La polilla y la aspiradora


La fea verdad, diría Michael Moore. La fea verdad del piso de alfombra, que se descubre en un campo minado, como si vampiros y hombres lobos estuviesen con humor de sangre. Podría encontrar el tesoro de una isla de Lovecraft. Podría encontrar baldosas por debajo pidiendo a gritos líderes que liberen. Un alfombra celeste en tan absurda como aquella casa de paja.

Mi pelo se quiebra hace tiempo. Pelos invasores. Pelos comensales de hilos celestes. Cenizas que sí manchan.  Se presentan como diosas desquiciadas en reto con doncellas. Algún que otro descuido de colillas silenciosas, venturosas por no convertirse en brasas. Comida pariendo migas. Migas que no recuerdo su origen. Al igual que los escarbadientes. Son sólo cinco.

Pequeños bollitos de María. Que tal vez podré juntar y darme dignidad de humo dulce. Marcas de zapatillas frente a una aspiradora que se sentirá inútil. O no. No lo sé. Mi aspiradora está rota. Esta, antigua y fea, como un robot diseñado por prisa y aburrimiento, me la prestó mi vecina. Una anciana delgada y pequeña. De ojos hondos y marrones. Con quien me saludo solamente. Y sin embargo, he recurrido a ella con la verborragia de un desesperado en fea verdad.

Es potente. Es veloz. Con la capacidad de tragar cada uno de mis olvidos, cada una de mis omisiones. Su boca es ancha, lo que hace a mi odisea más frágil. Pero el comedor es amplio. Y estoy cansado. Aburrido. Succiona este aparato, parece vivo, semejante a una salamandra cuando el fuego comienza y las llamas se retuercen armoniosas entre tambores. Aún así, su voz es insoportable. Extraña. La percibo como una risa que va fundiéndose en el viento.

Continúo. Faltan varios metros. Cúbicos, para aplacar una tarea insoportable. Un vaso de vino corto. Con la suerte de quien tira a los dados y es desterrado por un 2. Poco se nota. Entre la diversidad de manchas. De dados cúbicos. A esta altura, no me importa. Y nunca me importará, hasta que se termine el contrato de mi alquiler y otra vez, la pesadilla de inmobiliarias. Demonios de cien cuernos. Preparados para el ataque cuando mi pie se evapore en el palier.

Ya casi. La aspiradora en voz baja pero sigue riendo. Semejante a la risa de mi vecina. Quizá es un clon aspiradora. Un clon que me es útil. Despedidas de aquello tragado por el aparato, cuando noches y días de un Saturno perezoso. De manos y mandíbula que tiemblan por el litio. No soy culpable de nada a fin de cuentas. Tampoco soy culpable de mis desequilibrios. Pero soy bendito en un péndulo de frecuencia histérica, donde la alegría, donde el dolor, hacia paraíso o hacia hades; con la intensidad de quien camina siempre sobre la cuerda. Intensidad.

Un corto espacio cerca de la puerta principal. El final de un cuento sin melosos ni villanos. Una aspiradora que protagoniza, mientras yo dirijo la obra. Pienso, los aplausos valen tanto como una zanahoria que no llegará jamás. Cuando termine. Cuando el celeste renazca, agradecido. Luego, de ser consumido por mi memoria de Jurassic Park, de mosquito atrapado en laboratorio.  
   
Unos cuantos pelos sigilosos, tratando de esconderse entre fibras sintéticas. Ni tan altas ni tan bajas. Fibras cuyo material tal vez nazcan por la sangre de la Pachamama. Unos pequeños papeles, los que me dan para cada turno en el hospital. Mientras espero, preguntándome cómo han de ser los péndulos y las voces de mis hermanos. Ya fui convocado al encierro, nadie jamás podrá negarme las revelaciones que el Padre me otorgó. Delirio místico, brote psicótico, cerrados en hueso de libros, pero latiendo en genuina vivencia.

Más chico el espacio que aún me resta. Vacío, un carnaval sin plumas ni público ni lunas fértiles. Pero algo diminuto. Marrón claro. Inerte. Una polilla. Desafortunada tal vez por las luces. Nunca por mis manos. Lamento sus alas con el movimiento propio de la muerte y la desolación. Pienso enterrarla en la tierra de una de mis plantas. Antes que eso, antes que pueda. La aspiradora arremete con su hábil succionar. Y ya no existe la polilla. Se trata de olvido, de Arcano sin nombre. De reencarnaciones cuando quisiera ser una mariposa, un árbol. Ninguna teoría es capaz de negarme mis próximas vidas.

Abro la bolsa. El aparato en silencio, de mejor respuesta para amantes cobardes. Es difícil encontrarla, mi basura ha sepultado su carne. Lo intento. La tierra todo lo transmuta y la está esperando. Suaves mis dedos en el temor de agrietar el misterio de la polilla. Siento algo. No es miga, papel, maría. Es ella. Salto cayendo al suelo. Me mordió. Con la fuerza de una esfinge impaciente. Siento miedo. Siento la necesidad de pedir ayuda a mi vecina.

La bolsa es abierta por mi curiosidad. Algo sale rápidamente, tanto que no recibir qué es. No es la polilla. Ahora me doy cuenta. Es blanco. Con rapidez escapa de la aspiradora y va creciendo. Hasta hacerse gigantesco. Toneladas volando que salen por mi ventanal. Urgente mi contemplación. Voraz para descubrirme con ojos gordos. Un caballo ha crecido desde que abrí la bolsa. Un caballo blanco. Un caballo con un cuerno en la cabeza. Un caballo alado. Un caballo que ha sido polilla y ahora, reencarna en un unicornio.