Las caras de la heladera

"Cada hombre tiene el derecho de elegir su propio destino", Bob Marley. 


Un estante de la heladera está roto. Falta pues lo saqué. Su abandono provoca que la comida se forje como una nebulosa sin calor. Expulsando frío. Tanto que estoy dispuesto a un arreglo; arreglo incapaz de provocar por mi cuenta. Cuando abro la heladera, un torrente de aire helado y furioso sacude mi piel. Por sólo un estante que no está. Que hace más grande al artefacto. El motor suena como las Furias susurrando un crimen. Mis manos sin capacidad para solución ni buena suerte. 

Comida enlatada. Holgazanería de una Venus caprichosa por trucos de amantes. El horno es un olvido elegido. No me gusta cocinar. Y si los zombies arriban tendré provisiones. Servicio de cigarro, licor, vino, cerveza. Dulces. Latas de duraznos y peras en almíbar. Sopas Maruchan, cuando me arriesgo a las hornallas. Sin embargo, camino sobre una heladera con un estante de rejas ausente. Gélido el camino. Al igual que el dinero que se escapó el mes pasado. Imposible un aliado para reparar el estante. 

Quiero una manzana roja. Ansiedad de serpiente alada. La única prohibición que consumo es no poder abrir un electrodoméstico brutal, como la cima nevada de una montaña. Mi ilusión es que la montaña sea tan empinada que termine por caer. Y lo normal retornará a lo normal. Mientras, el pullover. El pantalón de frisa. Lo precavido y lo molesto. Maraña de hilos congelados que no puedo desarmar. Semejante a un bufón le grito sus verdades. Su traición. Su estúpido enrejado sin presencia. La abro en un envión que asustaría a Olímpicos y Titanes. 

Refriego mis ojos. En el vacío entre un estante y otro. En la pulsación concerniente a fábulas.  Que no entiendo y desconozco: veo. Gusto a mediano. Una mesa rectangular. Donde, sentados, tipos con caras deformen parecen hablar. Dentro de mi heladera, tipos sin congelarse ni aceptar mi presencia. Cierro la heladera.

Cuento hasta once con voz alta. Agarro el único rosario que conservo de mi abuela. Cuentas de madera violeta, engarzadas por eslabones de plata, terminando en una cruz, sin Cristo doliente. Mi cuello comienza en fe y en pedido. Si es mi mente o si es aquello que se transformará en confidencia a quienes lo merecen. Hálito de coraje. Tomo la puerta. 

Abierta a mujeres y hombres de moda repetida. Incluso de paso similar. Algunos llevan marcos con leyendas que no puedo identificar. Otros, trofeos. Más grandes, más chicos. La mayoría aplaude a unos pocos, que saludan con la mano, sonriendo con sonrisas anchas. Detrás, un portón abierto. Suena un timbre. Los hombres y las mujeres corren hacia la apertura. Arriba de ella, un reloj. Cierro la heladera. 

Ciertos libros podrán dar cuenta de mis visiones, pero es mi vivencia la que realmente enseñará. Sobre lo que sea que estoy viendo. Sobre lo que comprendo que estoy viendo. Brote con definición de un anciano aprendiz. Tal vez, al mirarme en el espejo sea eso, un anciano. Con preferencia de vista corta para no continuar con más escenarios. Pero. Preparado, camino hacia el artefacto. 

Puerta abierta, división intensa entre rejilla y rejilla, la dimensión exacta para carros de chapa, se acumulan en esperanza, quizá. Mujeres y hombres son llevados por carruajes saturados de cartones y papeles. No llevan guantes ni máscaras. Deambulan. Mirando al suelo, es decir, a las rejas blancas. Con andar lento. No existe puerta detrás de ellos. Solamente una ventana circular y limitada. Cada tanto la contemplan. Se paran a veces, acomodan sus cartones y papeles. Cierro la heladera. 

Ya es lo suficiente que puedo observar dentro de un electrodoméstico. Aún así, es nuevamente, mi intriga. Interés de film sin discreción. Predisposición a pantallas para saturar llagas y tormentos. Aprieto fuerte mi rosario. Mi Jesús de Caná, bailando y riendo con vino en odres nuevos. Quiero seguir abriendo. 

Aliento congelado. El estante enrejado sin presencia. Me encuentro frente a un laberinto de muros altos. Cerrado. Mujeres y hombres de diversas edades lloran o gritan o permanecen en silencio. También mujeres y hombres con ambos. Algunos parecen enfermeros, aplican inyecciones gruesas en brazos. Algunos parecen médicos. Cintas que llaman de contención, sujetando a las camas. Cierro la puerta blanca. 

Decreto que será mi última vez. Abro. Un pequeño pozo de agua. Baldes que se agitan en la búsqueda del líquido. Debajo, no hay rejillas blancas. Tierra ansiosa de pasto, de flores, de lluvia. No siento frío, un calor irracional entroniza mi piel. Como si ardiera. A pique esos seres. A filo completo. Ropas que dicen Dell, Samsung, Sony. Just do it, en numerosos pantalones. Me alejo, cumpliendo mi decreto. Los seres humanos, que acabo de ver, tienen mi cara.