Ireneo

Se dice que algo nublado para encontrar formas en las nubes. El pronóstico decreta veintiocho grados. Adentro está frío. Abre la cortina. Pero no durmió de más. Pero ve la noche honda, iluminada por una luna que crece. Como una moneda arrojada en el cielo, piensa. Son las diez de la mañana. Diez y ocho, lee en el reloj azul. Y no vive en Alaska. Y ningún noticiero aventuró eclipse o noche prematura. Aun así no se preocupa. El afuera puede despejar lo inesperado. También su abuela al regresar.     

Abajo, apenas el sol cae sobre su remera gris, donde en el pecho el mensaje con letras amarillas, Nice Try. El portero lo observa. Irineo se toca las piernas para comprobar que es parte de este mundo. Sus ojos parecen achicarse en líneas tan delgadas como el hombre que lo inspecciona sin comprender demasiado. Sin comprender por completo. Sin simpatías ni auxilio.  

Arriba, el frío se vuelve más intenso. Tiene miedo. Pero abre otra vez la cortina, esperando el día que en el palier lo encontró. Y es la luna hipnótica y profunda. Llama a su novia. No lo atiende, a pesar de un domingo de enamorados. Insiste con el teléfono como si un brote violento nuevamente hubiese llegado. Se saca la remera. La piel le cuelga no por viejo sino por cansancios a fuerza de vodka.   

Baja otra vez y el mismo horizonte diurno. Una nube con carne de dragón, otra como un koala, dice un nene. La luz escurridiza, el calor, la calle, los desconocidos que nunca sabrán que arriba es de noche. Camina, fumando con rapidez un cigarrillo. Buscando taxis o supermercados. Sin anteojos negros se busca diferente.   

No cerrará más la cortina. No escapará de lo indecible, lo inevitable, lo oculto. Señora, dice a la luna. Dame mensaje, ordena. Pero no hay símbolos ni palabras. Ceguera y silencio de hueso cubren el departamento del octavo piso. Mientras, la oscuridad abre los telones. Sus imágenes pueriles, violentas, absurdas. Sus palabras de siempre. 

Ireneo tiene otra idea. Antes mejor el palier para comprobar o lamentarse. 

Necesita el dinero y tal vez le guste. Primero lo primero, el cansado Facebook. Luego, Twitter, Instagram. Las redes de conquista mejor no tocar. Los casinos virtuales son de Tailandia o algún lugar que jamás conocerá. La mayoría no lo cree. Algunos curiosos, bromistas, ingenuos comienzan a llamar. Los amigos se fueron junto a la secundaria. 

El departamento atrapado en voces que se refuerzan, aplausos cuando la cortina del comedor y las cuatro habitaciones se abren. La luna lee abrazos y copas. Las pupilas dilatas de Ireneo. Son pocos. Él es selectivo como quien le dio su nombre, Ireneo de Lyon. Aunque no sabe quién fue. 

Ríe Ireneo. Asiente mirando a la luna. No le agradece pues se lo merece, se trata de buena suerte. No necesita el misterio que ostenta pero sí el ilusionismo de anfitrión, que al mirar a sus clientes reconoce. El público sube y baja y sube al edificio. La remera gris es un recuerdo que no desea, ahora una camisa negra igual que el pantalón y las botas francesas. Un anillo en el índice derecho, preciso para sus gestos fuertes. 

Falta bastante para que el sol se apague. A pesar de la hora y la conquista, la incertidumbre temblorosa camina por sus rodillas. Una anciana aparece. Su abuela, Selene. La mujer lleva una vela blanca encendida. Un naipe en el pecho. Una cadena plateada con una amatista. El pelo suelto, vivo y gris hasta los hombros. Se acerca al ventanal. Él comprende. Intenta evitarlo sin discreción ni prudencia. La mujer lo mira a los ojos. Ireneo se detiene. Ella cierra la cortina. Él llora con la boca abierta y lentamente, la abre. El sol lee la cara de Ireneo. Las pupilas dilatadas.