Relojes

Todas las casas, departamentos, pensiones que conocí y conozco tienen cinco relojes.

Ellos nos marcan los horarios de desayuno y salida al trabajo. El horario de preparar la cena. El horario de comerla. De nueve a once se puede mirar una serie o una película, algunos eligen leer o mejor dicho, siempre es depende. Y once y media: acostarnos.

No es tan sencillo como un hilo regalado para salir del laberinto. A veces remoloneo en la cama sin poder cerrar los ojos. Pensamientos en forma de visiones sobre el desayuno, los chusmeríos de la oficina, mi soledad, algunos amigos. Noches en las que duermo poco y, posiblemente, se note en el trabajo, al igual que todos nos notamos entre sí por las horas faltantes de sueño e incluso el insomnio.

Una vez le pregunté a una empleada de un local de ropa. Ellas vivían con más relojes. Los obreros, algunos pero la mayoría en la jornada. Los vendedores ambulantes y manteros fueron reprimidos y segregados por la policía de la Ciudad. Anteriormente, los relojes los habían colocado en sus muñecas.

El sistema comenzó a implementarse en 2017. Unos pocos estaban contentos, sonrientes, satisfechos. A ellos y ellas debido a sus barrios y ocupaciones no les tocaban artefactos. Mejor decir, son quienes manejan esos objetos como quieren. Aún hoy. 2019.

De romper o romperse un reloj, el técnico amanece con la velocidad de un estornudo. Pues ninguno puede faltar ni fallar. Al menos en lo que a mi casa y labores respecta. Los técnicos también cargan con sus relojes hogareños, quizá por eso las ojeras, los mentones derramados, los ojos como agujas.  

Dicen que Chronos, el Dios del Tiempo, llevaba un reloj de arena. Y una guadaña. Griego para recordarnos, tal vez, que el único tiempo es el que se acerca a la muerte. Los nuestros son electrónicos. Antes, cuando las manecillas, se podían alterar en beneficio del ritmo circadiano.

Pero ahora sólo son una pequeña máquina rectangular, gris, como cuando las nubes invaden para diluirse en lluvia. No hay posibilidad de sonidos particulares. Los habitantes integrados en el Programa Rectificación Temporal no podemos cambiar el estallido de ruidos chispeantes por una melodía. Quizá un amanecer más tranquilo, suave, como las hojas aterciopeladas de ciertos árboles.  

A veces duermo bien, pocas veces, pues el cansancio es salvaje como un trueno cercano, amenazante. Que se asume veloz en mi cuerpo y me bendice con el sueño. Lo pienso como un Morfeo llevándome desnuda en sus brazos, espantando pesadillas y ensoñaciones baratas.

La celda es tan pequeña como la triste suerte de una ninfa, cambiando su tamaño para escapar de Apolo. Mis manos sangran manchando el camisón. También me duele la cara, sé de algunos rasguños que hice sin manifiesto de Bonnie and Clyde. Los relojes sonaban al mismo tiempo que rompía cada uno de ellos. Lo hice con las manos. Con la presión de mis dedos. La intensión de mis uñas. La rebeldía por cinco putos relojes que controlan mi existencia.

No sé qué pasará ahora. Supongo que un Juicio. Me importa tanto como los cinco que acabo de destruir. Porque el interés es de mi próxima siesta. Acá no hay relojes.



El patiecito

“(…) quien lo siente, lo sabe, Señor (…)”
-Bob Marley-

 

Todo cae en un patio de la planta baja. El departamento, abandonado, es víctima de numerosas colillas, alguna que otra lata de cerveza, alguna que otra bolsa de plástico, algún que otro papel. Se aturde por esa poca basura que le saca dignidad y refinamiento. 

Tengo que fumar afuera. Justamente. En el balcón, pocos pisos arriba del pulmón cuadriculado, no sé cómo llamarlo, si al nombrar algo, ese algo adquiere vida tal vez mi definición sea la sensata. 

No quiero preguntarme cómo ha sido la siembra y la cosecha del tabaco que en breve fumaré, qué manos ajadas, quizá juveniles. Es de Salta. No lo sé, no quiero saber ahora. Sólo necesito que el frío se oculte y mi cigarro me dé tanto calor como clima subtropical.

Le pedí que siga mirando la película. Es una pochoclera, made in USA, una comedia romántica que no alienta risas o sonrisas sino cerrar los ojos y pensar en Bergan, en Paul Thomas Anderson, en Kim Ki-duk, en Bong Joon-ho; por más ásperas que, generalmente, sean sus obras. Poesía y dolor caminan mano a mano. “Canto a mí mismo” no soy.

Y el frío. Y el moderno balcón. Y la extraña sensación de que algo observa desde ese patio habitado por la basura de quien no puede concentrarse en lo propio.  

Una lluvia, sin intentos de ferocidad, cae finamente sobre mi cara. Desde el cielo, agua. Un nuevo milagro qué vaya a saber qué o quién me hace consumirme en asombro. Las nubes forman una nube gigantesca, no puedo advertir animales en su figura, sin embargo, es bellísima. Amplia y cerrada y abierta como una cajita musical que otorga débiles truenos y delgados relámpagos.

Enciendo mi cigarro. No es por apología ni necedad, fumar es dañino obviamente, fumar es un hábito, un vicio y a fin de cuentas, un gran placer. Sobre todo cuando hace más de tres horas que no fumás. Lio mi cigarro. Con el mismo cuidado que cuando armaba porros. Deberían pagarme por hacerlo, soy una excelente armadora.

Parezco febril mientras disfruto del tabaco, la seda, el filtro; todo lo que hace a mi delicia. Se dice que lo bueno es breve. Como lo es mi cigarro. Desde el balcón pregunto a mi nuevo amigo dónde lo apago. “Tiralo en el patio, abajo, no pasa nada”. Pero sí ocurre en mi TOC de que se prenda fuego el edificio. Aún así, confío y tiro la colilla en el patio abandonado.

No puedo delirar tomando siete pastillas por día. Mis neuronas están reprimidas para cualquier delirio. Es que al mirar, el patio está limpio. Nada en él. Mucho en mí. Tampoco está la colilla que hace minutos acabo de arrojar.

“Lo habrá limpiado el portero, hace días que no miro el patio”, dice mi amigo y se aleja. Pero hace minutos antes de fumar lo vi, estaba sucio, hambriento de una simple escoba. Él no lo había visto en días. Es mi palabra. No una ilusión óptica. Busco en el bolsillo, tengo recibos de la tarjeta de débito, los guardo sin saber por qué, nada provocará compasión en un Banco. Tiro los papeles al patio. Algo pareciera tragarlos. No siento miedo sino una curiosidad pegajosa que crece en la medida que tiro más papeles y estos desaparecen en el piso negro y blanco, como un Ajedrez: ahora limpio, cercenado de cualquier mugre. La lata de cerveza tiene la misma suerte que la birome. Igual que los pañuelitos descartables. Y han sido muchos. El piso de ese espacio está tragando lo que cae entre sus baldosas.

Finalmente, mi amigo se acerca para quedarse. Hago la prueba con otro pañuelo. Sus ojos se vuelven anchos, altos, gruesos. Nop. No estoy delirando o en todo caso, deliramos juntos. Luego, él, temeroso, impulsa papel higiénico con los mismos resultados que cada uno de mis elementos. 

Me pregunto qué más podría tirar allí. Me respondo con variedad de emociones. ¿Será?, ¿se podrá? Mi miedo al mundo, la melancolía de no amar ni ser amada en eros. Y él, ¿qué tiraría? Y yo, ¿cómo agarro el encierro, la angustia? Mientras pienso, siento sensaciones insólitas, novedosas, que irrumpen como la lluvia va tomando la potencia de Neptuno.

Late el centro de mi pecho. Late la boca de mi estómago. Son latidos que crecen hasta doler. Me doy cuenta de que a él le duele la coronilla. No sé si es una idea o una tontería pero me dejo inflamar y voy tocando cada parte de mi cuerpo dolorido. Le pido a él que haga lo mismo. Y lo hace. Parece salirnos humo. Pesado y negro. Que se eleva y luego se dirige al patio abandonado. Inseguridad. Angustia. Miedo. Todas nuestras heridas son tragadas por el suelo con diseño de Ajedrez.



Escher




Facsímil

 



Próximamente: ventas en Parque Centenario.




El globo aerostático

Arquímedes volaría más alto, no tan pequeño.

Creí que era un minúsculo ovni. Me emocioné bastante como mono con navaja de madera. Cayó muy cerca de mí. Pero el Parque Nacional Calilegua es un enigma de árboles tan altos, que parecen llegar al sol sin quemarse. La tierra se inflama en plantas y flores y hongos y aves. En sonidos que no puedo identificar, sin embargo, no les temo. Sí siento miedo frente a la ciudad, que parece mirarme con sus ojos cuadrados de cemento y alambre.

La mayor probabilidad era jamás encontrarlo en el ovillo que la selva jujeña ostenta. Corrí como un marinero frente a la ola indescriptible, incapaz de narrarse, esas que nos someten aún estando en tierra firme. Corrí, mi ropa de desgajó en la misma medida que mi anhelo comenzó a calibre 38. Nadie encuentra la aguja en el pajal, tampoco yo encontré la manera de no ser arrasado por los afilados dientes selváticos ni el pánico a los acantilados. Sangraban mis rodillas, mis brazos, mis muslos. No estaba en un sendero más que el de mi veloz curiosidad.

Lo encuentro. No es un ovni sino un globo aerostático. Chico. Totalmente gris. En su envoltura, en sus cuerdas, el quemador, la barquilla. Me doy cuenta de que era de aire caliente, pero, ¿y su tripulante? O quizá se trate de un ritual, como los 6 de agosto por Hiroshima y Nagasaki, cuando se lanzan al río linternas flotantes en recuerdo de la masacre de su pueblo a manos de los gringos. Tal vez es un ritual.

Pienso en la Luna, pero nunca la advertí gris sino plateada, generosa, fértil. Pero oculta una cara, bien lo dice los Pink Floyd. Meto la mano dentro de la barquilla. Algo pincha hasta sangrar uno de mis dedos, como una valiente espina que protegerá a la joven de ser cosificada por los buitres. Arde también un tanto. Arranco un pedazo de mi remera, y vuelvo a meter la mano cubierta.

Estático. Como un muñeco. De esos que solía jugar cuando nada me importaba más que las figuritas y los muñequitos. Me siguen importando los muñecos, de dinosaurios. Este es un muñeco que apoyo sobre la hojarasca sorprendida. Es completamente negro. Parece por su estampa un detective. Se nota que lleva hasta una pipa. Sombrero bombín. Traje y un delicado moño. Todo es negro en el extraño muñequito.

Salvo cuando abre los ojos. Y blanca veo su ¿pupila, esclerótica?, lo que sea, lo que se llame, lo que en este momento no estoy delirando. Porque no me deliro. Porque el orden pacifica. Porque no fume maría en todo el día. Y ahora, sin más preámbulos que una sonrisa, le veo los dientes. Vi mucho cine de muchas series de terror. Ningún ser me espantó tanto como este. Me toco las manos, me toco las piernas, volver a raíz, volver a raíz y entonces una voz gruesa e inmortal me habla.

Tu patria es de ambulantes que no se Ven en espejos ni rasgan por humildad su ropa para comerse la cara en el polvo. Porque el miedo tiene las garras y los dientes afilados para sacarles lo único contradictorio en lo que creen. Ni tan humano ni tan animal vas refregando tu sombra entre moluscos más sensatos que tu propia voz. Tambaleante, oxidado, vas comprando sueños que no son tuyos. Sos una cosa bendecida por demonios que no saben cantar sino orar por los perdidos. El error no te asombra sino que te conforma en manifiestos donde lo oculto brilla como un diamante muerto. Y la soberbia te enriquece como un mercader de libros malos, esos de personajes vacíos y simpáticos cuando la diversión los enrosca como una mamba negra. Estás jodido por tu propia mano, David.  

Lloro. Lloro con brío. En un llanto que no terminará jamás porque ese hombrecito se revela en su inmensidad, revelándome con él. Lloro. Lloro con audacia y pena por mí mismo. Por lo escondido y repetido, por lo negado y reprimido. Lloro.

Cuando abro los ojos me mira fijo. Se está evaporando, lanzando un humo negro hasta impactarse, extrañamente, en el piso. Ahora sólo veo más sombras.



Obra hallada en Pinterest


Auriculares

A la muerte, en el Tarot de Marsella, le llaman el arcano sin nombre y/o El Olvido. Olvidar algo es morir en él; dicen que el espantoso esqueleto desune cuerpo, alma, espíritu. Don Juan enseñaba a Castaneda que siempre Ella nos habita a un brazo de distancia, desde la izquierda. Skay Beilinson canta “la parca siempre viene detrás”. Más allá de aquel personaje, de ese umbral que conduce al misterio, a veces a la Fe, a veces al asombro, a veces a la nada. Cada verdad es respetable, salvo cuando quieren imponerse a la mía. Dormir en Cristo. Reencarnar. Bueno, para mí volvemos a la tierra, seremos abono. Ceniza a la ceniza y polvo al polvo. He leído de Maestros y sus seguidores que también profesan no temer a la muerte. Aplausos. Soy un ser humano involucionado y sí, le tengo miedo a la muerte. 

No son mágicos sólo para conmigo. Todos mis amigos probaron mis auriculares y escucharon lo mismo. En bares, discotecas y espacios donde se supone que la gente agota sus soledades o resplandece en sus pecados. Persona por persona iba revelando lo obvio o el telón de su suposición como una novedad filosa. En pocas palabras. Con su propia voz. 

El colectivo donde ahora viajo es muy audaz. Tanto que nos movemos como esos muñequitos con cabeza de perro, que se zarandean incansable y graciosamente. Contando al chofer, somos seis pasajeros. Pues es la hora pico. Marginal. Esa cuando los pocos tenemos horarios sin benevolencia ni delgada cortesía. 

Estoy sentado en los asientos iniciales. Siento esa curiosidad que me dará cinco vidas más. Basta con observar fijamente o arrimarme un poco y Abacadabra. Sólidos Magos, mis auriculares. Elegir. Voltear. Concentrarme. O ir hacia el encuentro.  

Un color rojo invasivo en el pelo de una mujer, que lleva un ambo azul. Me levanto, voy tan despacio como una mujer haciendo el amor con una almeja, donde la perla que yo mismo encontraré. Me pongo los auriculares y comienza el vals de los desconocidos agasajados por sus miedos más próximos. Su dicción tiene el color del cansancio y el nerviosísimo. “Tengo mucho miedo de que Carmen le cuente a todos del beso con Manuel, no tendría que haberle dicho nada”. 

Siempre me ocurre lo mismo. Siento el deseo de decir: basta, es tu propio pensamiento, como un monstruo que se vuelve más vigoroso con cada elucubración. La Hidra de Lerna, combatida por Heracles, de cuya cabeza cortada nacían dos. Jamás lo hago. Tan sólo escucho el miedo y apago los auriculares, me los saco y sigo contemplando o caminando hacia un nuevo horizonte. El que guíe a mi dinamismo o a mi pereza.  

Me arrimo con la sutileza de un pez que habla en su ser originario, una sirena que va lento. El hombre es un anillo de oro en el dedo índice, su ropa, un jean y una camisa verde, me doy cuenta, carga un tic en la nariz, la cual se rasca de tanto en tanto. Auriculares. ON. “Me da miedo de que Ana me deje”. Me pregunto quién, cómo será Ana. La única veracidad es que frente a mí, el hombre apegado quien se horroriza con que Ana se aleje. 

A unos metros, una adolescente. Refinada. Alta. De pelo castaño y largo. Vestida como quien irá a bailar o se cansó de la pista. La recibo algo ebria. Por los ojos miel y exhaustos. Se le entrecierran y vuelven a alumbrar cuando el camino es llano. La examino. Y ON. “No sé qué me voy a poner el viernes, tengo miedo de repetirme”. 

No siento nada. Es triste no sentir nada como es más triste sentir demasiado. Tal vez. Viajando entre una mujer y el beso prohibido, el hombre que quiere retener a Ana. Y ella. Ella que no sabe qué sé pondrá el viernes. Y yo, que me recuerdo en mi propia juventud, con los mismos temores que la joven. 

El otro adolescente que merodeo no piensa lo mismo. “Tengo miedo de no vender mañana”. Una lluvia de cajas acompaña a un pequeño cuerpo, esbelto, de unos exagerados ojos grises, manos que renacen en gestos como quien no puede evitar dar carne a lo que piensa. No. No lo está consiguiendo. La preocupación está soldada en sus dedos, en su mirada, en su boca. Arruga por debajo su remera gris. Tan vencida como esas frases que se postean porque son lindas y tienen una buena y masiva recepción en las Redes Sociales y grupos de Wsp. Yo también las he posteado. 

Me resta el chofer. Como quien no quiere la cosa pero, en verdad, la quiere con ojo de cíclope: auriculares. Me aproximo pues su figura es lejana e impermeable, detrás de una cortina de plástico. 

Es aún más chico que el chico anterior. Robusto y grueso, dibuja su transpiración caerle por la frente. Marrón claro, su pelo. Manos rechonchas sobre un volante que pareciera llevarlo a él. La típica camisa celeste y pantalón de vestir gris. Aún cuando la madrugada expulsa modos de calor intensificado, con cada hora, cada calle, cada curva. Con cada miedo peregrino que puedo escuchar. El chico me mira como quien halla a un gnomo travieso y peligroso. Le pregunto sobre dos calles. El color de su voz me recuerda al de viejos tenores. Pero inseguros y sufrientes. Entonces, ON. “Es mi primer día, tengo miedo de chocar con algo”.

OFF. En este momento estoy en los asientos finales. Después de ser el loco merodeador. Poco importa, pues se dice que algunos locos son sabios perdidos en otro tiempo. Me coloco un destartalado cinturón de seguridad. Antes, pido permiso al chico, al chofer, de chequear que todos lo tengan puesto. Él asiente con una sonrisa gorda. Con una mueca de agradecimiento febril.

Los pasajeros y el chofer transitamos Buenos Aires, cada uno, con su resguardo y su miedo novedoso.  

No necesito auriculares en mí. 

Aplausos. Sí, le tengo terror a la muerte. A la vida que, lentamente, descansa para ser más íntima a Ella. En cada costado. En cada ruta, calle, callejón, laberinto.  





Casilla de mail

Mi casilla de correo electrónico. Su fondo. Configurado para que me alerte sobre el clima. Una suerte climática que arroja modos de político malnacido en el Cambio Climático. 

No sé cómo hace Gmail para lograr esos efectos. Parecen magia, sino supiera que por detrás del telón que observo, multitudes fantasmagóricas, inquietas y talentosas definiendo el orden in-manifestado. Aquel que me brindará un fondo soleado o de lluvia tímida o de sol escondido o de tormenta frugal o de tempestad que borrará nombres y etimologías. 

Pero algo ocurre. Hoy. Aquí y Ahora. Es un algo sin dicción. Sin claridad ni transparencia. Como esas aguas mansas que más tarde se descubrirán furiosas para despertar a los dormidos. Este algo me ha despertado con la destreza de las tenazas de un cangrejo. Y no puedo volver atrás.

Comprensión de lanza marcial. Para mi mundo anímico aprendiz, plagado de repeticiones. El orden manifiesto, el fondo de mi casilla ya no responde a meteorología y sospecha. 

Agudo. Filoso como un hueso destronado por el golpe preciso. Tan justo como la cordura que en mí se aleja hacia cementerios donde ni siquiera habitan los espíritus.  El fondo de mi casilla de mail no responde a lo mundano y colectivo; ahora se trata de mí. De mis propias emociones. 

Que refleja. 

Cuando la angustia. La ansiedad. El miedo. La venganza. La alegría. La empatía. El Amor. Mis climas cambian y con ellos, el fondo de mi casilla de correo. 

La más tenebrosa es aquella cuando todo se anochece pues puedo sentirlo, mi emoción es fatal como la roca de Sísifo. Mi identidad como una duna a punto de ser pulverizada por un viento firme. Es el fondo que más me aterra. 

Y esos fondos de sol resplandeciente, porque estoy celebrando a la flor, la hormiga, el yaguareté y a mí misma. Sol volviéndose más fulguroso al celebrar también a la humanidad. A veces -a lo Castaneda- siento las líneas de conexión entre casa ser de cada Reino. Siempre es a veces. 

Hoy toca lluvia introvertida, se ve como un escenario celeste claro con unos pequeños círculos blancos. No me inquieta. Apago la computadora. 

Me acuesto sobre la cama mientras Pink Floyd hace sus ardides, aquellos que te provocan piernas uranianas. 

Me siento en equilibrio. Pero al cerrar los ojos y concentrarme en mi organismo, en la boca del estómago siento una pulsación. Me concentro más. Dolor. Entonces abro mi visión, me levanto de la cama, me acerco al escritorio. Enciendo la notebock. Abro Gmail. El fondo de mi casilla de mail es la cara del hombre que aún espero. 



121

145 es para Violencia de Género. 143, violencia doméstica. 132, emergencias médicas. 128 para disturbios, que implicarán a la policía. 139, bomberos. 129 para maltratos de cualquier índole, cualquier tipo de invasión que atenté contra un ser humano: este número se destina a la Policía Especial de la Nación. 149, animales que están siendo maltratados, que están perdidos o bien, son encontrados. Este último número telefónico lleva apenas un mes. Costó marchas de variadas agrupaciones conseguirlo. Una vez llamé por un gatito negro que parecía perdido pero nunca pude comunicarme. Además, sólo hace referencia a los llamados “animales domésticos”. No existe comunicación para el peligro que viven los caballos, los cerditos, las vacas, las gallinas, los pollos y tantos más. 

No existe tampoco número para talas. Será que pocos saben que la selva Amazonia en, aproximadamente, diez años perdió una superficie igual a España. El inmenso y bondadoso pulmón verde. Será que no saben que los árboles transforman el Dióxido de Carbono en Oxígeno. Asimismo, pulmones en riesgo en este país. Nuestros pocos árboles se descubren en fortaleza y ternura, atrapados entre baldosas y ojos vendados. Las construcciones, novedosos edificios que, sin embargo, se parecen entre sí como monstruos de visión cuadrada, titanes de cemento y vidrio que crecen con hambre de casas bajas, típicas de barrio, aquellas donde limoneros o naranjos o enredaderas salpican respeto. 

Hace unos meses, el presidente del país, inauguró una nueva línea: personas sospechosas de locura. Es el 121. 

Cada ciudadano llevamos nuestro número de Documento Nacional de Identidad detrás, en la espalda, a modo de una liviana chapa, sujetada a la ropa. Al igual que los barbijos es obligatorio cargar con ella. 

Liviana chapa en la espalda. Como una matrícula de automóvil inocente, aquel que amaga con la fuga necesaria cuando azules desquiciados son partidarios de gatillo fácil. No hay teléfono para ello. 

Frente a cualquier conflicto basta con que el individuo llame al nro. correspondiente. 

Quienes saludan al sol. Quienes bailan con sutilidad a la luna. Quienes abrazan a los  árboles. Quienes buscan que la hojas de las plantas reciban su tacto, para sentir suavidad o aspereza. Quienes huelen flores. Quienes hablan con hermanos que viven recogiendo cartones. Quienes cantan por la calle. Quienes sonríen abundante. Quienes contemplan el cielo nocturno e intentan encontrar al rojizo Marte. Quienes dejan pasar primero a las palomas. Quienes saludan a las mariposas. Quienes toman panaderos y piden sus tres deseos. 

Quienes el asombro jamás les permite la indiferencia. 

Me informaron que cincuenta y nueve personas llamaron durante una semana. 

No son neuropsiquiatricos. Les llaman: Centros de Recuperación Randle Patrick McMurphy.

Las paredes celestes, gastadas, parecen observarnos con mil ojos. Pacientes que caminamos entre Gorgonas llamadas cintas de contención, que si es necesario te petrifican a la cama. Pichicatas cuando la bronca o el dolor atraviesan como lanza en las costillas. Pero no brota sangre y agua de vida, como en Jesús. Nos conducen a mayor encierro. Necesidad filosa de llamar a residentes, que poco saben pero grandes en su gesto de escucharnos. Decir. Llorar. Gritar. 

Apretar los dientes. 

Un salón amplio para talleres, donde nadie asiste. Salvo el de Poesía, comandado por un poeta llamado Gaucho, quien hace Servicio, pues sabe que nuestro derecho es también volar y que el Centro de Detención Randle Patrick McMurphy huele a injusticia y destierro. Y nos hace volar, cuando olvidamos que las sospechas son un humo rancio, un resultado de lluvia ácida, cuyos compuestos son hombres -en su mayoría- que no saben volar ni zambullirse, cuando Poseidón los espera en la invitación de conocer sirenas y sirenos. El salón amplio y celeste también promueve las comidas y meriendas. Numerosos dibujos sobre la ausencia de espejos y las promesas de salida. 

Alrededor de las nueve, la enferma de turno grita: medicación. Yo sueño con que grite meditación. Sueños tan efímeros como una rosa asesinada, lista a perder pétalos y magia.  

Habitaciones con seis camas. Hombres y mujeres se dividen en dos sectores diferentes, respecto de los cuartos. Eso no impide que los sospechosos de locura nos arrullemos en amistades. Historias de telenovela. Donde cada beso y abrazo son siembra fértil. Y cuando soy espectadora de ese beso y ese abrazo siento que todo valió la pena. Porque, a fin de cuentas, además, todo vale la alegría.