Dijo. Se volvió a poner los anteojos con ese gesto
de extrañeza, el mismo que hago yo. Se hizo un rodete con el pelo blanco y
tenso. Otra vez a mirar la tele española, las viejas películas de cantores.
Mamá, dije. Pero ya no respondió. Lola Flores cantaba para ella. Yo tenía mis
ojos húmedos. No podía moverme. Veinte años de terapia simplificados en unas
pocas palabras. Las de ella. Su amarga revelación me había dejado tan indefenso
y tan lúcido a la vez. Aún así, miré el reloj como siempre lo hago, a cada
rato. Eran las once y media. Ya empezaban mis temblores, el aire se agotaba. Todos
los días la misma procesión asfixiante, cuyo pico más hiriente llegaba a las
doce. Y avanzaba, e invadía el terror. Las ganas de salir corriendo. Sabiendo
que a donde fuere, en cualquier lugar de Buenos Aires, irían conmigo: el miedo
y después, el pánico; mi corazón descontrolado. Pero hoy, pero ahora,
finalmente, ya no es una fobia, sino un recuerdo. Desbloqueado. Letal. El de mi
padre tapándome la boca, entrando en mí, después de haberme leído, como
siempre, Cenicienta.