Otra porción

La torta nunca termina. Sirvo otra porción y vuelve a su forma originaria. Completa, firme, hasta puedo imaginar sus ojos grandes, amarillos y traviesos. El bizcochuelo tiene vida, no aquella que nutre, pues la esponjosa vainilla, el relleno de mousse de limón, la cubierta de azúcar impalpable: poco alimentan. 

El cumpleaños está en su instancia final, algunos tan borrachos como yo. No es una ilusión, caminaría erguida para bailar lo que sea que mis amigos disponen. Zorba, el griego. En otra circunstancia sonreiría de cara a la danza, me levantaría con el mismo envión que cuando llegó el hombre que me gusta. Pero ahora no puedo.

Nadie se da cuenta salvo yo. No preparé el pastel, lo compré en una tienda donde venden todo lo que me hace mal, engorda y alucina. A esta altura me acuerdo de los panes y los peces; acá no hay estampita de Jesús, solamente una imagen de OSHO, que hasta dónde sé nunca hizo milagros. 

Podría terminar el hambre en Haití, cuna del Vudú, el país más pobre de América. Aún así, ya lo dije, nada en este pastel alimenta, verdaderamente. Aún así, puedo bajar, recorrer las honduras de las calles y dar una porción a cada hermano que vive sin techo. 

A esta altura me siento Lucrecia Borgia custodiando un secreto mortal. El bullicio aumenta, las luces de navidad hacen lo propio, las risas se intensifican. Es mi cumpleaños. Mi verdadero año, la energía que hoy se configura me acompañará hasta el día de mi próximo natalicio. Una torta eterna me seguirá durante 364 días. No sé si reír, no sé si llorar; dice un dicho o tal vez lo estoy diciendo mal, porque cada vez me importa más el vino blanco que la torta. 

Siento que me observa con capricho, que dentro de unos segundos, una lengua saldrá para besarme con gusto a mousse, dará un silbido de vainilla y aplaudirá derramando azúcar. Y yo, sin poder gritar, sin pedir ayuda, sin tener explicación para un prodigio absurdo. Lisa Simpson había creado un tomate gigante. Yo no pude más que comprar un pastel que nunca acaba. 

Me pregunto si se romperá el hechizo al salir de casa, aunque no creo en hechizos. Hasta ahora. Tal vez se trate de la vecina del quinto, aquella que me odia por ruidos molestos; como si fuese mejor una pelea que el sexo. Quizá fue la pastelera, que lloró tanto por su tierra, el Chaco, que su dolor quedó impregnado, al igual que las paredes retienen la risa o el llanto, la cumbre o el abismo. Como cada objeto que conserva el recuerdo de su hogar, de quien lo toca, las paredes sabe gritar los numerosos o pocos años que se han vivido junto a ellas. 

No lo sé. Simplemente, no sé. Ni por qué, cómo y lo más importante: para qué. Pienso en éste último y vuelvo a las calles plagadas casi de ausencia y luces que no sé hasta dónde llegan. Otro vaso de vino, otro cigarrillo, otra duda como púa en mi cabeza. Una migraña que avanza lenta pero con la fuerza del rayo de Zeus. 

Quiero otra porción, dice mi amiga. La misma que creo ha devorado, si tuviese, hasta el esqueleto de vainilla y limón. Por supuesto, respondo. Aferrada a la bandeja, cortó una nuevo trozo. La llevo al pequeño plato y la miro con tanto asco, como nunca he recordado o como no quiero recordar. 

No quiero saber. Como en una película de terror, cierro los ojos durante unos segundos. El monstruo ya habrá pasado, pero no, el pastel es el mismo de siempre. Incorructible, sereno, expectante tal vez por el pedido de una ración más. 

Que Dios o el Diablo me condenen, que integren o quiebren la solidaridad a la que no me atrevo. No saldré de casa. No cuando la marihuana me pone paranoica, lo cual ocurre pocas veces. La uso sobre todo para relajarme y dormir. Ya no elijo drogas legales para abultar la panza de la industria farmacéutica. Mis hermanos en la calle seguirán durmiendo mientras seguiré vil, incapaz de hacer frente a una torta que ha empezado para nunca terminar. Un cero, sin principio ni fin. Al igual que mi inercia a levantarme y afrontar lo que sea que está pasando y podría acontecer.

¿Me das un poco más?, dice mi amigo. Pero esta vez agarro un bollo con la mano, con la violencia de quien ha descubierto un cuarto secreto que no abre. Otra vez mi función de cine. Al abrir los ojos, la torta sigue igual, con su vainilla invicta, su mousse, su azúcar, su entereza. La torta nunca termina. Sospecho que quizá ni el tiempo la corrompa o la corrompa tanto que será un fósil. Incapaz de ser comida pero capaz de maldecirme.