La última broma de Eva Braun

"No hay nada más peligroso
que un burgués asustado"
Berthold Brecht

Eva está con un camisón negro, tranparente, fumando con una boquilla plateada, sobre la cama. Él se toca. Ella lo toca. Primero fueron los comunistas, luego los enfermos psiquiátricos, los anarquistas, los dirigentes sindicales, los militantes obreros, los intelectuales, después vinieron los homosexuales, los gitanos, los judíos. Por otra parte no respetó ningún Tratado. Ha invadido Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Bélgica, Los Países Bajos, Yugoslavia, Grecia, Hungría y finalmente la Unión Soviética. Pero Stalingrado fue el límite. El final se arrastra cerca.

La Alemania nazi es la primera nación que descargó sus bombas sobre poblaciones civiles, experimentando en España, sobre Guernica y luego Madrid; para extenderse sobre el resto del mundo que el Reich ansiaba devorar. Ha contado desde el comienzo con el apoyo de grupos empresarios de su país y de países occidentales. Es que para la gran burguesía, representante de los intereses del capitalismo, el enemigo son los comunistas. Y Adolf nunca fue idiota, se recuerda que hubo otra Alemania, la que empezó en la Revolución del 18 y siguió por los veinte; la Alemania de las manifestaciones de obreros, tan parecidos a los bolcheviques. Algunos desesperaban porque allí podría pasar lo mismo, tenían miedo.

Se mira en el espejo. No sabe por qué aparece la imagen de uno de los tantos cuadros que nunca terminó. De pintor a político. Si es que alguien alguna vez se llamó artista, si es que alguna vez pudo sentirse un artista. Por mérito en la guerra fue ascendido a Cabo por el Ejército Prusiano. Se afilió al Partido Obrero Alemán en 1919. Siempre con promesas amplias se juntó con quienes debía, como esos, de muchos lados, que necesitaban una barrera contra el peligro rojo. En tiempo record creció junto a su partido. Se multiplicaron los desfiles, los mítines, las salchichas. La propaganda. Y lo logró, Canciller Imperial. Aun cuando el presidente Hindenburg lo detestaba, un viejo aristócrata que lo llamaba por detrás y despectivamente: "cabo".

Eva se para. Lo mira silenciosa. Se desnuda y cae otra vez sobre la cama, semejante a una vampiresa alertada por el sol que asoma. Toca su anillo de diamante redondo. Observa el techo de la habitación pintado con una escena, donde un felino trovador accede finalmente a su amante humana. Piensa en la intensidad de la guerra, la ausencia de Adolf se volvió el invierno para Eva. De ciudad en ciudad. Lejos de su familia. A veces despreciada por las esposas de otros jerarcas. Eterna novia. A veces oculta, porque él así lo quería. A veces estática.


Pero todo está terminando. Y en esa habitación no hay sol ni luna.


Adolf se desparrama junto a ella, le toca la cara, el cráneo, cráneo germano, con las proporciones de la raza superior -que desciende directamente de los griegos-, creadores de un Nuevo Orden. Se besan y Eva siente la dureza de su bigote; siempre lo ha sentido, su piel roja donde el pelo la sacude, sin embargo nunca se animó a pedirle que se lo afeite. Él masajea sus caderas, no son tan alemanas -anchas y fértiles-, sin embargo las desea.

Ella enciende un cigarrillo, pero esta vez no usa la boquilla de plata. Se revuelve entre las sábanas rojas, se estira, como si estuviese sola en la cama. Mufa, fastidiosa, pero con voz débil.


Adolf se para otra vez frente al espejo. Practica gestos, posturas corporales, movimientos de mano. A Eva le aburre, entonces él habla para adentro. Habla de los grandes campos de concentración y exterminio, fábricas con mano de obra gratis, donde utilizan cámaras de gas porque es más económico que las balas. Él ahora no lo sabe con exactitud, pero millones y millones y millones de personas desaparecerán bajo su noche. Sí sabe de Menguele, de los experimentos con mellizos; de las prácticas de los científicos para alcanzar el arma más potente -que finalmente lograrán los estadounidenses: las dos bombas atómicas, sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto del 45-, de Wernher von Braun, el ingeniero aeroespacial que desarrolló los mísiles -como los V2 que bombardearon Londres- y que luego sería llevado para transformarse en el padre del desarrollo espacial norteamericano; sí sabe de los botines con joyas, cuadros, propiedades. Y uno de los grandes negocios de todas las guerras, el de los industriales que ganan dinero con la fabricación de armas.



Sus manos aprietan con fuerza su pene, van y vienen, observadas por Eva, que se está mordiendo el labio inferior también con fuerza. Grita, bestial, con las manos enlazadas sobre el vientre, como preparado para una fotografía oficial. Eva se agarra la cabeza, cierra los ojos, se los tapa con mechones de su pelo rubio. Se va durmiendo.


Pero antes del sueño, se altera y se levanta cuando cree sentir olor a carne quemada. O quizá son los rusos que están avanzando. Quizás las llamas vienen por ellos. Él piensa que ella no sabe, Eva es una buena compañera, además con la mujer no se discute de política. Las mujeres habían sido llamadas en toda Alemania a ser elegidas por un soldado -o unos cuantos- para parir niños sanos, blancos, rozagantes. 


Eva no sabe a qué está destinada. Pero algo siente. 


Sale de la cama, se agacha, busca por debajo, entre medias, zapatos y lápices labiales. Se para con las manos ocultas detrás de su espalda. Observa a su amado. Le enseña una pistola Walther PPK -que pertenecía a su padre y con la que ella intentó matarse por primera vez-. Él abre los ojos azules y parecen dos piedras preciosas. Ella dispara. Un agujero, un tercer ojo de sangre, se abre en la dureza de la cara de Adolf Hitler.

Eva se ríe. Le da patadas al cuerpo. En el departamento de Múnich, que en verdad es una réplica, porque se trata del Bunker de Hitler, nadie intervendrá, son sólo ellos y dos sirvientas. Lo cubre con una tela roja, como si fuera un juez romano. Busca y encuentra ese vestido, el de un solo hombro, blanco, de corte princesa y cola larga. Hace bromas al cadáver. Él responde, imagina, con risas alborotadas. Ella ahora es una princesa griega que ha sido acusada de maldecir a un hombre, y él, el juez que se enamora de la acusada.


Abre el frasco rojo del cianuro. 


Cae dormida sobre las rodillas del cadáver, abrazando las piernas, en una pose risueña y fotogénica. Más tarde las puertas del Bunker son abiertas.