El hombre debajo de la frazada negra


Sin ruidos, sin puertas abriéndose solas, sin llantos ni gritos. Cascarones astrales o fantasmas o espíritus, dependiendo del humor del morador o el invitado. No creo en muertos arrojados de su tumba, inquietos, mientras los más pesados aún visten y tiran objetos. El monoambiente es mudez de hierro.

Una cama para alojar sueños o pesadillas o una mezcla de ambas. Recuerdo poco de aquello que sueño; cada escenario, elemento, personaje: soy yo mismo. Sin psicología barata y zapatos de goma, a lo Charly García, sólo me queda el intento, el acceso a mi último pensamiento en vigilia y al primer pensamiento al despertar. Para intentar comprender algo. Para una brújula con anhelos de más, de cuaderno rojo donde escribir los artilugios de Morfeo.

Los dientes del frío conquistan el espacio. Al igual que mi cansancio. En las películas de terror cuando las luces se apagan solas es un mal augurio. Mientras es un buen azar apagarlas por mí mismo. Tampoco creo en velas ni lámparas de sal. Sí en mis aciertos de jamás mirar a los ojos. La luna refleja la luz del sol y confunde. Supongo que de eso se trata, confundir, ocultar. Nunca lo supe realmente.

Mi celular suena poco. Mis padres, mis hermanas. Algunos clientes de la editorial. El resto de los mortales han sido sacudidos o aliviados por mi silencio abrupto. No sé por qué lo hago. Pero sé que debo hacerlo. Distancia. Un vals donde siempre soy el perdedor, a fin de cuentas. No puedo incendiar Roma, no tengo la valentía. En mi leyenda de Wsp decreto: “falta ginebra y sobran boludos”. Ginebra nunca me falta, en eventos se arroja a mis breves discursos en la presentación de libros. Una mujer loca del pasado me dijo que los boludos solamente duermen, y que cuando las aguas desborden despertarán a los dormidos. Una mujer de esperanza, estéril considero. Una mujer loca, creyente de la magia y esas bijuterías.

Ser maestro de escuela agobia, a pesar de las ocho horas ganadas por los mártires de Chicago. Pienso en la elección alborotada por no caminar sobre las brasas de los fieles. Los herejes me caen simpáticos. Pero no creo en el delirio. Soy un hijo o un hermano o un editor. El cisne blanco con mi naipe filoso, detrás del telón, para aquellos que se acercaron con fiebre de amistad o de pasión.

Dentro de la cama, la mente no olvida. Lo que no mencioné, lo que he de mencionar. Lo que debería haber hecho, lo que debería hacer. Fantasías con puntuación de bestia. Parásitos mentales donde naufragar. Pero dormir adormece.

Me han enseñado un truco. Consuelo de pensarme, constantemente, a mí mismo. Las naves se queman cuando tapo hasta mi cabeza con la frazada. A pesar de la lana envolvente, respiro bien. Me duermo con la velocidad de una sirena tentando a marineros. Manta negra cubriendo mi totalidad. Negra. Como un detective de ingenio y vodka. Más otros sórdidos secretos que sólo algunos lectores develarán. O no.

Escondido en la frazada. Ojos cerrados. Probablemente, no me acuerdo de mis sueños porque camino entre ensoñaciones. Cubierto de tela en la cama, comienzan inevitables intermitencias en mis párpados. Cierro y abro los ojos. Veo lo que veo. Con la escasa capacidad de mi vista. Extiendo la lana. Alzando los brazos para ver mejor. Una suerte de carpa improvisada. Para el asombro, de domadores vencidos en justa ley, que me ataca.

Veo lo que veo que estoy mirando. Continúo con la cara debajo de la lana. Veo lagartijas de poco tamaño. Son de fuego. Rápidas. Ágiles. De cola larga y cuatro piernas. Lenguas largas que podrían herirme pero no lo hacen. Juguetean. Se tocan en una danza divertida. No queman absolutamente nada. Pienso si bailan para mi suerte o mi locura. Extiendo más mis brazos. Esto, singular, ardiente, no es parte de un sueño de despiertos o dormidos. Estoy agudo. Atento. Algunas lagartijas me observan entre chispazos. Me destapo.

La curiosidad decretará una vida más. Tal vez. Vuelvo a taparme el cuerpo, la cabeza, con la frazada. Y veo lo que veo que estoy mirando. Hombrecitos pequeños, de vestimenta colorida, algunos jóvenes, algunos ancianos cuyas barbas blancas rodean ostensible experiencia. Aparecen y desaparecen, ríen, arrojan puñados de tierra. Los siento caer en mi pecho. Mis brazos tan altos para no desaparecerme en detalles ni muecas de los extraños hombres pequeñitos.

Me levanto. Mi ginebra en la fidelidad de años. Un trago largo. Respirar de una manera desconocida. Tan profunda, tan intensa. En mi remera, manchas de tierra. Intento atrapar un recuerdo que revele la naturaleza de estos seres. Que esperan debajo de la lana negra. O quizá se han ido. Porque su peor enemigo es mi ginebra. Quizá no volverán. No les tengo miedo. Aunque por momentos me contemplan de frente. Directo a los ojos. Yo aparto la mirada.

No bebo más, para seguir aturdido en la contradicción de continuar o no debajo de la manta. Una encrucijada, que promete caminos de honestidad que nunca tuve. Mis naves no han sido quemadas, flotan en la superficie calma, mientras, en la profundidad, nazco eternamente en tempestad. A nadie podré contar. Seres de fuego, seres con tierra. Cuando me tapo completamente con la lana sobrevienen. Me duelen los brazos por convertirse en columnas, de un espectáculo con llamas y tierra.  

Regreso a la manta negra. Nada en el frente ni en los costados. Entonces, leve humo blanco. Bello. Dibujando formas armoniosas. Lentamente. Con delicadeza. Van venciendo en trazos que forjan sus cuerpos. Con círculos. Con líneas zigzagueantes. No son organismos como el mío. Etéreos. Sutiles. Justicia para darme cuenta de que son femeninos y masculinos. Cabelleras largas. Piernas confundidas en el humo blanco. No aguanto.

A superficie, nuevamente. A resguardo de la belleza que ahora sí me aterra. Pues no creo, nunca creí, en mi nombre de “León de Dios”, en que tengo un nombre oculto, en que las luminarias inclinan por nacimiento, cartas, símbolos, bijuterí. Y, sobre todo, nunca creí en la intensidad.

Una serpiente mordiéndose la cola, me dijo la mujer loca y atractiva, Ouroboros, el ciclo eterno, le llamó. No le creí. Sin embargo, así me siento. Espiral frente a cualquier negación, a cualquier hipótesis, cuyos caminos conducen al misterio. Volveré. Para definirme en víctima. El horror de que me observen directo a los ojos. Desnudándome sin acceso a redención.

Regreso para arroparme por entero. Nada. Solamente negro. Grado a grado, como un péndulo débil, se presentan. Lo negro se torna celeste como el océano. Seres parecidos a los del humo blanco. Pero son de agua. Cuerpos indefinibles, en este momento. Tenues al principio. Ganando dimensión, más tarde. Nadadores astutos, diestros. Como fenicios con carisma de mares. Se forman y deforman de acuerdo a sus movimientos. Venturosos, distinguidos. Gotas caen en la boca de mi estómago.

Mi cara poseída por el frío. Soy vencido, temeroso. Vi lo que vi que estuve mirando. Seres de fuego, tierra, aire y agua, supongo. Un trago largo. Un cigarro. Arrancar la frazada violentamente. Y advertir que es eso, una frazada negra. La mujer loca creía en mucho. En los Elementales, seres de los Cuatro Elementos, me dijo una vez. No le creí.