El orgasmo de Ravel


-a Jorge Donn-


Pero Jorge no estaba. Desde la mesa larga, forrada con un mantel llamativo de letras chinas, el coreógrafo Maurice Béjart era visto como un trueno, desde la quietud cada tanto un movimiento súbito, eléctrico, emocional, ofrendado a los postulantes y celebrado por sus colaboradores. Veinte bailarines dejaron el alma sobre el piso de madera, los espejos que rodeaban, el techo de ladrillos y la iluminación pesada. Emilio fue el último en presentarse. Costó entenderse porque sólo sabía algunas palabras francesas y algunas expresiones del inglés. Y el único argentino del Béjart Ballet Lausanne, su bailarín estrella, en ese momento no estaba. El pianista comenzó a interpretar. Era Ravel, una de sus primeras composiciones, adaptada al piano y al gusto del coreógrafo. Emilio se paró en el centro, cerró los ojos, llamó a Terpsícore, entregó su danza a la musa, y bailó. Al terminar hizo su reverencé, con la cabeza apenas inclinada. Maurice se levantó, caminó hacia él, se paró muy cerca, lo agarró de los brazos, con ojos grandes, infantiles, señal de que había sido elegido para reemplazar al accidentado Boris Lidor. Viajaría a Madrid con Jorge Donn y la compañía. Era el año 1989, año de la Serpiente.

En la simpleza de la habitación de hotel, invocó a Maurice Ravel y su necesario bolero, compuesto y dedicado en 1928 a la bailarina y coreógrafa Ida Rubinstein. Celebración del erotismo, evoca una danza española, de melodía y ritmo constantes gracias a la caja orquestal, en un crescendo que acaba con un orgasmo. Emilio agradeció a Terpsícore con un fuego pequeño, de vela azul. Acomodó su ropa, quizá mañana tendría suerte.  

La primera vez que vio a Jorge tuvo que ir corriendo al baño para llorar abismalmente. 

Lo sentía cerca y a la vez ausente, tan otro que es otro y que nunca podrá pertenecerle. Él no había estudiado en el Colón, Jorge sí; esa oración lo llenó de frío siempre. Pero los dos habían nacido en Buenos Aires, en El Palomar. Habían sido los raros, los sensibles, los locos. Y habían sido elegidos para la belleza. Privilegiadamente.

Durante esas cuatro semanas Donn compartió algunas cenas con los bailarines. Éstos lo observaban disimuladamente pero fatal. Su cara era angulosa, extremadamente femenina hasta la nariz, de allí hasta la mirada y la frente tenía algo de tanguero, de melancólico. El pelo rubio era otro ser, felino y resplandeciente. Un anillo gigantesco con forma de serpiente plateada. Algún dios de los griegos ha de haber sido como es él, pensaba Emilio mientras se hundía en cada detalle, en cada movimiento que el bailarín dejaba, una estela de su cuerpo astral. 

Aún en la ausencia Jorge se entregaba, aún durante pocos minutos de charla. 

Una semana antes de la presentación hablaron a solas. Jorge se alegró de que el nuevo y virtuoso bailarín sería parte del primer dueto en salir en escena con Ravel, pero más se alegró cuando supo que era argentino. También del Palomar, dijo Emilio. ¿En serio?, dijo Jorge. Sí, en serio, contestó emocionado un Emilio de veintiún años, frente a quien diez años antes, en el 79, a los treinta y dos años, había recibido el premio más importante de la danza, el Dance Magazine Award  y diez años más tarde, estaría nominado por la Fundación Kónex como uno de los mejores bailarines. Él, de cuerpo esculpido por Pigmalión. Él, de voz musical, pausada. Él, que moriría poco después que Emilio, en noviembre de 1992, en LausanneTe quedaría perfecto un pañuelo negro en el cuello, dijo Jorge. Sí, respondió Emilio. Hablá con tu cuerpo, dijo Jorge y se fue.

El Palacio de Congresos de Madrid estaba repleto de amantes de Béjart, de Donn y del ballet. También había principiantes, había periodistas, chicas invitadas por sus tías cultas, regalos de novios y novias a sus parejas, burócratas, familiares de burócratas, a fin de cuentas: gente orgullosa por presenciar El Bolero de Ravel, según Maurice Béjart, con Jorge Donn. Y Emilio López Tavani, se dijo cuando caminó entre los camarines, el bullicio brillante de los miembros del equipo, que van y vienen, algunos rezan, algunos se abrazan, ya comenzamos. 

El escenario era completamente negro. Fragmentado por una enorme mesa redonda, muy alta, muy roja. Alrededor de ella, más abajo, una fila de sillas carmesí formaba un semicírculo. Entraron Emilio y sus compañeros. Se sentaron. Se miraron entre sí con ojos húmedos. Emilio se acomodó el pañuelo negro en el cuello, se alisó el pelo corto y negro. Llamó a Terpsícore. Sabía que Jorge estaba subiendo a la mesa, se estaba preparando, estaba hablando con voz baja, se dio vuelta, los miró a todos y les dijo gracias. 

El círculo de luz fue atraído por Jorge. Se hizo más grande. Se hizo Jorge. Una melena dorada que enmarcaba su cara pintada, con las cejas profundas y delineadas, pantalón negro y torso desnudo. Su vientre vibraba. Jorge alzó los brazos. Y bailó. Intenso. Místico. Salvaje. Por momentos en conquista, por momentos en entrega. Con brazos y manos insinuó su sexo, invitó a los demás, con pies nítidos, agachado, en giros, en saltos. Como un faraón egipcio, al Cielo. Como un cisne naciente. Mostrando la espalda, promesa chispeante, mientras Emilio y su compañero entraron en la danza, y a los pocos minutos fueron cuatro los bailarines, después nueve, catorce, treinta, cuarenta. Que bordearon la mesa arrodillados. Jorge los alentó, los bailarines se pararon excitados, algunos subieron a la mesa, y al final, al estruendo: Jorge fue devorado por los bailarines. Devorado por una planta carnívora, desconocida, latente en la selva profunda, así lo vivió Emilio, ya transformado con el ritmo caliente en una flor blanca, de pétalos largos y dientes filosos.






La última broma de Eva Braun

"No hay nada más peligroso
que un burgués asustado"
Berthold Brecht

Eva está con un camisón negro, tranparente, fumando con una boquilla plateada, sobre la cama. Él se toca. Ella lo toca. Primero fueron los comunistas, luego los enfermos psiquiátricos, los anarquistas, los dirigentes sindicales, los militantes obreros, los intelectuales, después vinieron los homosexuales, los gitanos, los judíos. Por otra parte no respetó ningún Tratado. Ha invadido Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Los Países Bajos, Yugoslavia, Grecia, Hungría y finalmente la Unión Soviética. Pero Stalingrado fue el límite. El final se arrastra cerca.

La Alemania nazi es la primera nación que descargó sus bombas sobre poblaciones civiles, experimentando en España, sobre Guernica y luego Madrid; para extenderse sobre el resto del mundo que el Reich ansiaba devorar. Ha contado desde el comienzo con el apoyo de grupos empresarios de su país y de países occidentales. Es que para la gran burguesía, representante de los intereses del capitalismo, el enemigo son los comunistas. Y Adolf nunca fue idiota, se recuerda que hubo otra Alemania, la que empezó en la Revolución del 18 y siguió por los veinte; la Alemania de las manifestaciones de obreros, tan parecidos a los bolcheviques. Algunos desesperaban porque allí podría pasar lo mismo, tenían miedo.

Se mira en el espejo. No sabe por qué aparece la imagen de uno de los tantos cuadros que nunca terminó. De pintor a político. Si es que alguien alguna vez se llamó artista, si es que alguna vez pudo sentirse un artista. Por mérito en la guerra fue ascendido a Cabo por el Ejército Prusiano. Se afilió al Partido Obrero Alemán en 1919. Siempre con promesas amplias se juntó con quienes debía, como esos, de muchos lados, que necesitaban una barrera contra el peligro rojo. En tiempo record creció junto a su partido. Se multiplicaron los desfiles, los mítines, las salchichas. La propaganda. Y lo logró, Canciller Imperial. Aun cuando el presidente Hindenburg lo detestaba, un viejo aristócrata que lo llamaba por detrás y despectivamente: "cabo".

Eva se para. Lo mira silenciosa. Se desnuda y cae otra vez sobre la cama, semejante a una vampiresa alertada por el sol que asoma. Toca su anillo de diamante redondo. Observa el techo de la habitación pintado con una escena, donde un felino trovador accede finalmente a su amante humana. Piensa en la intensidad de la guerra, la ausencia de Adolf se volvió el invierno para Eva. De ciudad en ciudad. Lejos de su familia. A veces despreciada por las esposas de otros jerarcas. Eterna novia. A veces oculta, porque él así lo quería. A veces estática.


Pero todo está terminando. Y en esa habitación no hay sol ni luna.


Adolf se desparrama junto a ella, le toca la cara, el cráneo, cráneo germano, con las proporciones de la raza superior -que desciende directamente de los griegos-, creadores de un Nuevo Orden. Se besan y Eva siente la dureza de su bigote; siempre lo ha sentido, su piel roja donde el pelo la sacude, sin embargo nunca se animó a pedirle que se lo afeite. Él masajea sus caderas, no son tan alemanas -anchas y fértiles-, sin embargo las desea.

Ella enciende un cigarrillo, pero esta vez no usa la boquilla de plata. Se revuelve entre las sábanas rojas, se estira, como si estuviese sola en la cama. Mufa, fastidiosa, pero con voz débil.


Adolf se para otra vez frente al espejo. Practica gestos, posturas corporales, movimientos de mano. A Eva le aburre, entonces él habla para adentro. Habla de los grandes campos de concentración y exterminio, fábricas con mano de obra gratis, donde utilizan cámaras de gas porque es más económico que las balas. Él ahora no lo sabe con exactitud, pero millones y millones y millones de personas desaparecerán bajo su noche. Sí sabe de Menguele, de los experimentos con mellizos; de las prácticas de los científicos para alcanzar el arma más potente -que finalmente lograrán los estadounidenses: las dos bombas atómicas, sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto del 45-, de Wernher von Braun, el ingeniero aeroespacial que desarrolló los mísiles -como los V2 que bombardearon Londres- y que luego sería llevado para transformarse en el padre del desarrollo espacial norteamericano; sí sabe de los botines con joyas, cuadros, propiedades. Y uno de los grandes negocios de todas las guerras, el de los industriales que ganan dinero con la fabricación de armas.



Sus manos aprietan con fuerza su pene, van y vienen, observadas por Eva, que se está mordiendo el labio inferior también con fuerza. Grita, bestial, con las manos enlazadas sobre el vientre, como preparado para una fotografía oficial. Eva se agarra la cabeza, cierra los ojos, se los tapa con mechones de su pelo rubio. Se va durmiendo.


Pero antes del sueño, se altera y se levanta cuando cree sentir olor a carne quemada. O quizá son los rusos que están avanzando. Quizás las llamas vienen por ellos. Él piensa que ella no sabe, Eva es una buena compañera, además con la mujer no se discute de política. Las mujeres habían sido llamadas en toda Alemania a ser elegidas por un soldado -o unos cuantos- para parir niños sanos, blancos, rozagantes. 


Eva no sabe a qué está destinada. Pero algo siente. 


Sale de la cama, se agacha, busca por debajo, entre medias, zapatos y lápices labiales. Se para con las manos ocultas detrás de su espalda. Observa a su amado. Le enseña una pistola Walther PPK -que pertenecía a su padre y con la que ella intentó matarse por primera vez-. Él abre los ojos azules y parecen dos piedras preciosas. Ella dispara. Un agujero, un tercer ojo de sangre, se abre en la dureza de la cara de Adolf Hitler.

Eva se ríe. Le da patadas al cuerpo. En el departamento de Múnich, que en verdad es una réplica, porque se trata del Bunker de Hitler, nadie intervendrá, son sólo ellos y dos sirvientas. Lo cubre con una tela roja, como si fuera un juez romano. Busca y encuentra ese vestido, el de un solo hombro, blanco, de corte princesa y cola larga. Hace bromas al cadáver. Él responde, imagina, con risas alborotadas. Ella ahora es una princesa griega que ha sido acusada de maldecir a un hombre, y él, el juez que se enamora de la acusada.


Abre el frasco rojo del cianuro. 


Cae dormida sobre las rodillas del cadáver, abrazando las piernas, en una pose risueña y fotogénica. Más tarde las puertas del Bunker son abiertas. 





Fondeu de bolas

-Cuando quieran empezamos. Dice María.

Yadmila asiente con una sonrisa y Noemí responde señalando la luna, una moneda brillante arrojada en la inmensidad de la noche.

Es una casa antigua, chorizo, bien de Buenos Aires, bien en extinción, de esas con una pieza arriba. Y es justamente en este espacio, cuadrado y pequeño, donde las paredes son blancas, el techo de vidrio les deja ver el cielo violeta y oscuro, pincelado por las estrellas que la ciudad permite ver. Unas esterillas enormes cubren el suelo. Hay frutas, sahumerios, velas, poemas. Y una carta de Tarot, la número seis, llamada Los Enamorados, donde un joven en el centro, entre dos mujeres, una encrucijada. Ambas llevan los colores rojo y azul. Rojo, acción. Azul, comunión con las verdades cósmicas. Una mujer encarna la virtud, la otra el vicio. A la izquierda, la mujer que pareciera ser más grande que él, de pelo azul, lleva una especie de tocado, tiene su mano sobre el joven, como si quisiera advertirle de algo, la otra mano está por debajo: es la virtud. A la derecha, una joven y bella mujer, de cabello rubio, pareciera apoyar su mano sobre el pecho del joven: es el vicio. Arriba, Eros, Cupido para los romanos, como el sol de la verdad, apuntando a la mujer vicio. El joven tiene que elegir si su voluntad y poder serán para el bien común o para su propio beneficio. Es la elección.

Están desnudas. Se conocen desde hace más de veinte años. Los ojos son más pequeños ahora, marrones, los más oscuros los de María y los más claros los de Yadmila. Noemí permanece con sus rulos negros con tintes rojo, un collar de perlas negras. Yadmila con su pelo lacio, negro, con aros en forma de árboles dorados. María con el carré de Louise Brooks y un anillo de amatista.

María acomoda en el piso una tela liviana, circular y con pequeñas flores rojas. Sobre ésta, un triángulo plano de madera oscura.  

Noemí trae una bandeja antigua, plateada, repleta de diversas clases de quesos, cortados en trozos. La deja ceremoniosamente cerca del triángulo. Luego prende tres velas blancas y llena tres cuencos, uno con agua, uno con tierra y uno con objetos de plata. Enciende seis velas.

Yadmila trae una caja de bronce. Se detiene casi en el centro de la habitación y cierra los ojos, hace una reverencia y lleva alhajero hacia su pecho.  

Sobre el triángulo de madera María prepara los utensilios. El hornito, relleno con alcohol, y los tres tenedores largos. 

Noemí sacude los almohadones azules. Yadmila enciende un sahumerio blanco.

En la cocina, el caquelón -como le llama María- es envuelto con una capa gruesa de margarina; luego puesto a fuego lento; le agrega vino. Cuando está por hervir, los trozos de quesos. Mezcla pacientemente con una cuchara de madera, haciendo un ocho. Agrega coñac.

Se sientan sobre los almohadones.

María coloca el caquelón sobre el hornito encendido. Yadmila abre el alhajero y le da a cada una, y recibe ella, un testículo. Están cocidos con aceite, ajo y jengibre. Las mujeres se agarran de las manos, miran la luna y a sí mismas. Toma cada una su tenedor, clavan los testículos y los alzan al cielo.

-Este es por el joven que amo y me abandonó. Dice Yadmila.
-Este es por el hombre que me ama y está casado. Dice Noemí.
-Este es por el hombre que rompió mi corazón al morirse. Dice María.


Las tres al mismo tiempo hunden sus pinches en la mixtura de quesos. Revuelven, hacen figuras con hilos de queso, se chocan entre sí y de a poco, lentamente, degustan cada una su alimento. 




Final blanco

     Pudimos tenerlo todo, le canta. Pero ella no se mueve. Está acostada sobre el mármol, con los ojos cerrados. Un velo dorado sobre su cara helada, desde su pelo negro, un tul dorado que se desparrama sobre las telas blancas que envuelven su cuerpo joven, apenas compartido con él. El mausoleo está cálido, siente, quizá porque emprendió una marcha de caballero para llegar a su amante, porque la desea, porque hasta la luna es pálida comparada con Julieta, porque la toca y se estremece. Ella está inmóvil, leal al veneno que detuvo su naturaleza. Romeo se derrama por el velo, por el vestido, lo arrasa y siente finalmente la piel de su amante. Se pulveriza hasta encontrar su misterio. Son sus yemas en el clítoris frío, que sin embargo masajea, delicado, mientras la mira a la cara. Pestañas largas. Boca grande y apretada. Él se descubre vasto y duro. Se desviste. Agarra el pequeño frasco de cristal rojo. Acomoda sus rodillas sobre el mármol. La penetra y la invade con su vida una y otra vez, la mirada siempre fija en los ojos cerrados de ella. Cuando está muy cerca, cuando todo quema, Romeo toma el veneno y grita, se expande, estalla y la llena, voraz y final.
     Julieta abre los ojos.




Anke grita


“Quiero tu fealdad,
quiero tu enfermedad”
-Lady Gaga-


Héctor nunca había ido. Los sortilegios de la noche fueron intensos. Terminaron en el bar Garden con Mauricio y un amigo de él, Fran. Los tres tomaron bastante. Aspiraron cada tanto en el baño. Después bajaron y se pusieron a delirar sobre mujeres. Fran propuso ir a un departamento donde las mujeres son costosas y no diría mucho más porque el dinero lo vale realmente. Mauricio lo miró a Héctor con los ojos grandes y le sacó la lengua como un réptil toma la temperatura del ambiente.

El viento les golpea la cara, suena un tema de Sabina, no ese -claro- de “me han seguido hasta aquí tus caderas, no tu corazón”, ese lo tararea Héctor. Sabina en verdad canta con Charly García: “Es mentira”. Mauricio y Fran haban de sus madres. El taxista cada tanto dice algo. Pero lo más cálido es que Héctor cuenta que una vez vio a su madre masturbándose en su cama, la de Héctor, recordaba el cuerpo de su progenitora envuelta en las sábanas celestes, con autitos de colores, los ojos cerrados y una mano desaparecida en su sexo. Entonces no le llamó sexo. Tenía nueve años.

Puerto Madero por las noches es frío. Aún con el río que refleja cientos de lucecitas. Todo parecería, por debajo de ese brillo, gris y cuadrado, intentando imitar un acercamiento a la Naturaleza, que sólo se permite una piscina cubierta con un jardín Zen. Ser positivo, es la oración de Mauricio, Lo que sucede conviene tiene tatuado en el antebrazo izquierdo, junto con unas rosas pequeñas y cursis.

Tocan el timbre. ¿Quién venció a La Esfinge?, dice una voz entre risas, metálica y femenina.
Edipo, responde Mauricio.

No le gusta que sea en el piso 7, porque es un número que a Héctor le recuerda que una vez, después de tomar vino, en Comodoro Rivadavia, con su padre, vomitó siete veces y pensó iba a morir.

Abre la puerta una rubia bonita y bajita con un discreto vestido negro. Los recibe con una sonrisa de dientes blancos. Señala con elegancia un sillón verde. Antiguo. Como los que tiene Mauricio en la casa de sus padres. Se sientan Héctor y Mauricio. Fran se aleja hacia una mesa redonda, donde la rubia hojea una revista de predicciones astrológicas.

Fuman un cigarrillo los dos. Observan los cuadros, que son reproducciones de pinturas de Amedeo Modigliani, siempre mujeres. Las paredes están empapeladas de rojo oscuro. La sala es grande y sin embargo todas las ventanas están tapadas por gruesas cortinas de terciopelo, de un rojo aún más oscuro que las paredes. Hay unas pocas esculturas de hierro y espejos, los sillones antiguos formando un cuadrado, invadidos cada tanto por coquetos ceniceros y mesitas de madera oscura. La iluminación parece salida de Anna Karenina, arañas con luces pequeñas y discretas, plateadas y candelabros tallados.

Suena el timbre. Los tres escuchan a la joven hacer la misma pregunta, ¿Quién venció a La Esfinge?, parece ser la respuesta correcta porque al rato dos hombres llegan, la miran con ojos hambrientos, y luego se sientan frente a ellos.

¿Quieren música, algo de tomar?- dice ella. Simultáneamente los cinco hombres niegan con la cabeza las dos cosas.

Más tarde una puerta se abre y aparecen, desfilando de a una, siete mujeres desnudas. Se paran para ser vistas. La primera es muy delgada pero tiene tetas redondos, pelo fino y rubio castaño. La segunda es una mata de rulos violetas, ojos verdes y curvas. La tercera, una mujer madura, de porte fino, cara misteriosa. La cuarta una joven muy joven, de pelo resplandeciente. La quinta, una vampiresa. La sexta es grande pero firme, de intensos ojos celestes. La séptima -y Héctor no quiere mirarla- es más joven, que la más joven, y está embarazada, casi sutilmente. Tanto Fran como Mauricio sienten asco por esa chica. Héctor lo sabe, y quizás por eso la observa, es alta, armoniosa, con pechos infantiles, el pelo hasta la cintura, tan rubio y tan liso como siempre creyó a Heidi -aunque en la versión de dibujos japonesa, Heidi era bajita, de pelo y ojos negros: y ésta era la única noción de Heidi que en verdad, Héctor tenía-, blanca tan blanca y cara rosada, donde debe serlo. Héctor se levanta. Camina despacio y seguro. Se para frente a ella. Sus ojos son los ojos más hermosos y grandes que ha visto en su vida, celestes, chispeantes. La nariz pequeña y debajo, los labios rosados y gruesos. La forma de su cara redonda y filosa al llegar a su boca, muñeca alemana. 

Uno de los recién llegados empieza a tocarse frente a la mujer fibrosa. Se van juntos por un pasillo. Mauricio elige a la primera mujer, le dice: vení, mamita, lo dice bien fuerte y los mira a todos con ojos desorbitados.

La vampiresa de melena corta y oscura, pálida, es abrazada por el otro hombre. Lo que nunca sabrán los que estuvieron esa noche, allí, es que éste en cuestión, robusto y de mirada serena, le pediría a la prostituta que esa noche tan sólo durmiese, que descansase por lo que nunca había podido descansar; y así lo haría ella; él sé iría por la mañana, después de pedirle el desayuno y dejárselo sobre el lado intacto de la cama.

Fran se va con la belleza de rulos violeta, ojos verdes y curvas. Le mete un dedo en el ano y se la lleva de esa manera.

En la sala vacía quedan Héctor y Anke. Ella sonríe y a él se le disparan las mariposas como bichos que lo comen por dentro -como el insecto misterioso que entra por la nariz y viaja hasta el cerebro, matando al portador-. Le mira el vientre, se lo toca haciendo zigzag con suavidad. Ella sonríe, le explica en una mezcla de español, inglés y alemán, que se llama Anke y tiene cuatro meses de embarazo… que está contenta… Buenos Aires es muy linda. Siempre sonríe. Él la toma de la mano y avanzan despacio por el pasillo rojo, de lámparas delicadas. 

Completamente violeta, la habitación. Las cortinas, los muebles, las sábanas, los abrigos, el piso, las paredes, todo violeta y el techo, de un azul marino parecido a esa noche, incluso tiene pintadas unas estrellas y un pequeño ser alado con sus flechas y su arco. Ella pregunta si quiere que se vista con algo. Héctor dice no y le pide que se acueste panza arriba. Obedece tiernamente mientras él comienza a sacarse la ropa. Desnudo, con las rodillas sobre la cama, la observa. Le toca las tetas en zigzag. Cierra los ojos. Llega hasta el vientre, con movimientos circulares, mientras sus lenguas se chocan, se muerden y se babean salvajemente. Le chupa los pezones como si fuera su hijo, con tanta fuerza que imagina sentirle la leche. Se sube sobre ella, pesado, unos minutos. Abre los ojos, la da vuelta y la penetra por la cola con dureza. Anke grita. Héctor la sacude fuerte, tanto, que incluso puede ver las sábanas celestes, los autitos de colores. 




.pintura de amedeo modigliani.

Ares y la sirena

Creí que fuera del agua podría enfermar o morir, pero se preserva o se rebela en su forma originaria. No está más delgada ni pálida. Sus formas violentas, su pelo del mismo rojo de Ares, el color de mi guerra. Sólo mía. Porque sus ojos son grises. Sus pechos son suaves. Su inocencia, perpetua. No tiene ombligo. Atravieso las pocas entrañas capaces de recibirme. Busco su feminidad más exquisita y más maldita: las escamas violetas son suaves como plumas. Forman un entramado de colores que nunca he visto. Empiezan en su cadera y lentamente van oscureciendo hasta llegar a las aletas, que son plateadas, tienen algo semejante a venas brillantes, como si fueran las líneas de una hoja. Está repleta de tatuajes de tinta azul, en verdad un gran tatuaje, un idioma desconocido a los humanos y los dioses, que se configura en su espalda, una oración que celebra su vida y su mundo. Es mi guerra porque estoy fascinado con su cuerpo, inaccesible a mi naturaleza. Se da y me recibe infantilmente. Yo le muerdo los pezones y la recorro a mordiscos por su dimensión terrenal y acuática, apenas un poco de sangre, que ella reconoce y avanza para demostrarme que los dientes de una sirena son los más filosos. Y tanto de un dolor indescriptible. Para la creación de ese círculo que somos y se abre en mí, por separados y unidos. También es mi divinidad agonizante. Mi deseo resplandeciendo en sus escamas, en la prohibición de su carne. Entonces quisiera matarla. Abrir su pecho de un tajo ágil y liberarme.







El Pastel de Terciopelo Rojo

                                                                                         Lucrecia Borgia,
La Benévola,
abre su anillo de esmeralda triangular


Había pedido Pastel de Terciopelo Rojo. Le recordó al chico con su helado de banana con chispas de chocolate, el anciano de las frutas secas y el gigante con su tarta de fresa y manzana. En esos casos las posibilidades de ofrecer un plato digno eran de cuarenta dólares. Tenía ese trabajo desde hacía tres meses, lo suficiente para atribuir a la necesidad una casualidad oscura, cada vez más pegajosa.

La Penitenciaria Estatal de Huntsville es la cárcel más antigua de Texas, en el condado de Walker, fue construida en 1849. Se dice que es habitada por fantasmas y nubes color ocre. Eso lo aterraba, en segundo lugar. El dolor lo aterraba principal y esencialmente. Los platos eran simples, rigurosamente organizados. Zanahoria, pollo tres veces a la semana, carne, lentejas, fideos y arroz, una manzana o una pera como postre. Para los condenados a muerte tres comidas durante el día. Que Frank lleva a los presos en carros térmicos, con platos y cucharas de plástico. Como todo el mundo sabe los que van a la silla eléctrica pueden pedir su última cena. Como la del chico, como la del anciano, como la del gigante, como la de Syd Love: Pastel de Terciopelo Rojo.

Despertó llorando, otra vez. Trató de recordar. Era un lugar pesado. Una melena roja. Una ventana. La luna. Un estanque.

El Corredor de la Muerte estaba erupcionando, Syd era el recluso más querido y era el próximo. Corto, delgado, de cara angulosa y mirada chispeante, de un increíble azul. Había combatido en Japón, en Okinawa, pero nunca hablaba de eso. Cuando alguien le preguntaba sólo decía: “la Tierra es una” y se iba dando pasos largos, como en un juego. Había matado a su hermano mayor a los golpes. Un tejano que se la pasaba comprando campos por lo largo y ancho del país, famoso por su imperio de carne enlatada y sus ansías de gobernador. Por eso la esposa de la víctima estaría allí, imaginaba Frank, en la sala de electrocución, con un collar de brillantes formando un racimo que terminaría en su pecho adolescente.

Es Lucrecia Borgia la figura esbelta, pelirroja, de vestido negro y blanco. Baila, enseñando un anillo de piedra verde, parpadeante, triangular, que ilumina la torre. Desde la única ventana la luna, invocada por un perro y un lobo, más allá un estanque, donde algo intenta emerger, algo lucha por la superficie, Lucrecia le muestra, es el anillo desde las aguas, y ahora Frank se ve las manos y lo lleva él.   

Visitó tiendas de dulces. Se reunió con un conocido. Volvió a las mismas tiendas que había visitado y compró los ingredientes. Por primera vez en tres meses no quiso hablar con el sacerdote de su Iglesia. No tenía ganas porque tenía la confianza de quien va por buen camino.   

Faltaba poco. Para los cuatro operadores, para los periodistas escupidos en trajes de rayas finísimas, para los policías de azul y los de solapas anchas, para el selecto grupo de amigos o socios o conocidos con corbatas negras y damas perfumadas, con la revista Vogue en la cartera. Invitados dignos en la miseria de ver a un hombre colocado en una silla de madera. Amarres de cuero, un hombre preparado para los electrodos metálicos en su cabeza y en su pierna izquierda. Una esponja salada en sus sienes para potenciar la descarga eléctrica. 

Faltaba muy poco.

Frank encendió el horno. Colocó tres moldes sobre la mesada de chapa, los cubrió con papel de hornear y manteca. Mezcló harina tamizada, cacao en polvo, levadura, bicarbonato y sal. Mezcló yogurt con colorante rojo -no había podido conseguir pigmentos de remolacha-, una cucharadita de vinagre y extracto de vainilla. Se desparramaba consciente sobre cada textura. Batió la manteca con el azúcar hasta que asomó una mezcla airosa, añadió en ella los huevos; después unió las mezclas; luego las dividió en los moldes, los colocó en el horno. Obsesivo en el gesto de mirar a cada rato la masa transformarse. Fumó bastante, la inmensa cocina en la noche asustaba a cualquiera. Se oían pasos sobre hojas secas. Creyó ver destellos ocres. Recordó las últimas palabras de Lena Baker: "estoy preparada para encontrarme con mi dios". 

Cuando las masas estuvieron listas las dejó reposar. Todo lucía bien, merecidos los cien dólares de su bolsillo para el Terciopelo Rojo. Pensó en Syd. Cómo habría crecido. Si habría pertenecido a alguna iglesia. ¿Qué fue lo peor de la guerra? ¿Cuándo fue la última vez que vio la luna? De su hermano mayor había visto las fotos en los diarios. Y por azar vio a la esposa de Syd. Penélope. Del tipo de la mítica Louise Brooks, pero con pelo rojo. 



Forró las tres masas con unas sedas violetas, las metió en la heladera, miró hacia arriba como si pudiese ver la luna a pesar del cemento, como si esa misma luna pudiese ser vista por cualquier preso. Volvió a su casa, recordando el tul azul en la melena de la mujer de Syd Love; recordando el paso inconfundible de Syd Love. 


Faltaban horas para la cena. Frank pensó en Topsy, el elefante de un circo, que fue electrocutado en 1903 por Harold P. Brown, un empleado de Thomas Edison. El resto es historia, asesinos que asesinan asesinos o inocentes, depende.

Ya no estaba solo en la cocina pero se sentía solo, o en todo caso, acompañado por la Luna, por Syd Love y su voz suave diciendo: estoy preparado para encontrarme con mi dios. El bol con queso crema y queso mascarpone y azúcar refinada y más tarde crema de leche, después dos horas en frío. Sabía que sus compañeros lo observaban, como en cada última cena. Trató de que nadie percibiese su mirada, su lentitud. Era él quien en la ciudad de Huntsville, entre las baldosas flojas y los ruidos metálicos, la inclemencia y la desesperanza, rellenaba los bizcochuelos con el frosting; emparejaba la crema con espátula de plata -regalo de su abuela-; cubría el pastel de blanco; decoraba lentamente con la manga, en arabescos voluminosos, y luego dibujaba en el centro un círculo con fibras de chocolate. Y en el centro de ese círculo, colocó una vela verde, insólita y hueca.


                                                                                         Lucrecia Borgia,
La Benévola,
abre su anillo de esmeralda triangular
donde el polvo de veneno
y lo arroja sobre la porción de pastel. 
Se la entrega.  
Muerde lentamente.
La espuma es envolvente en su boca.
Lucrecia sonríe.
Él también sonríe.
Unos minutos son suficientes
para que caiga sin dolor,
inerte, pálido y final.













Asciende Batman



Había renunciado. Bruno no le creyó. El humor de Alfred Pennyworth era extraño, a veces tosco. Pero la escena se repitió.

Esa semana pasearon en moto. Recitaron a Whitman. Compartieron una orgía con modelos pulposas. Disfrutaron del casino y las apuestas a caballos. Se emborracharon. Llenaron una enorme sala con malvaviscos y nadaron en ella.

Mientras la luna se deshacía, así también se deshizo Alfred hasta desaparecer.

Bruno amaneció desnudo. La mansión, de catorce habitaciones, repleta de sirvientes, estaba fría. No leyó los diarios ni vio la tv. Se encerró en su cuarto. Ayunó durante tres días. Al cuarto, silencioso, envuelto en una bata azul, bajó a la cocina y pidió a la cocinera pollo frito, una hamburguesa doble y un batido de fresa con banana. Más tarde se abarrotó de chocolate blanco relleno de cereza. 

La señal se vio como siempre, la figura del murciélago blanco coqueteando con la oscuridad de Ciudad Gótica. Se preparó. Se sintió raro, sin noción de sus propias dimensiones. Se subió a su auto y avanzó tan rápido, que la voz femenina del Batimóvil pidió que baje la velocidad.

Cuando Batman lanzó los Batidardos desde su antebrazo, salieron con tan poca fuerza que el villano los inspeccionó asombrado, con ojos fijos sobre el piso. Escapó despacio. Batman se tapó la cara con las manos. 

Son cuatro. Corren como si la muerte los siguiera. Es que en verdad el castigo los persigue, el Caballero de la Noche. Pero el caballero ya no está detrás de ellos, está de cuclillas tomando aire, agitado, y las terrazas configuran un laberinto secreto, ahora inaccesible para él, laberinto que crece en los nuevos crímenes de Ciudad Gótica.   
    
El impulso de la Baticuerda no fue suficiente para no quedar varado a mitad de camino, sobre el vacío, en una tirolesa infernal, donde Batman es contemplado por los ladrones, que tienen la boca abierta, a punto de explotar semejantes a piñatas, desde el otro lado del edificio. 

María, el ama de llaves y enfermera personal, otra vez se ocupó de sus heridas. La muñeca fracturada y un tajo que supuraba en su cabeza como un insecto amazónico. 

Ni el gobernador, ni el presidente ni nadie podía hablar con él. Se la pasaba en bares siendo Bruno, aspirando como si cada noche pudiera ser impactada por una bomba nuclear. Como si esas mujeres se acercasen a él sin saber que es el hombre más rico de una ciudad, que lentamente erupciona. Pero esencial y dolorosamente, sin saber aquello que sólo Alfred podía sentir y compadecer en toda su profundidad: el destino de héroe, de justiciero; la venganza circular entre el presente y el asesinato de sus padres.

Finalmente, su traje murciélago reventó en su entrepierna derecha, al dar una patada de poca altura.      
                 
La señal luminosa nunca más fue vista.

Se alejó del país para sanar una depresión aguda en la Clínica Hohenegg, enclavada en la naturaleza de Zúrich. Allí Bruno se reencontró con colegas, con artistas, con hijos de poderosos, enfermos de anorexia, soledad y drogas.

Mientras Batman estuvo internado los habitantes de Ciudad Gótica envejecieron de miedo*. La Asociación Nacional del Rifle aumentó sus afiliados.

Después de salir de la internación, después del nuevo esquema de medicación psico-farmacológica, después de jornadas de psicóloga y de psiquiatra -que jamás supieron que Bruno Díaz era Batman-, una vez estable, sin pensamientos desvalorizantes ni imágenes suicidas, después del infierno, la calma. “El orden que pacifica”*.

Regresó para cerrar los últimos envíos, las últimas delegaciones, despedirse de sus empleados, de sus fábricas y los recuerdos. No vendería la mansión. Robin, Hiedra y sus hijos vivirían en ella. Una familia que sabría proteger la Baticueva.

Sin decir a nadie se afianzó en un pueblo con un solo teléfono llamado San Francisco, en el medio de un cordón de selva latina, en Argentina. 

Con los años se consagró al calor, a las águilas sobrevolando, a las casitas de madera, a los árboles como jirafas trepando por el sol. A los arroyos angostos y los saltos. A las rocas inconmensurables. A la voz de la selva, inquieta, viva y mojada.

Se reconoció enamorado de la hija de un criador de ovejas. De ojos intensos, pómulos salientes, nariz afilada, pelo negro hasta la cola. Extraño milagro que el anciano de la casa blanca, más modesta que ninguna otra, repleta de libros y objetos raros, ese anciano gringo se casara con la joven.


Un año más tarde, una aparición extraordinaria. Una mujer cubierta por telas negras y violetas, enormes alas semejantes a las de un murciélago. Que combate a los cazadores. Libera a los animales. Impide la tala. Esa mujer en comunión con los pueblos de la selva es llamada en el día y en la noche. Atenta a las especulaciones de los terratenientes exhorta a hombres y animales a la rebelión y la lucha. Entrenada y fuerte. Misteriosa y ágil. Una nueva leyenda asciende.  




*Creo que es de Saramago
*Carla Coscia, psicóloga

Jaulas

     La sala es pequeña, suficiente para cuatro sillas de estampa floreada, un sillón de cuero negro y una mesa ratona, habitada por revistas. Todas las sillas están ocupadas y como pasa otras veces, dos pacientes parados. Bastantes parecidos entre sí, aunque todos se parecen, piensa Alicia, el mismo sonido de mensaje entrante de celular, a la par de la bomba de oxígeno de la pecera, los peces revolotean entre los corales y las algas, quizá artificiales piensa Alicia.
     Alicia espera. El sofá es más cómodo que las sillas, aunque al lado se tose constantemente. Ya le ofreció un caramelo de propolio pero el desconocido dijo: ¡es horrible!, con un ademán parecido a cuando se pretende alejar a las moscas. Alicia lo miró con pena, no por el hombre sino por ella misma, esa instancia pegajosa y recurrente de sentirse culpable, sin saber exactamente de qué. Plancha imaginariamente su falda sin ser sensible a la mirada de la vecina de enfrente. Multitud de anillos y pulseras doradas desparramadas sobre una revista de decoración. Una joven de lentes hipnóticos hojea sin reírse la única revista de prensa de corazón. Un abuelo de boina gris es pulverizado por el único cuadro de la sala de espera, se llama Muchacha en la ventana, del joven Dalí, que retrató la espalda de su hermana Ana María. La cara de una mujer gruesa y pelirroja es leída por la revista Novias. Además del cuadro hay un antiguo reloj de pie. No se conserva como las mujeres de las revistas pero sin embargo: tic-tac, tic-tac, tic-tac, sobre cada pez y cada paciente y cada objeto, pero quizá mudo cuando las hendiduras, el vacío. 
     La secretaria, una mujer cincuentona de permanente negra y brillante, se mueve con nerviosismo cada vez que tocan el timbre y tiene que ir a buscar a los pacientes porque se van a otro pasillo, el edifico es oscuro, carcelario, típico de las construcciones de los setenta en Argentina.
     Alicia terminó con su revista. Agarra un libro que le está llevando meses, se llama "Justicia de un hombre solo". El siguiente: dice el dentista, que tiene la dentadura blanca, propia de televisión. Tan joven como Alicia, ojos intensamente celestes y bata blanca. Barbijo y guantes de látex. Alicia se sienta en el sillón de oficio. Inspira. Exhala. Piensa en un cachorro de labrador que vio por la calle, en un gatito negro, en una paloma marrón, en una rosa blanca. Empieza la sesión.
     Primero el garfio. Pululando por cada textura, cada hondura. Luego la ficha donde el dentista marca con biromes negras y rojas el estado de los dientes de Alicia. Deben seguir lo que empezaron la semana anterior. Ahora son cuatro caries, pronto serán tres. La punzada de la anestesia. El tiempo que se escurre en las zonas de su boca a la espera de la insensibilidad deseada. El lapso prudente.
     Sin embargo algo no está bien, piensa Alicia. Cuando el ruido del torno crece y avanza, algo definitivamente no está bien, siente Alicia. Y al primer contacto entre su muela y el aparato, aquello que no estaba bien se vuelve peor. Las imágenes pueriles, cotidianas, masivas, la atraviesan. Su piel está cambiando, algo crece, algo la cubre. Su vista distinta, tan expansiva como nunca recordara. Oye hasta la danza circular de las hormigas. Huele el miedo, la violencia, lo cansado. La nariz crece en cartílago negro. Y los dientes, sus dientes, ahora afilados, largos y calientes. El dentista se lleva la mano a la boca. No grita, apenas se mueve unos metros del sillón de oficio.
     Simultáneamente a la caída del dentista, Alicia se transforma en la Alicia que siempre ha sido. Resplandece en su cara de dolor. Observa atentamente. Cada manchón, cada arabesco, cada mordida. La puerta es abierta por la secretaria. Que cierra la puerta, mira y cae inconsciente al piso. Alicia se dirige a la sala de espera, comunica a los pacientes que el dentista saldrá en unos minutos. Regresa. Agarra los brazos de la secretaria y la lleva, arrastrando, cerca del dentista. Los une de las manos. Se lava la sangre de la cara y del cuello. Acomoda su pollera de jean y su pullover negro. Apaga las luces. Intenta no mirar a nadie pero mira al abuelo de boina gris, que sigue siendo pulverizado por el cuadro de Dalí. Camina despacio, sobre el escritorio de la secretaria, las llaves. Baja las escaleras corriendo. Abre la puerta, pesada al principio, pero suave después del esfuerzo, típica de las construcciones de todas las eras. Camina unos metros. Toma un taxi. Tafelmusik, de Telemann, que la contiene y le recuerda la espalda de la hermana de Dalí. Cerca del volante, un juguete, un perro marrón mueve la cabeza con los impulsos del auto.
-Al zoológico, por favor. Dice Alicia. 
-Voy a abrir las jaulas. Dice Alicia al conductor. 



Fotografía de Man Ray