El Pastel de Terciopelo Rojo

                                                                                         Lucrecia Borgia,
La Benévola,
abre su anillo de esmeralda triangular


Había pedido Pastel de Terciopelo Rojo. Le recordó al chico con su helado de banana con chispas de chocolate, el anciano de las frutas secas y el gigante con su tarta de fresa y manzana. En esos casos las posibilidades de ofrecer un plato digno eran de cuarenta dólares. Tenía ese trabajo desde hacía tres meses, lo suficiente para atribuir a la necesidad una casualidad oscura, cada vez más pegajosa.

La Penitenciaria Estatal de Huntsville es la cárcel más antigua de Texas, en el condado de Walker, fue construida en 1849. Se dice que es habitada por fantasmas y nubes color ocre. Eso lo aterraba, en segundo lugar. El dolor lo aterraba principal y esencialmente. Los platos eran simples, rigurosamente organizados. Zanahoria, pollo tres veces a la semana, carne, lentejas, fideos y arroz, una manzana o una pera como postre. Para los condenados a muerte tres comidas durante el día. Que Frank lleva a los presos en carros térmicos, con platos y cucharas de plástico. Como todo el mundo sabe los que van a la silla eléctrica pueden pedir su última cena. Como la del chico, como la del anciano, como la del gigante, como la de Syd Love: Pastel de Terciopelo Rojo.

Despertó llorando, otra vez. Trató de recordar. Era un lugar pesado. Una melena roja. Una ventana. La luna. Un estanque.

El Corredor de la Muerte estaba erupcionando, Syd era el recluso más querido y era el próximo. Corto, delgado, de cara angulosa y mirada chispeante, de un increíble azul. Había combatido en Japón, en Okinawa, pero nunca hablaba de eso. Cuando alguien le preguntaba sólo decía: “la Tierra es una” y se iba dando pasos largos, como en un juego. Había matado a su hermano mayor a los golpes. Un tejano que se la pasaba comprando campos por lo largo y ancho del país, famoso por su imperio de carne enlatada y sus ansías de gobernador. Por eso la esposa de la víctima estaría allí, imaginaba Frank, en la sala de electrocución, con un collar de brillantes formando un racimo que terminaría en su pecho adolescente.

Es Lucrecia Borgia la figura esbelta, pelirroja, de vestido negro y blanco. Baila, enseñando un anillo de piedra verde, parpadeante, triangular, que ilumina la torre. Desde la única ventana la luna, invocada por un perro y un lobo, más allá un estanque, donde algo intenta emerger, algo lucha por la superficie, Lucrecia le muestra, es el anillo desde las aguas, y ahora Frank se ve las manos y lo lleva él.   

Visitó tiendas de dulces. Se reunió con un conocido. Volvió a las mismas tiendas que había visitado y compró los ingredientes. Por primera vez en tres meses no quiso hablar con el sacerdote de su Iglesia. No tenía ganas porque tenía la confianza de quien va por buen camino.   

Faltaba poco. Para los cuatro operadores, para los periodistas escupidos en trajes de rayas finísimas, para los policías de azul y los de solapas anchas, para el selecto grupo de amigos o socios o conocidos con corbatas negras y damas perfumadas, con la revista Vogue en la cartera. Invitados dignos en la miseria de ver a un hombre colocado en una silla de madera. Amarres de cuero, un hombre preparado para los electrodos metálicos en su cabeza y en su pierna izquierda. Una esponja salada en sus sienes para potenciar la descarga eléctrica. 

Faltaba muy poco.

Frank encendió el horno. Colocó tres moldes sobre la mesada de chapa, los cubrió con papel de hornear y manteca. Mezcló harina tamizada, cacao en polvo, levadura, bicarbonato y sal. Mezcló yogurt con colorante rojo -no había podido conseguir pigmentos de remolacha-, una cucharadita de vinagre y extracto de vainilla. Se desparramaba consciente sobre cada textura. Batió la manteca con el azúcar hasta que asomó una mezcla airosa, añadió en ella los huevos; después unió las mezclas; luego las dividió en los moldes, los colocó en el horno. Obsesivo en el gesto de mirar a cada rato la masa transformarse. Fumó bastante, la inmensa cocina en la noche asustaba a cualquiera. Se oían pasos sobre hojas secas. Creyó ver destellos ocres. Recordó las últimas palabras de Lena Baker: "estoy preparada para encontrarme con mi dios". 

Cuando las masas estuvieron listas las dejó reposar. Todo lucía bien, merecidos los cien dólares de su bolsillo para el Terciopelo Rojo. Pensó en Syd. Cómo habría crecido. Si habría pertenecido a alguna iglesia. ¿Qué fue lo peor de la guerra? ¿Cuándo fue la última vez que vio la luna? De su hermano mayor había visto las fotos en los diarios. Y por azar vio a la esposa de Syd. Penélope. Del tipo de la mítica Louise Brooks, pero con pelo rojo. 



Forró las tres masas con unas sedas violetas, las metió en la heladera, miró hacia arriba como si pudiese ver la luna a pesar del cemento, como si esa misma luna pudiese ser vista por cualquier preso. Volvió a su casa, recordando el tul azul en la melena de la mujer de Syd Love; recordando el paso inconfundible de Syd Love. 


Faltaban horas para la cena. Frank pensó en Topsy, el elefante de un circo, que fue electrocutado en 1903 por Harold P. Brown, un empleado de Thomas Edison. El resto es historia, asesinos que asesinan asesinos o inocentes, depende.

Ya no estaba solo en la cocina pero se sentía solo, o en todo caso, acompañado por la Luna, por Syd Love y su voz suave diciendo: estoy preparado para encontrarme con mi dios. El bol con queso crema y queso mascarpone y azúcar refinada y más tarde crema de leche, después dos horas en frío. Sabía que sus compañeros lo observaban, como en cada última cena. Trató de que nadie percibiese su mirada, su lentitud. Era él quien en la ciudad de Huntsville, entre las baldosas flojas y los ruidos metálicos, la inclemencia y la desesperanza, rellenaba los bizcochuelos con el frosting; emparejaba la crema con espátula de plata -regalo de su abuela-; cubría el pastel de blanco; decoraba lentamente con la manga, en arabescos voluminosos, y luego dibujaba en el centro un círculo con fibras de chocolate. Y en el centro de ese círculo, colocó una vela verde, insólita y hueca.


                                                                                         Lucrecia Borgia,
La Benévola,
abre su anillo de esmeralda triangular
donde el polvo de veneno
y lo arroja sobre la porción de pastel. 
Se la entrega.  
Muerde lentamente.
La espuma es envolvente en su boca.
Lucrecia sonríe.
Él también sonríe.
Unos minutos son suficientes
para que caiga sin dolor,
inerte, pálido y final.