Sobre el mar

No es como el de La Sirenita. No es un dibujo. Es carne y hueso. Hueso y carne. O vaya a saber qué. No sabe cantar. Simplemente. Terroríficamente. Habla. No hay nadie que pueda decirme si estoy alucinando. El espejo izquierdo de mi auto es habitado por un cangrejo pequeño. Dentro del reflejo. Atemorizante como la niebla que se come la ruta. Pinzas que me atormentarán por noches. Dice que tengo miedo a la soledad. Eso no lo sé, pero lo discuto. Dice que el miedo a salir tiene que ver con mi exnovia. Respondo que no, definitivamente. Dice que mi mejor amigo es el Clonazepam. Lo afirmo con orgullo. 

La estación de servicio apenas respira, un chico para la atención y otro en el mercado. Un solo auto, además del mío. Llamo al chico y lo hago observar el espejo. Da un salto y cae sobre una mancha de nafta. Sale corriendo como si hubiese visto un cangrejo en mi espejo. El otro no quiere saber. El dueño del auto, un hombre flaco y ojeroso, vestido de negro, se ofrece. No cae, tan sólo grita y se dirige hacia su auto dando pasos de atleta. Y eso que no lo escucharon hablar, pienso. Al menos no estoy delirando.  

El viaje es largo y no estoy dispuesto a matar a un cangrejo con esas tenazas. Ahora dice que estoy desintegrado. Que nunca me vacío para recibir intuición. Que los gnósticos cristianos sentirían pena por mí. Es un cangrejito culto, me doy cuenta. Ni siquiera sé quiénes son los gnósticos. Le respondo que se calle sino no quiere terminar en una cazuela. Ahora me da la espalda o lo que sea eso. Rígido. Rojo. Patitas que no llego a contar.

La música va a quebrar mi cuerpo. Pero la prefiero antes que al cangrejo. Sin embargo, su voz es más fuerte que la de Bono. Baila. Baila. Y no estoy en brote. Y no me di cuenta de tapar el espejo en la estación de servicio. No pueden mis oídos. Y otra vez me habla. Que mi pensamiento es movimiento y me muevo demasiado. Que no me doy cuenta del silencio. Sólo puedo reírme. Un bicho espantoso hace de terapeuta o lo que sea que esté intentando. 

Bajo rápidamente. Le miro los ojitos negros. Siento miedo. La tela se escabulle como quien pierde una pista. Respiro más rápido y más fuerte. Cuento. Hasta diez. Hasta veinte. Salto y envuelvo el espejo. Armo un nudo por detrás. Tan fuerte que me duelen las manos. Subo al auto. Otra vez U2. Miro el espejo. La bufanda roja apenas se mueve. 
Cada vez más niebla. Tal vez es verdad, no puedo estar solo. Es verdad, no dejo de pensar. Mi papá fue ausente y mi mamá violenta. La bufanda comienza a moverse, algo la está rasgando. Es una tenaza. Es la otra. El espejo despierta mientras el cangrejo toma cuerpo, saliendo de él. Apoyado en el borde de la estructura, lo oigo reír, ahora sí que estoy psicótico. Dice que momento a momento. Que soy una víctima compulsiva y mi propio victimario. Que siempre hablo de uno porque tengo miedo de decir yo. Respondo que ya termine, voy a llorar, no puedo más. 

Durante casi todo el viaje mantuvo silencio. A esta hora podría decir que lo extraño. Estoy brotado, extraño a un cangrejo que habla de mis agujeros. ¿De dónde sos?, digo. De Lo Absoluto, igual que vos. No tengo idea qué quiere decir con Lo Absoluto, pero asiento. Claro, digo, como todos. Dice que no mienta, que pregunte si no sé. Creo que voy a llorar. 

Agujero negro y agujero blanco, dice. Me cuesta entenderlo, pero lo sigo como una flecha adherida al cielo. Llegamos. Mi novia estará durmiendo. Aunque tiene que despertar. La espero tocando bocina. Se acerca con cara de quien soñó una pesadilla. Se sienta. Me da un beso con ganas de poco. Mira hacia delante. Mira hacia su derecha. Y grita. Grita tanto como nunca hubiese imaginado que un ser humano pudiese gritar. Un pequeño cangrejo azul en su espejo.