Jaulas

     La sala es pequeña, suficiente para cuatro sillas de estampa floreada, un sillón de cuero negro y una mesa ratona, habitada por revistas. Todas las sillas están ocupadas y como pasa otras veces, dos pacientes parados. Bastantes parecidos entre sí, aunque todos se parecen, piensa Alicia, el mismo sonido de mensaje entrante de celular, a la par de la bomba de oxígeno de la pecera, los peces revolotean entre los corales y las algas, quizá artificiales piensa Alicia.
     Alicia espera. El sofá es más cómodo que las sillas, aunque al lado se tose constantemente. Ya le ofreció un caramelo de propolio pero el desconocido dijo: ¡es horrible!, con un ademán parecido a cuando se pretende alejar a las moscas. Alicia lo miró con pena, no por el hombre sino por ella misma, esa instancia pegajosa y recurrente de sentirse culpable, sin saber exactamente de qué. Plancha imaginariamente su falda sin ser sensible a la mirada de la vecina de enfrente. Multitud de anillos y pulseras doradas desparramadas sobre una revista de decoración. Una joven de lentes hipnóticos hojea sin reírse la única revista de prensa de corazón. Un abuelo de boina gris es pulverizado por el único cuadro de la sala de espera, se llama Muchacha en la ventana, del joven Dalí, que retrató la espalda de su hermana Ana María. La cara de una mujer gruesa y pelirroja es leída por la revista Novias. Además del cuadro hay un antiguo reloj de pie. No se conserva como las mujeres de las revistas pero sin embargo: tic-tac, tic-tac, tic-tac, sobre cada pez y cada paciente y cada objeto, pero quizá mudo cuando las hendiduras, el vacío. 
     La secretaria, una mujer cincuentona de permanente negra y brillante, se mueve con nerviosismo cada vez que tocan el timbre y tiene que ir a buscar a los pacientes porque se van a otro pasillo, el edifico es oscuro, carcelario, típico de las construcciones de los setenta en Argentina.
     Alicia terminó con su revista. Agarra un libro que le está llevando meses, se llama "Justicia de un hombre solo". El siguiente: dice el dentista, que tiene la dentadura blanca, propia de televisión. Tan joven como Alicia, ojos intensamente celestes y bata blanca. Barbijo y guantes de látex. Alicia se sienta en el sillón de oficio. Inspira. Exhala. Piensa en un cachorro de labrador que vio por la calle, en un gatito negro, en una paloma marrón, en una rosa blanca. Empieza la sesión.
     Primero el garfio. Pululando por cada textura, cada hondura. Luego la ficha donde el dentista marca con biromes negras y rojas el estado de los dientes de Alicia. Deben seguir lo que empezaron la semana anterior. Ahora son cuatro caries, pronto serán tres. La punzada de la anestesia. El tiempo que se escurre en las zonas de su boca a la espera de la insensibilidad deseada. El lapso prudente.
     Sin embargo algo no está bien, piensa Alicia. Cuando el ruido del torno crece y avanza, algo definitivamente no está bien, siente Alicia. Y al primer contacto entre su muela y el aparato, aquello que no estaba bien se vuelve peor. Las imágenes pueriles, cotidianas, masivas, la atraviesan. Su piel está cambiando, algo crece, algo la cubre. Su vista distinta, tan expansiva como nunca recordara. Oye hasta la danza circular de las hormigas. Huele el miedo, la violencia, lo cansado. La nariz crece en cartílago negro. Y los dientes, sus dientes, ahora afilados, largos y calientes. El dentista se lleva la mano a la boca. No grita, apenas se mueve unos metros del sillón de oficio.
     Simultáneamente a la caída del dentista, Alicia se transforma en la Alicia que siempre ha sido. Resplandece en su cara de dolor. Observa atentamente. Cada manchón, cada arabesco, cada mordida. La puerta es abierta por la secretaria. Que cierra la puerta, mira y cae inconsciente al piso. Alicia se dirige a la sala de espera, comunica a los pacientes que el dentista saldrá en unos minutos. Regresa. Agarra los brazos de la secretaria y la lleva, arrastrando, cerca del dentista. Los une de las manos. Se lava la sangre de la cara y del cuello. Acomoda su pollera de jean y su pullover negro. Apaga las luces. Intenta no mirar a nadie pero mira al abuelo de boina gris, que sigue siendo pulverizado por el cuadro de Dalí. Camina despacio, sobre el escritorio de la secretaria, las llaves. Baja las escaleras corriendo. Abre la puerta, pesada al principio, pero suave después del esfuerzo, típica de las construcciones de todas las eras. Camina unos metros. Toma un taxi. Tafelmusik, de Telemann, que la contiene y le recuerda la espalda de la hermana de Dalí. Cerca del volante, un juguete, un perro marrón mueve la cabeza con los impulsos del auto.
-Al zoológico, por favor. Dice Alicia. 
-Voy a abrir las jaulas. Dice Alicia al conductor. 



Fotografía de Man Ray