la cima nevada de una montaña. Mi ilusión es que la montaña sea tan empinada que termine por caer. Y lo normal retornará a lo normal. Mientras, el pullover. El pantalón de frisa. Lo precavido y lo molesto. Maraña de hilos congelados que no puedo desarmar. Semejante a un bufón le grito sus verdades. Su traición. Su estúpido enrejado sin presencia. La abro en un envión que asustaría a Olímpicos y Titanes. 

Refriego mis ojos. En el vacío entre un estante y otro. En la pulsación concerniente a fábulas.  Que no entiendo y desconozco: veo. Gusto a mediano. Una mesa rectangular. Donde, sentados, tipos con caras deformen parecen hablar. Dentro de mi heladera, tipos sin congelarse ni aceptar mi presencia. Cierro la heladera.

Cuento hasta once con voz alta. Agarro el único rosario que conservo de mi abuela. Cuentas de madera violeta, engarzadas por eslabones de plata, terminando en una cruz, sin Cristo doliente. Mi cuello comienza en fe y en pedido. Si es mi mente o si es aquello que se transformará en confidencia a quienes lo merecen. Hálito de coraje. Tomo la puerta. 

Abierta a mujeres y hombres de moda repetida. Incluso de paso similar. Algunos llevan marcos con leyendas que no puedo identificar. Otros, trofeos. Más grandes, más chicos. La mayoría aplaude a unos pocos, que saludan con la mano, sonriendo con sonrisas anchas. Detrás, un portón abierto. Suena un timbre. Los hombres y las mujeres corren hacia la apertura. Arriba de ella, un reloj. Cierro la heladera. 

Ciertos libros podrán dar cuenta de mis visiones, pero es mi vivencia la que realmente enseñará. Sobre lo que sea que estoy viendo. Sobre lo que comprendo que estoy viendo. Brote con definición de un anciano aprendiz. Tal vez, al mirarme en el espejo sea eso, un anciano. Con preferencia de vista corta para no continuar con más escenarios. Pero. Preparado, camino hacia el artefacto. 

Puerta abierta, división intensa entre rejilla y rejilla, la dimensión exacta para carros de chapa, se acumulan en esperanza, quizá. Mujeres y hombres son llevados por carruajes saturados de cartones y papeles. No llevan guantes ni máscaras. Deambulan. Mirando al suelo, es decir, a las rejas blancas. Con andar lento. No existe puerta detrás de ellos. Solamente una ventana circular y limitada. Cada tanto la contemplan. Se paran a veces, acomodan sus cartones y papeles. Cierro la heladera. 

Ya es lo suficiente que puedo observar dentro de un electrodoméstico. Aún así, es nuevamente, mi intriga. Interés de film sin discreción. Predisposición a pantallas para saturar llagas y tormentos. Aprieto fuerte mi rosario. Mi Jesús de Caná, bailando y riendo con vino en odres nuevos. Quiero seguir abriendo. 

Aliento congelado. El estante enrejado sin presencia. Me encuentro frente a un laberinto de muros altos. Cerrado. Mujeres y hombres de diversas edades lloran o gritan o permanecen en silencio. También mujeres y hombres con ambos. Algunos parecen enfermeros, aplican inyecciones gruesas en brazos. Algunos parecen médicos. Cintas que llaman de contención, sujetando a las camas. Cierro la puerta blanca. 

Decreto que será mi última vez. Abro. Un pequeño pozo de agua. Baldes que se agitan en la búsqueda del líquido. Debajo, no hay rejillas blancas. Tierra ansiosa de pasto, de flores, de lluvia. No siento frío, un calor irracional entroniza mi piel. Como si ardiera. A pique esos seres. A filo completo. Ropas que dicen Dell, Samsung, Sony. Just do it, en numerosos pantalones. Me alejo, cumpliendo mi decreto. Los seres humanos, que acabo de ver, tienen mi cara. 


El hombre debajo de la frazada negra


Sin ruidos, sin puertas abriéndose solas, sin llantos ni gritos. Cascarones astrales o fantasmas o espíritus, dependiendo del humor del morador o el invitado. No creo en muertos arrojados de su tumba, inquietos, mientras los más pesados aún visten y tiran objetos. El monoambiente es mudez de hierro.

Una cama para alojar sueños o pesadillas o una mezcla de ambas. Recuerdo poco de aquello que sueño; cada escenario, elemento, personaje: soy yo mismo. Sin psicología barata y zapatos de goma, a lo Charly García, sólo me queda el intento, el acceso a mi último pensamiento en vigilia y al primer pensamiento al despertar. Para intentar comprender algo. Para una brújula con anhelos de más, de cuaderno rojo donde escribir los artilugios de Morfeo.

Los dientes del frío conquistan el espacio. Al igual que mi cansancio. En las películas de terror cuando las luces se apagan solas es un mal augurio. Mientras es un buen azar apagarlas por mí mismo. Tampoco creo en velas ni lámparas de sal. Sí en mis aciertos de jamás mirar a los ojos. La luna refleja la luz del sol y confunde. Supongo que de eso se trata, confundir, ocultar. Nunca lo supe realmente.

Mi celular suena poco. Mis padres, mis hermanas. Algunos clientes de la editorial. El resto de los mortales han sido sacudidos o aliviados por mi silencio abrupto. No sé por qué lo hago. Pero sé que debo hacerlo. Distancia. Un vals donde siempre soy el perdedor, a fin de cuentas. No puedo incendiar Roma, no tengo la valentía. En mi leyenda de Wsp decreto: “falta ginebra y sobran boludos”. Ginebra nunca me falta, en eventos se arroja a mis breves discursos en la presentación de libros. Una mujer loca del pasado me dijo que los boludos solamente duermen, y que cuando las aguas desborden despertarán a los dormidos. Una mujer de esperanza, estéril considero. Una mujer loca, creyente de la magia y esas bijuterías.

Ser maestro de escuela agobia, a pesar de las ocho horas ganadas por los mártires de Chicago. Pienso en la elección alborotada por no caminar sobre las brasas de los fieles. Los herejes me caen simpáticos. Pero no creo en el delirio. Soy un hijo o un hermano o un editor. El cisne blanco con mi naipe filoso, detrás del telón, para aquellos que se acercaron con fiebre de amistad o de pasión.

Dentro de la cama, la mente no olvida. Lo que no mencioné, lo que he de mencionar. Lo que debería haber hecho, lo que debería hacer. Fantasías con puntuación de bestia. Parásitos mentales donde naufragar. Pero dormir adormece.

Me han enseñado un truco. Consuelo de pensarme, constantemente, a mí mismo. Las naves se queman cuando tapo hasta mi cabeza con la frazada. A pesar de la lana envolvente, respiro bien. Me duermo con la velocidad de una sirena tentando a marineros. Manta negra cubriendo mi totalidad. Negra. Como un detective de ingenio y vodka. Más otros sórdidos secretos que sólo algunos lectores develarán. O no.

Escondido en la frazada. Ojos cerrados. Probablemente, no me acuerdo de mis sueños porque camino entre ensoñaciones. Cubierto de tela en la cama, comienzan inevitables intermitencias en mis párpados. Cierro y abro los ojos. Veo lo que veo. Con la escasa capacidad de mi vista. Extiendo la lana. Alzando los brazos para ver mejor. Una suerte de carpa improvisada. Para el asombro, de domadores vencidos en justa ley, que me ataca.

Veo lo que veo que estoy mirando. Continúo con la cara debajo de la lana. Veo lagartijas de poco tamaño. Son de fuego. Rápidas. Ágiles. De cola larga y cuatro piernas. Lenguas largas que podrían herirme pero no lo hacen. Juguetean. Se tocan en una danza divertida. No queman absolutamente nada. Pienso si bailan para mi suerte o mi locura. Extiendo más mis brazos. Esto, singular, ardiente, no es parte de un sueño de despiertos o dormidos. Estoy agudo. Atento. Algunas lagartijas me observan entre chispazos. Me destapo.

La curiosidad decretará una vida más. Tal vez. Vuelvo a taparme el cuerpo, la cabeza, con la frazada. Y veo lo que veo que estoy mirando. Hombrecitos pequeños, de vestimenta colorida, algunos jóvenes, algunos ancianos cuyas barbas blancas rodean ostensible experiencia. Aparecen y desaparecen, ríen, arrojan puñados de tierra. Los siento caer en mi pecho. Mis brazos tan altos para no desaparecerme en detalles ni muecas de los extraños hombres pequeñitos.

Me levanto. Mi ginebra en la fidelidad de años. Un trago largo. Respirar de una manera desconocida. Tan profunda, tan intensa. En mi remera, manchas de tierra. Intento atrapar un recuerdo que revele la naturaleza de estos seres. Que esperan debajo de la lana negra. O quizá se han ido. Porque su peor enemigo es mi ginebra. Quizá no volverán. No les tengo miedo. Aunque por momentos me contemplan de frente. Directo a los ojos. Yo aparto la mirada.

No bebo más, para seguir aturdido en la contradicción de continuar o no debajo de la manta. Una encrucijada, que promete caminos de honestidad que nunca tuve. Mis naves no han sido quemadas, flotan en la superficie calma, mientras, en la profundidad, nazco eternamente en tempestad. A nadie podré contar. Seres de fuego, seres con tierra. Cuando me tapo completamente con la lana sobrevienen. Me duelen los brazos por convertirse en columnas, de un espectáculo con llamas y tierra.  

Regreso a la manta negra. Nada en el frente ni en los costados. Entonces, leve humo blanco. Bello. Dibujando formas armoniosas. Lentamente. Con delicadeza. Van venciendo en trazos que forjan sus cuerpos. Con círculos. Con líneas zigzagueantes. No son organismos como el mío. Etéreos. Sutiles. Justicia para darme cuenta de que son femeninos y masculinos. Cabelleras largas. Piernas confundidas en el humo blanco. No aguanto.

A superficie, nuevamente. A resguardo de la belleza que ahora sí me aterra. Pues no creo, nunca creí, en mi nombre de “León de Dios”, en que tengo un nombre oculto, en que las luminarias inclinan por nacimiento, cartas, símbolos, bijuterí. Y, sobre todo, nunca creí en la intensidad.

Una serpiente mordiéndose la cola, me dijo la mujer loca y atractiva, Ouroboros, el ciclo eterno, le llamó. No le creí. Sin embargo, así me siento. Espiral frente a cualquier negación, a cualquier hipótesis, cuyos caminos conducen al misterio. Volveré. Para definirme en víctima. El horror de que me observen directo a los ojos. Desnudándome sin acceso a redención.

Regreso para arroparme por entero. Nada. Solamente negro. Grado a grado, como un péndulo débil, se presentan. Lo negro se torna celeste como el océano. Seres parecidos a los del humo blanco. Pero son de agua. Cuerpos indefinibles, en este momento. Tenues al principio. Ganando dimensión, más tarde. Nadadores astutos, diestros. Como fenicios con carisma de mares. Se forman y deforman de acuerdo a sus movimientos. Venturosos, distinguidos. Gotas caen en la boca de mi estómago.

Mi cara poseída por el frío. Soy vencido, temeroso. Vi lo que vi que estuve mirando. Seres de fuego, tierra, aire y agua, supongo. Un trago largo. Un cigarro. Arrancar la frazada violentamente. Y advertir que es eso, una frazada negra. La mujer loca creía en mucho. En los Elementales, seres de los Cuatro Elementos, me dijo una vez. No le creí.  

   

Piel

Frente a los nervios mi piel se brota. Comienza con pequeños granitos hasta alcanzar el tamaño de lunares. Y continúa. Ronchas como emperadores cuyas condenas se dirigen a mis brazos, mi espalda, mi panza y por último, mis piernas. Cubriendo casi todo lo que soy. La picazón anticipa la inyección de corticoides. Mientras, no quiero mirar, no quiero saber. Rasco sobre mi ropa, que me envuelve al igual que un Taureg sortea las tretas del misterioso desierto. 

No sé si el rojo de mi cuerpo es austero en su invasión o domina autoritario. Pica más. Sin camisa y pantalón, lo sé, tendría repuestas. Pero dije antes, no quiero mirar. Desde la adolescencia hasta ahora, aquello que no sé cómo llamar, me hostiga la alergia. Jamás en mi cara, tal vez, se cree refinada y compasiva. Refinamiento con prohibiciones de paciencia y alivio. 

No tengo los remedios. Pero la ambulancia al dente. Sin embargo, primero debo contemplar el estado de mi cuerpo, antes de que las luces verdes me halaguen con la inyección. Luego, dormir. Luego, despertar con recetas e indicaciones. La piel es el órgano más grande. También, dicen, es el límite con el afuera, en la estrategia de vitalizar la identidad, un límite, un auxilio, una compañera de fidelidad. Eso dicen. 

Erupciona. Me atrapa. Me encarcela. Quizá ríe estrechando sus garras a mi asco. Mi ropa ha de caer, para llamar a la ambulación. Voy despacio. Con ojos cerrados, arremango los puños de la camisa hasta mi codo. Con eso basta. Sin visión ni tacto, elijo. Aún es temprano para abrirme en mayor resignación. Fijeza, en mis párpados sin valentía. Picazón que siento para aterrizar con Caronte y disolvernos en el río Estigia.  

No tengo la fiereza de un cocodrilo. Permanezco sin ver. Me rasco con el entusiasmo de quien ha encontrado el Grial. Me rasco como si el mundo se exagerase en mi organismo. Pestañeo hacia otro lado. Donde estoy a salvo, donde no está mi piel ni yo. El ventanal y el árbol, cuyas raíces destrozan, en bendición, las veredas. 

Tres exhalaciones e inhalaciones profundas. Con estilo de agobio y de miedo. Finalmente, abro mis ojos hacia el picor que escondía la camisa. No hay granos, no hay ronchas. Ni siquiera hay rojo. Hay ellos. Solamente. El delirio en emboscada a lo usual. Son extremadamente minúsculos. Numerosos. Mi noche oscura mientras el sol inflama a la Tierra. En mi brazo, hombres sin caras, con trajes negros. Apuntando con el dedo a cada distancia. En andar alborotado sobre mi piel. Señalando casi todo lo que soy.