Pudimos tenerlo todo, le canta.
Pero ella no se mueve. Está acostada sobre el mármol, con los ojos cerrados. Un
velo dorado sobre su cara helada, desde su pelo negro, un tul dorado que se
desparrama sobre las telas blancas que envuelven su cuerpo joven, apenas
compartido con él. El mausoleo está cálido, siente, quizá porque emprendió una
marcha de caballero para llegar a su amante, porque la desea, porque hasta la
luna es pálida comparada con Julieta, porque la toca y se estremece. Ella está inmóvil,
leal al veneno que detuvo su naturaleza. Romeo se derrama por el velo, por el
vestido, lo arrasa y siente finalmente la piel de su amante. Se pulveriza hasta
encontrar su misterio. Son sus yemas en el clítoris frío, que sin embargo
masajea, delicado, mientras la mira a la cara. Pestañas largas. Boca grande y
apretada. Él se descubre vasto y duro. Se desviste. Agarra el pequeño frasco de
cristal rojo. Acomoda sus rodillas sobre el mármol. La penetra y la invade con
su vida una y otra vez, la mirada siempre fija en los ojos cerrados de ella.
Cuando está muy cerca, cuando todo quema, Romeo toma el veneno y grita, se
expande, estalla y la llena, voraz y final.
Julieta abre los ojos.
Julieta abre los ojos.