Piel

Frente a los nervios mi piel se brota. Comienza con pequeños granitos hasta alcanzar el tamaño de lunares. Y continúa. Ronchas como emperadores cuyas condenas se dirigen a mis brazos, mi espalda, mi panza y por último, mis piernas. Cubriendo casi todo lo que soy. La picazón anticipa la inyección de corticoides. Mientras, no quiero mirar, no quiero saber. Rasco sobre mi ropa, que me envuelve al igual que un Taureg sortea las tretas del misterioso desierto. 

No sé si el rojo de mi cuerpo es austero en su invasión o domina autoritario. Pica más. Sin camisa y pantalón, lo sé, tendría repuestas. Pero dije antes, no quiero mirar. Desde la adolescencia hasta ahora, aquello que no sé cómo llamar, me hostiga la alergia. Jamás en mi cara, tal vez, se cree refinada y compasiva. Refinamiento con prohibiciones de paciencia y alivio. 

No tengo los remedios. Pero la ambulancia al dente. Sin embargo, primero debo contemplar el estado de mi cuerpo, antes de que las luces verdes me halaguen con la inyección. Luego, dormir. Luego, despertar con recetas e indicaciones. La piel es el órgano más grande. También, dicen, es el límite con el afuera, en la estrategia de vitalizar la identidad, un límite, un auxilio, una compañera de fidelidad. Eso dicen. 

Erupciona. Me atrapa. Me encarcela. Quizá ríe estrechando sus garras a mi asco. Mi ropa ha de caer, para llamar a la ambulación. Voy despacio. Con ojos cerrados, arremango los puños de la camisa hasta mi codo. Con eso basta. Sin visión ni tacto, elijo. Aún es temprano para abrirme en mayor resignación. Fijeza, en mis párpados sin valentía. Picazón que siento para aterrizar con Caronte y disolvernos en el río Estigia.  

No tengo la fiereza de un cocodrilo. Permanezco sin ver. Me rasco con el entusiasmo de quien ha encontrado el Grial. Me rasco como si el mundo se exagerase en mi organismo. Pestañeo hacia otro lado. Donde estoy a salvo, donde no está mi piel ni yo. El ventanal y el árbol, cuyas raíces destrozan, en bendición, las veredas. 

Tres exhalaciones e inhalaciones profundas. Con estilo de agobio y de miedo. Finalmente, abro mis ojos hacia el picor que escondía la camisa. No hay granos, no hay ronchas. Ni siquiera hay rojo. Hay ellos. Solamente. El delirio en emboscada a lo usual. Son extremadamente minúsculos. Numerosos. Mi noche oscura mientras el sol inflama a la Tierra. En mi brazo, hombres sin caras, con trajes negros. Apuntando con el dedo a cada distancia. En andar alborotado sobre mi piel. Señalando casi todo lo que soy.