Había renunciado. Bruno no le
creyó. El humor de Alfred Pennyworth era extraño, a veces tosco.
Pero la escena se repitió.
Esa semana pasearon en moto.
Recitaron a Whitman. Compartieron una orgía con modelos pulposas. Disfrutaron
del casino y las apuestas a caballos. Se emborracharon. Llenaron una enorme sala
con malvaviscos y nadaron en ella.
Mientras la luna se deshacía, así
también se deshizo Alfred hasta desaparecer.
Bruno amaneció desnudo. La
mansión, de catorce habitaciones, repleta de sirvientes, estaba fría. No leyó
los diarios ni vio la tv. Se encerró en su cuarto. Ayunó durante tres días. Al
cuarto, silencioso, envuelto en una bata azul, bajó a la cocina y pidió a la
cocinera pollo frito, una hamburguesa doble y un batido de fresa con banana.
Más tarde se abarrotó de chocolate blanco relleno de cereza.
La señal se vio como siempre, la
figura del murciélago blanco coqueteando con la oscuridad de Ciudad Gótica. Se
preparó. Se sintió raro, sin noción de sus propias dimensiones. Se subió a su auto
y avanzó tan rápido, que la voz femenina del Batimóvil pidió que baje la
velocidad.
Cuando Batman lanzó los
Batidardos desde su antebrazo, salieron con tan poca fuerza que el villano los
inspeccionó asombrado, con ojos fijos sobre el piso. Escapó despacio. Batman se
tapó la cara con las manos.
Son cuatro. Corren como si la
muerte los siguiera. Es que en verdad el castigo los persigue, el Caballero de
la Noche. Pero el caballero ya no está detrás de ellos, está de cuclillas
tomando aire, agitado, y las terrazas configuran un laberinto secreto, ahora
inaccesible para él, laberinto que crece en los nuevos crímenes de Ciudad
Gótica.
El impulso de la Baticuerda no
fue suficiente para no quedar varado a mitad de camino, sobre el vacío, en una
tirolesa infernal, donde Batman es contemplado por los ladrones, que tienen la
boca abierta, a punto de explotar semejantes a piñatas, desde el otro lado del edificio.
María, el ama de llaves y
enfermera personal, otra vez se ocupó de sus heridas. La muñeca fracturada y un
tajo que supuraba en su cabeza como un insecto amazónico.
Ni el gobernador, ni el
presidente ni nadie podía hablar con él. Se la pasaba en bares siendo Bruno, aspirando
como si cada noche pudiera ser impactada por una bomba nuclear. Como si esas
mujeres se acercasen a él sin saber que es el hombre más rico de una ciudad,
que lentamente erupciona. Pero esencial y dolorosamente, sin saber aquello que
sólo Alfred podía sentir y compadecer en toda su profundidad: el destino de
héroe, de justiciero; la venganza circular entre el presente y el asesinato de
sus padres.
Finalmente, su traje murciélago
reventó en su entrepierna derecha, al dar una patada de poca
altura.
La señal luminosa nunca más fue
vista.
Se alejó del país para sanar una
depresión aguda en la Clínica Hohenegg, enclavada en la naturaleza de Zúrich.
Allí Bruno se reencontró con colegas, con artistas, con hijos de poderosos,
enfermos de anorexia, soledad y drogas.
Mientras Batman estuvo internado
los habitantes de Ciudad Gótica envejecieron
de miedo*. La Asociación Nacional del Rifle aumentó sus afiliados.
Después de salir de la
internación, después del nuevo esquema de medicación psico-farmacológica,
después de jornadas de psicóloga y de psiquiatra -que jamás supieron
que Bruno Díaz era Batman-, una vez estable, sin pensamientos desvalorizantes
ni imágenes suicidas, después del infierno, la calma. “El orden que
pacifica”*.
Regresó para cerrar los últimos envíos, las últimas delegaciones, despedirse de sus empleados, de sus fábricas y los recuerdos. No vendería la mansión. Robin, Hiedra y sus hijos vivirían en ella. Una familia que sabría proteger la Baticueva.
Sin decir a nadie se afianzó en
un pueblo con un solo teléfono llamado San Francisco, en el medio de un cordón
de selva latina, en Argentina.
Con los años se consagró al
calor, a las águilas sobrevolando, a las casitas de madera, a los árboles como
jirafas trepando por el sol. A los arroyos angostos y los saltos. A las rocas
inconmensurables. A la voz de la selva, inquieta, viva y mojada.
Se reconoció enamorado de la hija
de un criador de ovejas. De ojos intensos, pómulos salientes, nariz afilada,
pelo negro hasta la cola. Extraño milagro que el anciano de la casa blanca, más
modesta que ninguna otra, repleta de libros y objetos raros, ese anciano gringo
se casara con la joven.
Un año más tarde, una aparición
extraordinaria. Una mujer cubierta por telas negras y violetas, enormes alas
semejantes a las de un murciélago. Que combate a los cazadores. Libera a los
animales. Impide la tala. Esa mujer en comunión con los pueblos de la selva es
llamada en el día y en la noche. Atenta a las especulaciones de los
terratenientes exhorta a hombres y animales a la rebelión y la lucha. Entrenada
y fuerte. Misteriosa y ágil. Una nueva leyenda asciende.
*Creo que es de Saramago
*Carla
Coscia, psicóloga