Balada para la Bella Durmiente

"(...) y al mirarte así, el fuego encendió mi corazón (...)"

No lo leí en una web o una revista. Aunque he tomado algunas cosas de ellas. Será mi primera vez. No sé, nunca supe. Jamás me interesó. Porque no creía. Y en el nuevo tránsito que elijo veré si he de creer o de reírme. 

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento esta práctica debe estar prohibida. No tengo la certeza de que sea exactamente la que hoy realizaré. Prohibiciones por artes de Babilonios y Egipcios. Por mujeres poseídas por demonios o visiones. 

Una vela azul y una rosa roja. Un papel pequeño y blanco. Un plato decorado con uvas rosas, de mi madre. Una copa de vino. Un cuenco con miel. En la mesa ratona. 

Mi casa lee santos. En las paredes, imágenes de artistas que se deliraron con las mujeres y los hombres, se supone, más cercanos a Dios. Regalos de mi madre, expectantes por una creencia que se conjugue al menos en mi voz. No lo logró. Sin embargo, me gustan las aureolas blancas y amarillas. Los respeto con un extraño respeto que me hace, a veces, pensarlos como llaves. Llaves que abrirán a creyentes a esa Fe que se escribe con mayúscula. 

Se sugiere que primero, los elementos correctamente ubicados en la mesa. La copa de vino no forma parte del ritual, la bebo. Dispongo el plato en el centro, como una cara insólita, particular en su generación de frutos y hojas. La rosa azul y el cuenco con miel, a cada lado del plato. Es momento del papel. Se dice que los sueños, al escribirse, tienen más fuerza para volverse realidad. Escribo. Ahora una oración desesperada. Como la estrofa de un juglar perdido entre las sombras. 

La vela en el medio del plato. Repito mi petición con voz desaforada. La misma que lanzaría un talón herido. Cierro los ojos. Continúo. Hasta no encontrar sentido a aquello que recito. Entonces, me levanto. Bailo. Con las piernas firmes en el suelo y los brazos histéricos. La histeria no tarda en someter a mis piernas. Me detengo y mis párpados se abren con el entusiasmo de un andariego. Algo es diferente. No logro identificar qué. 

Enciendo la vela azul, alargada. Su llama es completamente azul. Completamente. No soy en la capacidad de horrorizarme por un color. Una anomalía que, seguramente, exalta dientes para hipotetizar lo obvio. Pequeño el fuego. Tanto que debo orbitar alrededor de su débil calor. Apenas la yema, apenas mi grito. Apenas mis huesos hundidos en la esperanza de que esto funcione. 

La cera cae sobre la dimensión de la vela. Caídas que parecen lágrimas. Que se derraman, llegando hasta el plato. Se reproducen como cuerdas de un Orfeo equivocado y sufriente. Y con cada lágrima, un sonido. Afirmaciones de caídas a aire cerrado. No identifico. Sigo, seguiré contemplando las figuras de la cera azul. Ninguna línea se corta, absolutamente todas aterrizan en el plato. Dibujan en la base del plato curvas, formando una totalidad sin identidad. No veo el principio de un animal, de un objeto. Ni siquiera la aventura de una nube.

No dejo de contemplar la llama, la cera, el azul. Hipnosis de principiante. Sin péndulos en los bolsillos. Aún así, escucho ruidos. Como partidarios de las lágrimas de cera. La llama se cierra y se abre diminuta. En este momento, es amarilla. No alcanza a destaparse en humo. Sí irradia una extraña claridad que devora con velocidad la vela. Creo que falta poco. Cuando esté por disolverse, quemaré el deseo en mi papel. El tiempo es rápido como la cera. Al igual que los sonidos que persisten. Al unísono de las lágrimas. 

Se quema mi pedido, ceniza a ceniza, partes que debo conectar certeramente con el fuego. Casi lo logro, queda un diminuto pedazo de hoja. Al darlo vuelta, una palabra. Firme, atrincherada en mi dolor y en el enigma. En mi soledad. Una sola palabra. Ocho letras, que me obligaron desde chica y me atormentan desde afuera. 

Mosaicos delatados. Vidrios quebrados. Madera astillada. Cada santo ha caído con cada lágrima de mi vela azul. 

Ocho letras. Príncipe.