Creí que
fuera del agua podría enfermar o morir, pero se preserva o se rebela en su
forma originaria. No está más delgada ni pálida. Sus formas violentas, su pelo del
mismo rojo de Ares, el color de mi guerra. Sólo mía. Porque sus ojos son
grises. Sus pechos son suaves. Su inocencia, perpetua. No tiene ombligo.
Atravieso las pocas entrañas capaces de recibirme. Busco su feminidad más
exquisita y más maldita: las escamas violetas son suaves como plumas. Forman un
entramado de colores que nunca he visto. Empiezan en su cadera y lentamente van
oscureciendo hasta llegar a las aletas, que son plateadas, tienen algo semejante
a venas brillantes, como si fueran las líneas de una hoja. Está repleta de
tatuajes de tinta azul, en verdad un gran tatuaje, un idioma desconocido a los
humanos y los dioses, que se configura en su espalda, una oración que celebra
su vida y su mundo. Es mi guerra porque estoy fascinado con su cuerpo, inaccesible
a mi naturaleza. Se da y me recibe infantilmente. Yo le muerdo los pezones y la
recorro a mordiscos por su dimensión terrenal y acuática, apenas un poco de
sangre, que ella reconoce y avanza para demostrarme que los dientes de una
sirena son los más filosos. Y tanto de un dolor indescriptible. Para la
creación de ese círculo que somos y se abre en mí, por separados y unidos.
También es mi divinidad agonizante. Mi deseo resplandeciendo en sus escamas, en
la prohibición de su carne. Entonces quisiera matarla. Abrir su pecho de un
tajo ágil y liberarme.